El retorno de Silvio Berlusconi al gobierno en Italia, como antes el acceso a este de Nicolás Sarkozy, en Francia, ambos portadores de un discurso de derechas, neoliberal, proestadounidense e imbuido de una xenofobia solapada, y el sostén de estos personajes y sus plataformas por una ancha franja del electorado, incluidos numerosos obreros, está hablando, más que del auge del pensamiento conservador, de la crisis del pensamiento de izquierda en los países del viejo mundo que más se habían ilustrado por su tradición de protesta social.
El neoliberalismo –o neoconservadurismo o neocapitalismo, como más propiamente se lo denominara en los albores de la década de Reagan y Thatcher- sigue campando por sus fueros en los países metropolitanos. Este fenómeno se funda en una compleja asociación entre la sociedad de mercado y el monopolio mediático, en el cuadro de un mundo donde ha desaparecido el contrapeso soviético y donde la militarización de las relaciones internacionales se exhibe manera cada vez más descarada en las regiones donde están en juego los reservorios de materiales estratégicos y el asentamiento en bases de gran gravitación geopolítica.
Nada de esto sería posible, sin embargo, sin la extinción de la gran corriente de pensamiento contestatario que había animado a las masas de Occidente a lo largo de un gran trecho del siglo XX. Es verdad que esta corriente se distinguió a menudo por su carácter moderado, consecuencia de su situación de privilegio en relación al grueso de la población mundial, pero persistía como tendencia ideológica y como dique contra las movidas más crudas del capitalismo. En ese contexto la frivolidad ínsita en las personalidades de Berlusconi y Sarkozy hubieran resultado intragables, no sólo para los sectores antisistema sino para el sistema mismo, que difícilmente se hubiera arriesgado a tolerar las salidas de tono, las faltas de educación y la ostentación de un rejuvenecimiento cosmético que ejerce el italiano, ni la exhibición de los avatares matrimoniales y extramatrimoniales del presidente francés.
Un discurso monocorde
Pero esta frivolidad no se desprende del cielo. Es la consecuencia del aprovechamiento, por parte del poder hegemónico, de la creciente concentración de la riqueza y de la monopolización de los medios de comunicación por unos pocos grandes conglomerados que instalan, con una apariencia de heterogeneidad, un discurso monocorde, cuyo objetivo es atontar a la población, distraerla de sus reales motivos de preocupación y abrumarla con una suerte de totalitarismo blando, que infiltra sus nociones de manera expresa o subliminal y que reemplaza a la propaganda política –es decir, a la transmisión de conceptos ideológicos y de problemas serios- por la publicidad política, la desinformación y la instilación, sutil o no, de un materialismo e individualismo banales, que todo lo impregnan con un relativismo que confunde la noción del progreso con la del hedonismo y la satisfacción de los instintos elementales. La facultad de los mass-media para invadir el ámbito doméstico y la ausencia de ocasiones y lugares donde poner en juego la presencia de multitudes movilizadas por una creencia consciente dirigida a la consecución de un objetivo, favorece esta atomización de la opinión pública.
Esta atonía no tendría lugar, de existir un discurso opositor que tuviera la atribución de elaborar una doctrina que asuma las contradicciones sociales, en vez de disimularlas y contribuir al juego a las escondidas que caracteriza a la dirigencia de centro izquierda respecto de los temas fundamentales.
El cataclismo
Es evidente que el hundimiento del bloque del Este significó un cataclismo, que paralizó con la evidencia de la caída del “socialismo real” a muchos de los que hasta ahí creían en la posibilidad de crear un mundo mejor a partir de las premisas de una redistribución radical de la riqueza. La memoria de los sangrientos errores del pasado, la aplastante mediocridad de las burocracias dirigentes, y la evidencia de que, en esas condiciones, el socialismo real no podía seguir el tren al dinamismo capitalista, coadyuvaron en el hundimiento del comunismo, impulsando hacia los brazos de la sociedad de mercado a muchos izquierdistas occidentales que ya estaban en muy buena disposición para hacerlo.
