Este jueves se cumplen 60 años de la revolución china, sin duda uno de los acontecimientos señeros del siglo XX y expresivo de una compleja combinación de socialismo y nacionalismo que todavía no parecen haber terminado de fraguar sus diferencias en el seno de una sociedad que, desde entonces, se ha convertido en la segunda potencia mundial, con crédito suficiente para especular acerca de si será o no la potencia dominante en esta centuria.
Ubiquémonos en el momento en que Mao Tsé Tung ingresa a Pekín al frente del Ejército Rojo. Los viejos imperios coloniales de Gran Bretaña y Francia todavía mantenían gran parte de sus posesiones, pero ya eran incapaces de sostenerse en ellas, exhaustos después del esfuerzo cumplido en la guerra mundial. El mundo se dividía entre un occidente capitalista, piloteado por Estados Unidos, y un oriente comunista. Este último se encontraba sometido a la égida burocrática del régimen del brutal Josif Stalin, quien había eliminado a la vieja guardia bolchevique, había manipulado las esperanzas que había suscitado en el plano internacional “el gran resplandor al Este” y había construido la potencia soviética a través de métodos administrativos de una ferocidad sin par, pasando luego por una guerra victoriosa contra Alemania que había costado 20 millones de muertos. Como señala Isaac Deutscher, “a veces el ruso moderno se aparece como una combinación sin precedentes de esclavo y de héroe prometeico”. La URSS había igualado hacía poco a Estados Unidos en lo referido al dominio de la tecnología nuclear, dando así nacimiento a una prolongada guerra fría a la que salvaba de transformarse en caliente el terror que ambos contendientes sentían acerca de las capacidades destructivas de su enemigo.
Este estatus quo era imposible de sostener en los países de la periferia. La revolución colonial estaba en marcha y no se iba a detener porque Rusia y Estados Unidos se temieran mutuamente. De modo que las dos superpotencias encontraron en ese conflicto un lugar propicio para dirimir sus diferencias a través de terceras personas, y también para controlar a estas últimas a fin de forzarlas a mantenerse dentro de límites que no vulnerasen sus intereses de parte. A la larga, esta dialéctica terminaría esterilizando a muchos movimientos que, alboreando los años cincuenta, prometían mucho más de lo que en definitiva dieron. Como la revolución árabe, por ejemplo.
China era un caso diferente, sin embargo. Su extensión, su población y su historia, y el rango que alcanzara en el pasado, antes de encerrarse en el aislamiento impuesto por la dinastía manchú, hacían de esa nación humillada por el ascendente predominio de Occidente, un factor difícil de manejar para el imperialismo. La experiencia de las guerras del opio, la destrucción del precario equilibrio de una sociedad tradicional -siempre propensa a las hambrunas- por la injerencia del capitalismo occidental; la caótica fragmentación que se produjo después y donde florecen los “señores de la guerra”, pequeños jefes militares locales que remedaban una especie de feudalismo degenerado; la aparición de una “burguesía compradora” que, lejos de proveer al desarrollo, se transformaba en el trampolín desde donde se lanzaban los capitales extranjeros y se erigía al modo de una casta intermediaria enriquecida con la especulación y el tráfico de mercancías, tensaron la situación hasta que la sociedad china se partió en fragmentos. Hacía falta un principio ordenador y capaz de generar riqueza. Pero, ¿dónde se podía encontrar a este? No por cierto en la oligarquía de los comerciantes portuarios. La burguesía china, al ser “compradora”, no era burguesa en absoluto.
Hubieron de ser el proletariado y sobre todos, el campesinado chino los que, bajo la dirección de una vanguardia política que se inspiraba en el ejemplo de la revolución rusa, iniciaron una larga marcha que duraría 23 años y que culminaría con la toma del poder por el partido comunista. Forjado en la lucha contra los “señores de la guerra” y contra el ejército del Kuomintang (1), el PC chino también hubo de enfrentarse con la invasión japonesa, frente a la cual se evidenció como un combatiente infinitamente más decidido que su rival.
