El cine italiano se había alejado de los grandes temas que hicieron su gloria. El neorrealismo y el realismo crítico de una pléyade de grandes cineastas marcaron a fuego el cine de los años 40, 50 y 60. Las miradas de De Sica, Zavattini, Rossellini, Visconti, Fellini, Antonioni, ayudaron a interpretar la sociedad contemporánea; desde un prisma italiano, por cierto, pero con una capacidad de alcance que tocaba a todo el mundo. Y junto a ellos hormigueaba una serie de realizadores que, sin alcanzar el rango de las grandes figuras nombradas, poseían una nobleza expresiva y una capacidad de compromiso con la realidad que componían, junto al cine de los grandes maestros, un documento sobre nuestra época que discurría sobre el doble andarivel del testimonio privado y las coordenadas sociales. Ambos se reflejaban entre sí, brindando no sólo entretenimiento sino un saludable ejemplo de compromiso con la realidad. Luigi Zampa, Alberto Lattuada, Alessandro Blasetti, Dino Risi, Francesco Rossi, Giuseppe de Santis, Luigi Comencini, Renato Castellani, Mario Monicelli, un poco después el estupendo Valerio Zurlini, remitían a un cine inserto en un mundo concreto y que se proponía testimoniarlo con diversos grados de sutileza. La salida del mundo de la posguerra y el gradual afirmarse de las pautas de la sociedad de consumo diluyeron bastante de la carga crítica del neorrealismo y lo fueron transformando en una suerte de neorrealismo rosa que hacía de la comedia su plato preferido, pero en cualquier caso el cine italiano conservaba cierta agudeza y preocupación por los temas colectivos.
Esa preocupación quedó relegada, en las décadas finales del pasado siglo, por una producción de tono menor, de la cual por supuesto escapaban figuras de punta como Nanni Moretti o el mismo Roberto Benigni, pero donde incluso para estos realizadores el examen coyuntural de la realidad era el predominante y tendía a relegar la mirada abarcadora que considerase las determinaciones esenciales de la humanidad y su conexión con la dialéctica social. Quizá es lógico que sea así, pues la dispersión y la dilución del sujeto humano en la sociedad de mercado pasa precisamente por la pérdida de la conciencia respecto del peso de la historia, y por una separación creciente entre el ser y la esencia de las cosas.
En este contexto aparece, a contracorriente, la figura de un director para nosotros nuevo: Marco Tullio Giordana, de quien se estrenó en Córdoba, esta semana, su película Vidas privadas, absurdo título que reemplaza al original italiano Sangue pazzo, o sea “sangre loca”, un calificativo siciliano que sirve para designar a un individuo propenso a los arrebatos de carácter, a la irresponsabilidad, al disparate autodestructivo. En síntesis, algo parecido a lo que en español se denomina como un “bala perdida” o un “balarrasa”.
Giordana ya nos había sorprendido con un formidable filme para la televisión, La meglio gioventú. Esa película, que no sabemos si se ha exhibido en salas, pero que circula en DVD y puede encontrarse en los comercios del ramo, es un fresco de la sociedad italiana –y por extensión, europea- de los años 60 y 70, marcados por la revolución cultural y la revolución sexual, el mayo francés y las rabietas juveniles de quienes protestaron contra el sistema sin disponer de ideas claras (“tomo mis deseos por realidades, pero creo en la realidad de mis deseos”, rezaba un lema pintado en la Sorbona). Esta suerte de anarquismo hedonista remató sin embargo, en algunos casos, en la aventura terrorista de las Brigadas Rojas italianas o el Frente Rojo alemán, que se cobraron o pagaron un precio de sangre en aras de una radicalización voluntarista de lo que en el fondo no era otra cosa que el subjetivismo propio de una protesta adolescente.
El filme de Giordana pintó un cuadro extraordinariamente animado y vívido de ese período, usando a dos hermanos como testigos-protagonistas de ese desarrollo. Uno de ellos es un individuo que comparte las aspiraciones a la liberación social que era propia de esos años, pero temperadas por el buen sentido y por una disposición amigable hacia el mundo. El otro es un radical que busca un sentido a las cosas y termina decantando su deseo de servir en una solución autoritaria: elige formar parte del cuerpo de élite de la policía para introducir el orden a palos en un mundo que ha perdido el rumbo. De más está decir que es el menos ambicioso el que sale mejor librado. Del conjunto emerge una galería de tipos sociales, animados todos por una cálida individualidad, que hacen de esta película uno de los mejores –si no el mejor- productos del cine italiano en varias décadas.
La memoria del pasado
Giordana se preocupó pues, en ese filme, de reflexionar sobre la realidad de nuestro tiempo en el seno de un mundo calificado por la alienación derivada del consumo. Fue un filme contemporáneo en todos los sentidos. Ahora, en Sangue pazzo, se ha lanzado a explorar una realidad más distante, en la cual, sin embargo, pueden escucharse sonoridades que siguen siendo nuestras. Como la decadencia, la locura del poder, la ferocidad tumultuaria, la hipocresía y el arribismo, distribuidos en tirios y troyanos, pertenecientes a todos, más allá de la justicia, la injusticia y la ideología que enarbolen unos u otros. “El hombre es el lobo del hombre”. Pero, al mismo tiempo, es el sujeto que debe elegirse frente a la situación social. Cuando no puede hacerlo suele convertirse en la marioneta de las potencias a que nos referimos; en una hoja en la tormenta, para decirlo en las palabras de Ling Yutang.