A los dirigentes socialdemócratas, en primer término, pero también a muchos de los que hasta ese entonces habían ostentado, de labios para afuera, un espíritu contestatario que se disolvió en forma rápida cuando se derrumbó el modelo soviético –al que no se habían tomado el trabajo de estudiar críticamente en las razones que explicaban sus altibajos.
En este escenario, quienes debían ser portadores de un mensaje a contracorriente trastrocaron este por la aceptación de la globalización capitalista y eligieron reemplazar su activismo en torno de las cuestiones sociales y económicas de fondo con un ruido progresista que hizo centro en la “antidiscriminación”. Racial, por un lado, y femenina, por supuesto, pero también en lo referido a la opresión contra gays y lesbianas. Así como contra “trabajadoras/trabajadores del sexo”.
Esta mezcla de asuntos no es muy saludable. La lucha por la igualdad racial entronca con la liberación de los países sometidos y de la masa social que aporta el trabajo más duro en las metrópolis privilegiadas. La liberación femenina, por su lado, es parte de un proceso decisivo para la configuración del futuro. Pero los otros puntos, amén de la necesidad que revisten estos temas en el sentido de que deben ser tomados en cuenta, no dejan de inducir a un relativismo moral y resultan menores en relación a los macroproblemas, como son el imperialismo, el hegemonismo norteamericano y su belicismo arrasador, y la destrucción (gradual y relativa, por ahora, en los países de la UE) de las fuentes de empleo y de los servicios de seguridad social.
Detrás de esta confusión está el sistema, pero también el naufragio de la izquierda, que no atina a proponer los temas eje que durante todo el siglo XX otorgaron un sentido a su pensamiento. De hecho, como se ha observado muchas veces, en los países metropolitanos se ha venido verificando un proceso de dilución de la izquierda y derecha tradicionales, que se han convertido en tributarias de un centro volcado hacia una u otra borda, pero en cualquier caso preocupado ante todo en mantener el estatus quo.
Y bien, lo que estuvo en el fondo de los movimientos contestatarios desde la Revolución Francesa en adelante, fue el dato contrario; es decir, la decisión de sacudir el estado de cosas a fin de promover cambios que produjeran una reforma drástica o una revolución. Ambas tendencias, en diverso grado, proponían en cualquier caso un cambio factual de gran envergadura.
La revolucionaria se proponía revertir la situación desplazando el eje de decisión de una clase social a otra; y la reformista entendía poder conseguir ese mismo resultado por un camino gradualista y que evitase los riesgos de la guerra civil; pero ambas corrientes juzgaban al mundo como injusto y no disimulaban su animadversión a la burguesía que lo controlaba.
La renuncia
Hoy en día, a poco que se sigan los debates políticos en la RAI o en algún otro canal europeo, se constata que, más allá de la tormenta y el escándalo que suele suscitarse en las confrontaciones, estas no excluyen una complicidad de fondo, ostensible no tanto en la evidente familiaridad que existe entre los protagonistas de la puesta en escena, sino en la naturaleza de sus propuestas. Estas son en esencia las mismas y van del neoliberalismo más franco, de parte de los expositores del centro-derecha, a una aceptación sesgada de sus proposiciones de parte de los exponentes del centro-izquierda.
Se discute en torno del seguro social, las jubilaciones, de la mayor o menor penalización del delito; sobre las políticas que son necesarias para contener la inmigración que asciende desde el mundo subdesarrollado, sobre las autonomías regionales y la facultad que las zonas más ricas tengan para recabar una parte más elevada de lo producido por los impuestos generados por ellas; pero se lo hace en una suerte de cámara neumática, que atiende a los procedimientos más que a los problemas. Estos, los temas de fondo que aquejan al mundo, incluso en sus regiones privilegiadas, no se tocan o si se lo hace es de manera oblicua y sin ingresar al centro del asunto.
La crisis del empleo, el hambre, la naturaleza intolerante y destructiva del capitalismo librado a sí mismo; los agresivos emprendimientos para recolonizar militarmente a las cuencas petrolíferas y los reservorios de recursos naturales no renovables, las bases militares fijadas por la fuerza en lugares que tendrían una proyección decisiva en el caso de futuras confrontaciones mundiales-, de eso no se habla.
