Quien quiera aproximarse a la última película de Quentin Tarantino provisto del deseo de asistir a un filme realista sobre la segunda guerra mundial, es mejor que desista de hacerlo. A menos que acepte que la película ofrece, consciente o inconscientemente, un aporte lateral al estudio de ese fenómeno a través del destripamiento que practica respecto del cine de propaganda. Pero no creo que la película de Tarantino se proponga un objetivo tan ambicioso. Lo que ofrece, y consigue, es una ficción animada por el puro placer de contar y que de hecho se juega en el ámbito cerrado de una cinemateca, la cinemateca personal del realizador, con la invocación a la historia como telón de fondo para suministrar un perfil dramático o más bien sensacional a los personajes. La relación de Tarantino con la historia aparece aquí como bastante parecida a la que unía a Alejandro Dumas con el pasado de Francia. Dumas se apoyaba en ciertos estereotipos ya presentes en la mente popular –Catalina de Medicis como envenenadora, la Reina Margot como exponente de una desinhibición sexual liberadora, Luis XIV como verdugo de su supuesto hermano gemelo, el hombre de la máscara de hierro-, fijándolos con el aura de la leyenda e introduciendo a los mosqueteros como factótums del proceso histórico al involucrarlos en decisiones dramáticas. Que nunca habían tenido lugar en esas condiciones, desde luego.
Claro está que cabe aducir que Dumas se ocupaba de personajes provenientes de dos siglos anteriores a la época en que le tocó vivir. Individualidades tan alejadas en el espacio permitían un grado de reinvención mítica que acontecimientos de los que hoy hay aun millones de sobrevivientes y cuyos efectos se hacen sentir todavía, son más difíciles de alterar sin tocar susceptibilidades. Pero la historia contemporánea es tan rápida que devora el tiempo, y la propaganda y la publicidad distorsionan de tal manera el contorno de las cosas que podemos decir que la reinvención mítica de la realidad es un fenómeno permanente, al cual una película como la de Tarantino no hace sino extrovertir y poner de manifiesto.
Ahora bien, hay que poseer el genio de la imagen, del relato, del humor y del suspenso para lograr este cometido sin fracasar en el intento. Tarantino llena todos esos requisitos y, por supuesto, irrita a quienes entienden que no cabe recrear sin reverencia alguna un trágico momento de la historia. Pero, ¿qué momentos de la historia no son trágicos? ¿Es el presente menos atroz que los tiempos de la segunda guerra mundial? Para los europeos seguramente lo es muchísimo menos; pero vayan ustedes a preguntarles su opinión a los desvalidos y masacrados habitantes del tercer mundo.
El realizador de Bastardos sin gloria se puso a filmar su película después de cerrar la puerta de la cinemateca tras de sí. No bien traspuesto ese umbral, Tarantino se olvida del mundo real y se sumerge en un universo de tópicos que incluye a todos los estereotipos del filme de propaganda norteamericano desde 1940 en adelante, mechados con las masacres concebidas de acuerdo a las reglas fijadas por Sergio Leone para el spaghetti western. No es casual que algunos temas de Ennio Morricone deambulen por ahí. El nudo de la trama reside en la misión asignada a un pelotón de soldados judío-norteamericanos, a las órdenes de un coronel norteamericano originario de Tennessee y que tiene sangre india en las venas. El grupo debe conformar un comando consagrado al asesinato sistemático de cuanto alemán se les cruza en el camino en el territorio de la Francia ocupada, en represalia de las atrocidades nazis contra el pueblo hebreo. Este conglomerado, que refiere a la banda de condenados que formaban los Doce del Patíbulo (Robert Aldrich, 1967), va escalando en sus hazañas hasta encontrarse en condiciones de propinar un golpe decisivo que daría fin a la guerra cuando se les asigna la tarea de eliminar a la plana mayor nazi –Hitler y Goebbels incluidos- cuando esta asista a la premiere de un filme alemán de propaganda bélica en una deliciosa sala Art decó de París; lugar donde, por su lado y sin saber nada de la iniciativa angloamericana, la sobreviviente de una familia de judíos exterminada por los alemanes, y su amante negro, se proponen realizar la misma tarea valiéndose de las viejas películas de nitrato para provocar un incendio devastador.
En medio de todo este revoltijo se inserta la figura de coronel de las SS que condensa la sutil y diabólica amenaza que los clisés de Hollywood de tiempos de guerra solían asignar a los personajes de este tipo, mezclándola con un cinismo que evoca al del personaje de Claude Rains en Casablanca: su desfachatez lo hace simpático. El trabajo de Christoph Waltz en la composición del tipo “se roba” la película. El Hitler de Martin Wuttke tampoco tiene desperdicio. No sólo por el exacto remedo de la voz del Führer sino por la tonalidad grotesca y divertida que Tarantino le imprime, derivada, me parece, del tonitruante coronel Eckhardt que compone Sig Ruman en Ser o no ser (Ernst Lubistch, 1941). Una advertencia a este propósito: Bastardos sin gloria es una película que no admite doblaje: hablada en inglés, francés, italiano y preferentemente en alemán, extrae gran parte de su jugo del juego de los acentos y las voces.
Hasta cierto punto la película puede ser vista también, por lo tanto, como un ejercicio de cine dentro del cine. Y a ello ayudan las continuas referencias al cine alemán del período nazi: Leni Riefenstahl, Georg Wilhelm Pabst y Emil Jannings desfilan o son aludidos en la película, sin contar con que el organizador de la operación de exterminio es un oficial británico que en la vida civil es crítico de cine y se ha especializado en cine alemán clásico.
No vamos a contar el final del filme, desde luego; pero cabe decir que supera a los momentos más febricitantes de la imaginación de Alejandro Dumas, preceptor del director norteamericano sin que este se lo imagine siquiera.