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12
OCT
2009

En el Reino del Revés

¿Qué puede haber detrás de la fachada del nuevo Nobel de la Paz?
¿Qué puede haber detrás de la fachada del nuevo Nobel de la Paz?
Barack Obama fue distinguido con el Premio Nobel de la Paz. El presidente del país más armado del mundo y gestor de aventuras militares en todo el planeta no ha hecho todavía nada para merecerlo. Más bien al contrario.

El Premio Nobel de la Paz concedido a Barack Obama viene a sumarse a las muchas paradojas que rodean a esa famosa recompensa. Podría decirse que el Nobel de la Paz –como el Nobel de Literatura, en muchos casos- ejemplifica el discurso políticamente correcto de quienes desean que el estado de cosas que rige en el mundo siga sin cambios; pero, eso sí, adecuado a una moralina que exude buenas intenciones y afirmaciones genéricas en torno de los derechos humanos. La política, se sabe, tiene sus servidumbres y a veces hay que actuar como si las cosas no fueran lo que son. Pero conviene no exagerar: no es posible premiar a un delincuente por el solo hecho de que se haya abstenido de cumplir una fechoría o porque insinúa que no va a cometerla de ahí en adelante, postulando proyectos cargados de buenas intenciones, pero sin emitir ninguna garantía sólida de que vaya a mantener su palabra en el futuro.

Apresurémonos a aclarar que el término delincuente no está referido al actual presidente de los Estados Unidos. Comparado a su predecesor George Bush, Obama es Gandhi. Pero, aparte de algunas afirmaciones retóricas, hasta aquí no ha introducido ningún cambio en la política exterior de la potencia imperial que pueda justificar la concesión de ese sonado distingo. Más bien al contrario: aunque ha descomprimido algo la situación en lo referido a la presión que su país estaba ejerciendo en Europa oriental al pretender instalar bases misilísticas en las fronteras de Rusia, todos sus movimientos en los países de la periferia apuntan a redoblar la apuesta hegemónica de Estados Unidos. El incremento de los efectivos norteamericanos en Afganistán, los intentos que se intuyen por desmembrar a Pakistán, el invariable apoyo a Israel en Medio Oriente y la instalación de siete bases estadounidenses en Colombia están claramente orientados en tal sentido.

No resulta creíble que Obama vaya a revertir las pautas de la política exterior de Estados Unidos cuando él mismo hizo del desplazamiento del eje del dinamismo militar de Irak a Afganistán una causa propia y la propaló para quienquiera quisiese oírlo durante su campaña electoral. La política de su gobierno para el Medio Oriente y el Asia Central sigue siendo la misma del período anterior y no ha hecho nada importante para cambiarla. Tampoco se ha producido el cierre de la prisión de la base de Guantánamo y en la de Bagram, en Afganistán, los procedimientos contra los prisioneros tienen la misma marca que los practicados en el enclave norteamericano implantado en suelo cubano. En los pocos meses que Obama lleva en el gobierno, por otra parte, se han multiplicado las víctimas civiles de la guerra en ese lugar –producidas por la actividad de la aviación norteamericana y de los famosos “drones”, aparatos sin piloto, usados para llevar adelante una campaña de asesinatos selectivos contra dirigentes talibanes o de Al Qaeda. Y, por último, en estos días se está considerando en Washington la conveniencia de mandar otros 40.000 soldados para reforzar los 65 mil que ya están asentados en ese suelo y que, junto a otros 40 mil soldados de la Otan, intentan limpiar al país de las células resistentes distribuidas en su suelo.


No es esta una ejecutoria convincente para premiar con el Nobel de la Paz a un líder que debería ser, si no pacifista, al menos un hombre abierto al diálogo y cuya actividad haya dado frutos aceptables en la resolución de algún conflicto pendiente. Es demasiado pronto, entonces, para favorecer con tal distinción al jefe del Imperio, en aras de, ¿quién sabe?, tal vez de empujarlo a un mayor compromiso con el cometido que debería asumir y respaldarlo frente a algunos de sus adversarios republicanos. A quienes correspondería, con mayor justicia, el “Premio Nobel de la Guerra” por su empecinamiento en incendiar el planeta. Dick Cheney y George Bush podrían recibir ex aequo esa recompensa, si ella realmente existiese…

La concesión del Nobel a Obama es entonces ejemplar de la hipocresía política que caracteriza al presente. Pero el pasado no fue mejor. Incluso ha habido episodios mucho peores y cuya sola mención causa risa e ira. Teddy Roosevelt, cuyo credo en materia de política exterior se adecuaba a la frase que él mismo forjara, “Habla bajo y lleva un buen garrote”, recibió ese galardón en 1905. Woodrow Wilson, al que los “media” de la época saludaban como un denodado pacifista, había conducido a su país a la primera guerra mundial y no hesitó mucho en traicionar los 14 puntos en base a los cuales Alemania se había resignado a pedir la paz en 1918. Lo cual no fue óbice para que Wilson recibiera en 1919 dicha recompensa.