Y si se lo hace, el diálogo finaliza debatiendo en torno de la mayor o menor fiabilidad de los mecanismos que son necesarios para mantener la casa en paz y a reducir a los “estados delincuentes” (cuya mayor culpa, en realidad, es no plegarse a los dictados del sistema imperante) a la obediencia debida.
Las confrontaciones esquemáticas, como la implícita en la teoría del choque de las culturas, son el alimento del que se nutre el centro derecha neoliberal, teorías cuya rusticidad y maniqueísmo se asemejan, en un registro más en sordina, a las aserciones del nazismo. Pues de esto se trata, de alguna manera: tras la autojustificación del imperialismo decimonónico que se absolvía a sí mismo con la excusa de una misión civilizadora, que Rudyard Kipling sintetizara en las estrofas de su famoso poema del White man’s burden (la carga o el fardo del hombre blanco), esta fue reemplazada por el reduccionismo nazi, que abolía hasta ese sentido de misión y transformaba el dinamismo occidental en la expresión de una excelencia racial (y, con más precisión, germánica) que no debía “elevar” a los pueblos “primitivos” sino explotarlos al máximo o aniquilarlos de forma lisa y llana, en aras del propio provecho y de la afirmación del más fuerte.
Cuando este desatino –que tenía al menos el mérito de carecer de hipocresía- cayó víctima de su propio delirio, por un tiempo el mundo bipolar obligó al capitalismo a conservar las formas en aras de no alienarse del todo los apoyos internos y externos que necesitaba para afirmarse contra el bloque soviético. Pero, tras el derrumbe de la URSS, el darwinismo social del imperialismo volvió por sus fueros. Esta vez a través de una manifestación sesgada, que de alguna manera retomaba las sugerencias kiplinianas. No tanto en la asunción del tema de la “cruzada” para liberar a las poblaciones primitivas de su escuálida realidad (las afirmaciones en ese sentido por George W. Bush y sus adláteres son demasiado groseras) sino en la famosa afirmación del escritor británico en el sentido de que “Oriente siempre será Oriente y Occidente siempre será Occidente”. Para los propagandistas del fin de la historia y de la guerra permanente que conviene a tal estado de cosas, nada mejor que ese dato para mantener activados los resortes militares que empujan a un belicismo abierto. En efecto, si se atiende a la teoría del choque de las civilizaciones, en algún momento u otro la incomunicabilidad de las culturas va a disparar choques fatales. La agresión, el distanciamiento hostil y los embargos comerciales son parte de un vale todo para sostener el estado de cosas, y la cobertura mediática que explota la inseguridad que presuntamente se deriva del flujo inmigratorio, sirve para mantener las premisas del mundo del privilegio y para acallar las protestas ante los miles y decenas de miles de vidas que se pierden en desesperadas travesías a través del Mediterráneo o del desierto de Arizona.
La emigración en busca de mejores condiciones de vida ha sido un componente del sistema capitalista, que este asumía con desenvoltura, pero hoy en día, la falta de equidad del sistema, que en otro momento servía para suministrar un ejército de reserva para el trabajo mal pago, se está convirtiendo en una espada de Damocles que pende sobre este, en razón de lo circunscripto del espacio físico de que disponen las naciones ricas y de lo desigual de una tasa demográfica que disminuye en estas y crece sin cesar entre la población inmigrada y en el resto del mundo.
Para el centro izquierda europeo estos problemas son objeto de una condena moral, a la vez que de un trasiego propagandístico que busca no contrastar demasiado con la propensión a la xenofobia que el aumento de la inmigración proveniente del Africa y otros lugares produce en amplias franjas de las clases populares europeas. Esta timidez, este acomodamiento, desconciertan a quienes perciben más o menos confusamente la iniquidad del presente y requieren de dirigencias que puedan orientarlos.
Estos sectores, decepcionados por sus representantes naturales, tienden a replegarse hacia el abstencionismo o, peor aun, hacia el apoyo a las formulaciones del centro derecha, que al menos tienen el mérito de ser consecuentes respecto de sus postulados. Lo que proclaman, lo llevan a cabo. Para desdicha de buena parte de su clientela.