Pese a la brutal represión de que fueron objeto en 1927, los comunistas se reorganizaron bajo el liderazgo de Mao e hicieron del campesinado el eje cardinal de su lucha por sobrevivir. Esa lucha se desdoblaba en el combate al enemigo interno (con altibajos por treguas inducidas desde Estados Unidos para mejor luchar con la invasión japonesa) y en la guerra que se llevaba adelante contra esta. Después de la derrota del Imperio nipón la guerra civil se desató a pleno. De forma sorpresiva, el ejército más pequeño y peor armado, pero dotado de una fibra moral muy superior al de su adversario, tuvo razón sobre este y en un par de años barrió el país, expulsando al corrupto gobierno del Kuomintang, que se beneficiaba de un apoyo masivo de parte de Estados Unidos, hacia Taiwán, al otro lado del estrecho de Formosa, como se denominaba por entonces también a la isla.
Esta victoria se forjó casi en soledad, pues Stalin aun pensaba poder congraciarse con Estados Unidos, del cual el Kuomintang era lacayo, o al menos no provocarlo. Pero sobre todo desconfiaba de la independencia de criterio de Mao y los suyos, que manifestaban un respeto exterior a las directivas del partido ruso, pero hacían en realidad lo que les apetecía. El ímpetu de los ejércitos comunistas chinos, en consecuencia, se mantuvo sobre todo en base al aprovisionamiento de armas que efectuaban en los depósitos de sus enemigos; buena parte de esa cosecha fue fruto de la corrupción de los mandos del Kuomintang, que mercadeaban las armas que recibían de Estados Unidos.
La originalidad china
Los 60 años de régimen comunista que desde entonces han corrido en China, fueron influidos por esta factura original: la de un fenómeno que al menos durante un tiempo supo mantener el credo de radicalismo igualitario de la vertiente ideológica suministrada por el marxismo, fusionado con una intransigencia nacionalista decidida a defender una vía propia para el comunismo. El progreso fue indiscutible: se terminó con las hambrunas recurrentes, se mejoró muchísimo el estatus sanitario de la población y la educación se hizo accesible para todos o casi todos. El núcleo problemático de las confrontaciones internas fue resuelto de forma provisoria por el peso de la personalidad de Mao Tsé Tung, quien intentó conciliar los datos de la democracia plebeya con las exigencias del partido monolítico, la gestión de un Estado moderno con la lucha contra el anquilosamiento burocrático y la adecuación a la realpolitik con la soberanía respecto de las imposiciones externas.
En el plano interno, mientras Mao estuvo al frente del proceso, este intento de mantener el equilibrio entre los factores sociales llevó a conseguir éxitos notables, a generar errores catastróficos y a incurrir en abruptos cambios de ruta que pusieron patas arriba a la sociedad, desconcertando a los observadores propios y extraños. La Campaña de las Cien Flores, el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural fueron intentos espasmódicos, sucesivos y contradictorios por liberalizar el régimen, por industrializarlo a partir de pautas artesanales y por reducir a la oposición partidaria con métodos propios del terrorismo ideológico. Los tres se saldaron con fracasos, pero pese a todo China siguió creciendo, hasta generar una situación que requería de un nuevo ordenamiento. Este llegaría después de la muerte de Mao en 1973, cuando los tecnócratas del sistema se hicieron con las palancas del poder e impusieron en forma gradual un retorno a la economía de mercado, retorno sin embargo marcado por un fuerte control estatal y por el deseo del partido, en trance de reconversión a una suerte de neoburguesía, de no incurrir en las barbaridades de la reversión rusa posterior a la caída del Muro, que convirtió a buena parte de la nomenklatura en ricos de nuevo cuño y favoreció el crecimiento de una neoburguesía mafiosa.
