Falta aun el debate en el Senado, que se anuncia difícil aunque no imposible, pero el primer gran paso está dado: la ley de Medios recibió la sanción de Diputados. Se dio en un clima significado por tres cosas: la histeria de los grandes monopolios de la comunicación, que no vacilaron en deformar, envenenar y torcer la información sobre el tema que se discutía; la complicidad o el oportunismo de la oposición más cerril o vergonzante al gobierno, y la apertura de este a una flexibilidad inhabitual en él pero que es el paradigma de la política, cuando se trata de combinar en ella no contraposiciones insalvables sino proyectos compatibles.
Todos los escribas y voceros del sistema, azuzados por sus amos, que no son otros que los dueños de los medios integrados al establishment que ha mantenido al país en la dependencia y el atraso determinado por esta, suministraron –y con toda probabilidad continuarán haciéndolo, a menos que crean poder encontrar un mejor acomodo- las pautas de sensacionalismo y alarmismo que entienden son necesarias para atontar a la opinión, sometida desde hace décadas a un bombardeo que apunta a desinformarla, amedrentarla o idiotizarla para hacer tabula rasa de cualquier atisbo de conciencia crítica. Los gigantes de la comunicación pretenden que este proyecto de ley está dirigido a suprimir la libertad de prensa como si esta, en las actuales condiciones, no fuese otra cosa que la libertad de empresa, mientras que la libertad de expresión se encuentra aherrojada por la imposibilidad de manifestarse que padecen los periodistas que no comulgan con el sistema y por el abrumador predominio que los medios monopólicos ejercen en el mercado, aplastando o estrechando los márgenes de audiencia que puede llegar a tener un discurso alternativo.
La oposición política, o mejor dicho sus exponentes más en vista y más claramente alineados en contra de esta ley, han dado por su parte muestras de una mezquindad deplorable. Ni siquiera fueron capaces de afrontar la votación, que sabían les sería adversa, y prefirieron hacer mutis por el foro inflándose de una indignación retórica. Imitaron así la fuga de Carlos Menem de la segunda vuelta en las presidenciales de 2003, cuando quiso minar con su huída de una confrontación electoral que sabía perdida, la legitimidad de las autoridades que saldrían de los comicios.
El otro punto importante de la peripecia política acaecida esta semana es la flexibilidad puesta de manifiesto por el gobierno de Cristina Kirchner para compaginar aspectos discutibles de la ley con la crítica que respecto a estos formulaban sectores de la oposición de centro izquierda. En estos también cupo registrar una madurez que mucho necesitaban después de su desempeño, demasiado parecido al oportunismo, que habían tenido en ocasión de la votación sobre las retenciones al campo. Las divergencias y las coincidencias de fondo en torno de políticas de Estado entre fuerzas que comulgan en ciertos puntos básicos respecto del desarrollo nacional, merecen ser tratadas de acuerdo a criterios estratégicos. En este sentido la corrección de puntos centrales de la ley, cuestionados por el progresismo, se reveló inteligente e infinitamente saludable: no sólo permitió la aprobación de la iniciativa, sino que cerró en esta algunas de las brechas por las que podrían haberse colado intereses que, a la postre, resultasen nocivos a los fines de la nueva ley.
Da la sensación de que el Frente de la Victoria está redescubriendo la política, empezando a comprender que no hay mejor defensa que un buen ataque y que la composición de un frente amplio con fuerzas afines es indispensable para llevar adelante cualquier proyecto a mediano o largo plazo. Iniciativas como las tomadas a propósito de Aerolíneas, las AFJP, la Lockheed y ahora la ley de Medios, empiezan a parecerse, tomadas en conjunto, al atisbo de un plan de ese carácter. Cuánto se debió, en esta temperancia que parece haber aprendido el gobierno, a la superioridad de la muñeca política de Cristina respecto de la de su marido, es cosa que no puede saberse. Pero esperemos que la tendencia persista.
