El presidente Zelaya se ha alojado en la embajada brasileña en Tegucigalpa. Se ha “alojado”, no se ha “asilado”, diferencia esta que el canciller brasileño ha cuidado bien remarcar. Asilo podría entenderse como una situación técnica frente a la cual el gobierno de facto de Honduras podría simplemente conceder la extradición del sujeto asilado, con lo que Zelaya habría de abandonar su país y refugiarse en Brasil. En tanto es un presidente alojado sigue gozando de sus derechos como individuo en el marco de una extraterritorialidad diplomática: la embajada es territorio brasileño en el centro de la capital hondureña, con lo cual cualquier intento de apresamiento implicaría un acto de hostilidad mayor contra el país que lo hospeda. O que, en cierta manera, lo invita.
Como nadie es inocente en este mundo, resulta improbable que Zelaya se haya presentado a la puerta de la representación brasileña sin un guiño previo de Itamaraty, en un paso tal vez convenido previamente con Venezuela. No tiene nada de raro, por consiguiente, que de pronto algunos comentaristas se hayan preocupado por la ruptura de la tradicional línea diplomática brasileña que excluye cualquier injerencia en los asuntos internos de otros países. Estos analistas, que no tienen el menor empacho en justificar las guerras que emprende Estados Unidos en Irak, Afganistán y muchos otros rincones del globo, señalan que la actitud brasileña podría ser vista por otros países latinoamericanos como una actitud intervencionista y como una amenaza por sus socios menores en la Unasur. Así opina, por ejemplo, Rodrigo Mallea, un analista político de Brasil cuya opinión es reproducida por La Nación, de Buenos Aires, en su edición electrónica de hoy.
Esto es una broma, que finge ignorar además los requisitos de la realpolitik. El golpe de estado realizado en Honduras contra el presidente constitucional tiene, además de motivos intrínsecos a la sociedad hondureña (el deseo de la clase latifundista de mantener sus privilegios) un móvil poderosísimo y sin el cual no podría haberse producido: las intrigas del Southcom y del aparato de inteligencia norteamericano que desean precaver una mayor influencia del Alba en la zona y, al mismo tiempo, abrir el juego a la reposición de las políticas del big stick que la Unión ha practicado asiduamente en América latina.
Como dijéramos en notas recientes, el viraje del sostén a las democracias formales de parte de Estados Unidos, al rechazo de la gradual transformación de estas en democracias efectivamente populares, se está manifestando de manera cada vez más acusada. Ahora bien, este desarrollo era previsible; lo más novedoso –y alentador- de la actual situación es la actitud brasileña, que coincide, matices aparte, con la de Venezuela, Argentina, Bolivia y Ecuador, atreviéndose a tomar iniciativas que, aunque prudentes, significan la disposición del bloque sudamericano para asumir conductas dirigidas a revertir las coordenadas de la ofensiva imperialista. Brasil también se siente amenazado por el dinamismo norteamericano en la región, que tiene al control directo o indirecto de la Amazonia como su objetivo mayor. Ante la pasividad de la Casa Blanca frente al golpe de estado hondureño y al carácter puramente retórico de su condena, Brasilia da un paso práctico que saca a la situación del impasse en que se había sumido y pone en movimiento un tablero diplomático en el cual los protagonistas del juego habrán de movilizarse.