Sangue pazzo es una película sobre el cine, sobre su fascinación masiva, sobre el desequilibrio que esas características pueden inducir en quienes están envueltos en él y sobre los riesgos que entraña cuando le toca moverse en situaciones límite, en momentos en que la voracidad del poder exige su alimento y la fascinación del público puede convertirse en odio. Esa fue de alguna manera la trayectoria de Benito Mussolini, que en cuatro años pasó de ser el idolatrado Duce de la Piazza Venezia de Roma al odiado despojo colgado de un gancho de carnicero en el Piazzale Loreto de Milán.
La historia –real- de los dos protagonistas del filme de Giordana repite esa parábola mortal, haya sido o no el realizador consciente de esta trayectoria, digamos, balística. Luisa Ferida y Osvaldo Valenti fueron en los hechos las figuras emblemáticas del cine italiano de los años 30 y primerísimos 40, de la época de los “teléfonos blancos”, nombre devenido de un dato escenográfico presente en todos los melodramas y comedias dramáticas ambientadas en escenarios lujosos y artificiales, referidos a un género hollywoodense que se pretendía imitar. Pero no sólo de artificiosidades vivió ese cine, pues junto a esa proclividad escapista se realizó un trabajo muy cuidadoso de los aspectos formales y figurativos, de la escritura de los diálogos y del montaje. Todo en un clima de tolerancia recíproca entre artistas fascistas y otros que no lo eran tanto o no lo eran en absoluto, del cual saldría, en definitiva, la formidable floración neorrealista de la posguerra.
La peripecia de Luisa Ferida y Osvaldo Valenti fue durante mucho tiempo un tema tabú para el cine italiano. Muy atado al mito de la Resistencia como elemento fundador de la democracia, se hacía difícil volver sobre dos figuras que encarnaron al cine del régimen y que en cierto modo sirvieron de chivos expiatorios de los pecados cometidos por muchos. Ferida y Valenti se convirtieron en amantes a finales de la época de apogeo de fascismo. Cuando el régimen se derrumbó tomaron partido por la República de Saló, el miniestado instalado por Mussolini a orillas del lago de Como, más por imposición de Hitler que por otra cosa. La guerra civil que siguió a esa institucionalización se cobró alrededor de 40.000 muertos y, una vez derrotada Alemania y liberado el norte de Italia, fue seguida de unas semanas de “depuración” de elementos fascistas o presuntos tales que también se llevó por delante a miles de vidas. Valenti y Ferida, que participaron del intento de construir una nueva Cinecittá en Venecia, en la zona controlada por los nazis, se contaron entre esas víctimas. Según cuenta la película fueron sometidos a parodia de juicio y fusilados en un callejón en Milán, a fines de Abril de 1945, a pesar de que Ferida estaba embarazada.
Giordana cuenta su historia con una noción muy libre del tiempo, con constantes backups y flashforwards que rompen la secuencia cronológica de la historia, pero no por capricho o sensacionalismo narrativo, sino en aras de una síntesis argumental imposible de lograr de otra manera: las vidas de los protagonistas se entrecruzan con los motivos del trabajo, el cine, la decadencia moral, la protesta contra esta –el ministro fascista de Cultura que se suicida-, el compromiso político antiautoritario y los rasgos personales de dos individuos que, en especial en el caso de Valenti, tiene ribetes narcisistas y autodestructivos complicados con un desprecio monumental por sus semejantes. Drogadicto –como muchos otros de sus colegas, sospechamos, que sin embargo murieron en olor de santidad- vive siempre al borde del abismo y hace gala de un cinismo irreverente que, empero, no excluye los gestos de generosidad. El problema es que con él nunca se sabe si está viviendo o representando: parece confundir el set con la vida y su personaje termina atrapándolo en un tejido de contradicciones donde la ficción se hace realidad y viceversa. En la escena del juicio Sturla, el asistente de Valenti, que ha escapado al fusilamiento aceptando el papel de delator, tras negar que su jefe sea un torturador y sabiendo que de su contestación depende su propio rescate, no termina de definirse cuando se le pregunta si Valenti es un fascista: tras revolverse en su asiento afirma entre lágrimas que Valenti es… ¡Sandokan, el pirata de la Malasia!
Giordana demuestra no poco coraje al meterse con este asunto. La Doxa del sistema condena al fascismo como irrevocablemente pecaminoso. Fue por cierto un fenómeno irregular, imperialista e inaceptable para una visión progresiva del mundo, que terminó arrastrando a Italia a una catástrofe que podía haber evitado; pero en el ambiente que se gestó a lo largo de su prolongado predominio las cosas estaban llenas de matices. Como el mismo personaje de Valenti se encarga de exponerlo en el diálogo o más bien monólogo que tiene con Golfiero, su amigo-enemigo que combate en la Resistencia, al que rescata de una situación apurada valiéndose de su rango de teniente en la Decima Mas. (1)
Sangue pazzo tiene, como hemos dicho, una sólida andadura narrativa. Párrafo aparte para las interpretaciones, impecables en la generalidad de los casos, excelente en Monica Bellucci, como Luisa Ferida, y estupenda en Luca Zingaretti, como Osvaldo Valenti. La imagen final del filme, con una cinta de celuloide (el único y en suma ignoto esfuerzo de Valenti como realizador) arrastrado por un niño cerca del lugar de la ejecución, es una metáfora transparente pero no por eso menos eficaz, de las servidumbres con que el barro de la historia puede manchar a los oropeles del arte.
1) Acrónimo de Decima Flottiglia Mezzi d’Assalto, unidad de élite de la marina italiana durante la segunda guerra mundial, reconvertida luego en una división de infantería de marina que combatió a los aliados y a los partisanos de 1944 a 1945.