Sordos ruidos oír se dejan
Otro tema muy importante de la semana, aunque haya pasado un poco desapercibido por la prioridad que se dio al debate en torno del tema mediático, fue el fracaso de la reunión de los ministros de Relaciones Exteriores y de Defensa de la Unasur, que tuvo lugar en Quito, para garantizar que las tropas norteamericanas que se han estacionado en Colombia no incursionarían fuera del territorio de ese país. Colombia se negó a firmar la proposición.
La pretensión de ella era modesta, si se tiene en cuenta que lo que en realidad debería pedirse sería la sanción de un principio por el cual no se consienta la instalación de bases militares de parte de poderes extrarregionales a Suramérica. Pero aun así el compromiso de no desbordarse fuera de los límites del área donde un país puede considerarse soberano, hubiera sido un logro más que interesante. El gobierno colombiano no prestó su acuerdo a esta pretensión y ello resulta inquietante. Las declaraciones que Hillary Clinton formuló, en práctica simultaneidad a ese fracaso, en el sentido de que se advierte una carrera armamentista en América latina de la que responsabilizó al gobierno de Hugo Chávez, amén de ser cínicas tienen una resonancia siniestra. La secretaria de Estado estadounidense no ignora que las compras de armas de Caracas ascienden a un monto inferior al gasto militar que efectúan otros países de la región, en primer lugar Colombia, que recibe asistencia norteamericana en ese rubro desde hace muchos años. La situación de asedio en que se encuentra el gobierno de Hugo Chávez respecto de Estados Unidos, que intentó voltearlo hace unos pocos años a través de un golpe de Estado, justifica la búsqueda de reaseguros en materia de pertrechos militares de parte del gobierno de Caracas.
La escalada belicista no es originada por Venezuela. Reside en un proyecto geopolítico norteamericano que no piensa renunciar a la primacía que se ha asignado respecto de lo que entiende debe ser su “patio trasero”, al que quiere a la orden de sus propios intereses. Después del estrago, de la felpeada de los años ’70, cuando cortó manu militari los brotes guerrilleros que habían brotado al conjuro de la revolución cubana, la influencia norteamericana reinó a la sombra de unos gobiernos elegidos de acuerdo a una fórmula que aparentaba una pluralidad democrática, pero que de hecho aplicaban todos, a pies juntillas, las políticas del consenso de Washington. En el marco de la crisis del sistema neoliberal, esas contraposiciones formales empezaron a evolucionar dando lugar a opciones distintas, pero Estados Unidos todavía estaba demasiado distraído por su ofensiva dirigida contra la “isla mundial” y muy ocupado en los Balcanes, el Cáucaso, Europa oriental, el Medio Oriente y el Asia central para incidir de lleno en América latina. Mantenía un ojo vigilante sobre estos países, sin embargo, y parece considerar ahora que ha llegado el momento de prepararse para ponerlos otra vez en vereda. La creación de conflictos regionales es una opción bien probada cuando se cuenta con mandatarios aherrojados a Washington por sus vínculos con el narcotráfico y los paramilitares, como todo induce a pensar que es el caso de Álvaro Uribe. A menos que este se decidiera a correr la suerte del panameño Noriega. Tenemos así que en el lapso de apenas un año se verifica una serie de acontecimientos que preparan a la zona para instalarla en un período de inestabilidad perdurable, del que puede brotar cualquier cosa, desde los gobiernos de fuerza a las intervenciones extranjeras. La reactivación de la Cuarta Flota, el golpe de Estado en Honduras y la instalación de siete bases militares en Colombia, para “paliar” el hueco que significaba el cierre de la base de Manta, en Ecuador, son datos inequívocos. El Southcom, el Pentágono y el complejo militar industrial siguen dando los pasos necesarios para encuadrar a Suramérica en el marco de una política hegemónica respecto de la cual el nuevo presidente Barack Obama no parece estar en disposición de introducir ninguna reforma importante.
Sin pretensiones de incurrir en predicciones apocalípticas, el proverbio latino "Si vis pacem, para bellum", si quieres paz, prepárate para la guerra, empieza, a mi entender, a cobrar vigencia. Al menos en el plano de la psicología social, a fin de evitar sorpresas o shocks que podrían resultar paralizantes.