En el apocamiento de la izquierda y en su cada vez más grande propensión a las actitudes acomodaticias, hay una dimisión de las propias responsabilidades, originada en parte por el provecho que extraen de ella al representar el papel de “la leal oposición a Su Majestad” y, por otro, la asunción de los puntos de vista del enemigo en lo referido a la comprensión de la historia del siglo XX.
¿Fracaso o derrota?
Los defensores del estado de cosas y del inmovilismo político, sea en la derecha como en la izquierda, ven a la tremenda peripecia del siglo de las guerras mundiales la victoria del capitalismo y el “fracaso” del comunismo. Ahora bien, si hay victoria de una parte debe haber una derrota en el otro, pero no necesariamente un “fracaso”. Esta distinción semántica no es gratuita pues, como lo afirma Domenico Losurdo, el “fracaso” implica un juicio negativo total, mientras que una “derrota” supone un juicio negativo parcial, “que hace referencia a un contexto histórico determinado”.i Un fracaso conlleva resignación, acomodamiento, fuga de los problemas, mientras que una derrota puede servir para aportar experiencia, a fin de volver a librar batalla.
La historia es un proceso de aprendizaje. Durante todo el siglo XX la opción socialista promovió –a un costo a veces terrible, es cierto- modificaciones de fondo y en esencia progresivas, no sólo en los países en los cuales logró imponerse, sino también en las naciones capitalistas que la confrontaban, pues las fuerzas dominantes en ellas debieron transar ante la amenaza que significaba, obligándolas a ceder un espacio a los sectores populares de los países centrales y a las masas y a los países que pugnaban por liberarse del yugo colonial. En ese largo recorrido el bloque del llamado socialismo real y las naciones del tercer mundo que pugnaban por librarse del colonialismo y del neocolonialismo hubieron de afrontar hostigamientos feroces, que incluyeron guerras, desestabilizaciones, golpes de Estado y sacrificios humanos a enorme escala, que repercutieron a su vez en la andadura de esas experiencias, impidiéndoles consolidarse y constriñéndolas finalmente a la derrota por el peso específico de la carrera armamentista y por la incapacidad del socialismo real de romper el círculo vicioso de la constricción burocrática, para remontarse hacia el círculo virtuoso del crecimiento en libertad.
La constatación de estos hechos, la recuperación del sentido del valor del nacionalismo en el seno de los países oprimidos –con frecuencia negado por los partidos comunistas que daban la espalda a los esfuerzos de estos por liberarse, en razón de su estricta obediencia a la URSS, que traicionaba esas tentativas en razón de sus propios intereses en el juego global de las relaciones de poder-; la capacidad para deshacerse del peso de una estrecha visión eurocéntrica y la preocupación por encarar el futuro fundándose en la experiencia del pasado a fin de evitar sus errores y aprovechar sus saldos positivos, pueden suministrar un nuevo punto de partida a las izquierdas metropolitanas.
Es imposible deshacerse de cierto escepticismo respecto a esto, sin embargo, al menos en lo referido a Europa. Se tiene la sensación de que los vientos de cambio que están gestándose como consecuencia de la insostenibilidad del modelo neoliberal en el tercer mundo, podrían más bien suscitar un eco en los Estados Unidos, cuya sociedad compartimentada en secciones –blancos, hispanos, italianos, negros- posee contradicciones explosivas y donde están muy arraigadas unas tendencias democráticas que, en caso de superarse las barreras impuestas por el conformismo y la manipulación de la opinión, ejercida por la conjunción bipartidista cuyos polos que se alternan en el gobierno, podrían gestar sobresaltos de gran importancia, capaces de romper la costra que comprime a un pueblo en muchos sentidos excepcional.
Ninguno de estos potenciales desarrollos se hará comprensible si no se los enmarca en la evolución del momento internacional, de la confrontación latente entre las grandes potencias y de la rebelión de las regiones subordinadas del planeta contra el sistema que las oprime. El problema social es inseparable de este proceso.
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i Domenico Losurdo, ¿Fuga de la historia?, Ediciones Cartago, Buenos Aires, 2007.