La crisis mundial golpea hoy el modelo chino, incrementando también las preocupaciones respecto de los problemas de la defensa pues Estados Unidos, autopropuesto como candidato a ejercer la hegemonía mundial, no deja de realizar movimientos que apuntan a cercar a sus adversarios de la guerra fría. China ha dado muestra de una gran elasticidad para regular sus movimientos en el ámbito exterior. En la época de Mao no vaciló en romper con su aliado ruso cuando este intentó doblegar su resistencia en torno al programa nuclear, a sus disputas fronterizas con la India y a la concepción de la revolución permanente, pronto desdoblada en conflictos de límites con la URSS que alcanzaron su pico más alto en la batalla por la isla Demanski, en el río Ussuri, tras la cual se produjo una espectacular inversión de alianzas. China se asoció con Estados Unidos y de su mano accedió a las Naciones Unidas y al Consejo de Seguridad y a las masivas inversiones de capital. En la actualidad aquella conflictividad con Rusia parece haberse disipado, tanto por la difuminación de los contornos ideológicos del conflicto como por la percepción que los dos países tienen del proyecto hegemónico norteamericano. Rusia y China han vuelto a aproximarse ante la común amenaza que perciben de parte de Estados Unidos. Son, hoy, los pilares del Grupo de Shangai, nucleación que apunta a una colaboración regional multifacética entre Rusia, China y una serie de países del Asia central, pero que tiene asimismo un rasgo específico en lo referido al ámbito militar. En el control de la “isla mundial” –o al menos en la negativa a entregarlo a una potencia extraña a la región- parece ocultarse el núcleo de esta alianza implícita entre dos de las tres mayores potencias del planeta.
Ahora bien, no hay política exterior que dure mientras esta no se base en un consenso interno en torno de la legitimidad del poder que la ejerce. El capitalismo autoritario puesto en marcha por el gobierno chino, que devuelve su papel a la economía de mercado aunque sometiéndola a un régimen de seguimiento cercano, ha multiplicado exponencialmente la riqueza de la nación. China ha dado pasos de gigante en el rubro técnico y su capacidad militar moderna la aproxima a la de las mayores potencias de Occidente, con excepción de Estados Unidos. Pero ha generado también, sin embargo, una serie de desigualdades profundas que no se registraban desde la época prerrevolucionaria. Como la fractura cada vez más marcada entre el oriente industrializado y el occidente predominantemente campesino. La agitación obrera y estudiantil crece y está sometida a la represión gubernamental. En este sentido, como observa Maurice Meisner (2), los gobiernos comunistas han servido bien los intereses del capitalismo chino (y a los intereses monetarios de los burócratas empresarios), eliminando las agrupaciones sindicales independientes a medida que iban apareciendo, y enviando a presidio o al exilio y, en ocasiones, ejecutando, a los activistas gremiales.
Decía un chiste que “el comunismo es el camino más largo para llegar al capitalismo”. China y Rusia parecerían justificar la veracidad de esa boutade. Pero la educación de la clase obrera y en general de las clases populares en el seno de unas sociedades en su momento expresivas de una tendencia igualitaria, podría dar al traste con esta irónica profecía y poner en marcha la predicción de Marx en el sentido de que el capitalismo fabrica a sus propios enterradores. En China, en especial, capitalismo y comunismo, nacionalismo y socialismo, conforman una combinación expresiva de la condición bifronte de una revolución en proceso de síntesis. La cuestión será averiguar si puede lograrla.
1) Este movimiento, en un principio revolucionario, fue fundado por Sun Yat Sen en la esperanza de que fuese una réplica del Partido del Congreso indio para combatir la ocupación extranjera. Empero, su sucesor Chiang Kai Shek pronto se asustó del insurrección campesina que amenazaba a la propiedad agraria y se espantó por el respaldo que el Partido Comunista se orientaba a dar a esa tendencia, desatando contra él una persecución implacable.
2) Maurice Meisner: La China de Mao y después, Editorial Comunicarte, Córdoba, página 694.