Pero sin duda el caso más monstruoso fue la asignación del Nobel de la Paz a Henry Kissinger, por su labor para poner fin al conflicto de Vietnam. El premio le fue concedido junto a Le duc Tho, el dirigente comunista que presidió la delegación vietnamita a la Conferencia de París donde oficialmente se puso fin a la guerra. Le duc Tho tuvo la dignidad de declinar el premio, pero Kissinger lo aceptó como si nada. Y sin embargo sus movimientos previos al acuerdo habían girado en torno al incremento de la presión norteamericana y a la gradación de los bombardeos aéreos para llevar a los vietnamitas a la mesa de negociaciones más o menos ablandados en su postura. Todo lo cual a la postre se demostró inútil, pues un par de años después las tropas comunistas entraban en Saigón, dando fin a un terrible derramamiento de sangre provocado por la presión norteamericana aplicada a la modelación de un país pequeño en aras de la desmesurada ambición imperial. La ejecutoria posterior de Kissinger demostró estar a la altura de esos antecedentes: el golpe de Estado en Chile contra un gobierno inobjetable desde el punto de vista de la democracia fue el detalle que coronó un compuesto integrado por datos tan singulares como el respaldo al genocidio practicado por el general Suharto en Indonesia y la provocación orquestada entre Turquía y Grecia para llevar al derrocamiento del gobierno de los coroneles en este último país. Sin olvidar el sentido de urgencia que imprimió a la dictadura militar argentina en el sentido de acelerar la limpieza de elementos subversivos antes de que expirara el plazo que tenía la gestión republicana de Gerald Ford y este fuera suplantado por un campeón de los derechos humanos, cual era Jimmy Carter.

La asignación de los Nobel de la Paz a menudo distorsiona su sentido. Y hace pensar en el universo totalitario imaginado por George Orwell en su novela 1984, universo regido por aforismos como “La libertad es la esclavitud”, “La guerra es paz” y, por qué no, como corolario de estos oxímoron, “La verdad es la mentira”… La orquestación comunicacional mide los diversos episodios que suceden en el mundo según un rasero que se aproxima al doble estándar estipulado por el novelista británico a través de una visión de un mundo habitado por el neolenguaje del doble pensamiento, en la cual la ficción se transforma en verdad y la verdad es la ficción. Es decir, el público es un ente cautivo del espectáculo mediático que la cuenta como debe pensar.

La guerra sin fin preconizada por George W. Bush al día siguiente del atentado a las Torres Gemelas es difícil que pueda proceder de otra manera. Hacen falta pretextos nobles para velar las verdaderas intenciones que subyacen a ellos. La democracia, la abolición de la sharia, la donación, vía militar, de los derechos de las mujeres musulmanas; la necesidad de reducir las bases de la misteriosa y quizá mítica organización terrorista Al Qaeda; la modernización de los hábitos de vida de afganos y pakistaníes y la irrupción de la cultura de los Macdonalds y la Coca Cola, son pretextos bajo los cuales se transparenta la verdadera naturaleza de los móviles que mueven al intervencionismo norteamericano: el petróleo, la conquista de emplazamientos geopolíticos privilegiados y, por sobre todo, la justificación de un aparato militar que mantiene en marcha la economía y se retroalimenta generando la guerra incesante.

El Nobel de la Paz concedido a Obama es otra de las tantas tonterías en que es fecundo el mundo de hoy. Recogido y cocinado por los medios de comunicación, siempre ávidos de novedades sensacionales que no significan nada pero que distraen al lector o espectador de los verdaderos problemas, la noticia se reciclará una y otra vez, hasta que el Presidente reciba el premio. Luego se lo olvidará piadosamente, mientras Obama seguirá enfrascado en el reino de la realpolitik, que no ofrece otra cosa que más de lo mismo en el Medio Oriente, en Africa, en el Asia central y en América latina.

A propósito, ¿sabían ustedes el último rumor? Otras cinco bases se sumarían a las siete que los norteamericanos usufructúan en Colombia detrás de la veladura de la autoridad militar colombiana sobre esas instalaciones. Mientras tanto “silencio de radio” acerca del golpe en Honduras y las andanzas de la IV Flota del Southcom, activada para vigilar las costas de América latina.

Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.

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