En medio del batifondo que era de esperar, la ley de medios entró al Congreso. Sectores sustanciales de la oposición y segmentos del peronismo, pero sobre todo los grupos monopólicos de la televisión y la prensa que verían afectada la inmensa influencia que tienen sobre el mercado, han reaccionado como era previsible, gritando escándalo y rasgándose las vestiduras por el presunto atentado a la libertad de prensa que la ley supondría. En el caso de los primeros, el estrépito que levantan es en buena medida oportunista –cualquier cosa es buena para sacarse de encima a los Kirchner y ponerse en su lugar-, lo que no quita que sea irresponsable y frívolo; en el de los segundos, en el de los medios, la rabia de que dan muestra es el resultado de sentir amenazada su función como agentes eficientes del poder del establishment, del que forman parte con todo derecho, pero al que dotan de una suerte de prolongación ortopédica que es la que otorga, a ese núcleo de concentración económica, una capacidad de influencia sobre el público que es desproporcionada respecto a su número y a su carácter representativo, virtualmente inexistente.
La peor de las censuras es la que no se ve. Y esta es la que padecemos en la actualidad por obra de los grandes monopolios informativos. En los regímenes dictatoriales explícitos la supresión de las opiniones adversas al estado de cosas es evidente y genera una sorda resistencia. En situaciones como la de hoy, en cambio, no se trata de suprimir las noticias y las opiniones que van en contra del sistema, sino de sepultarlas bajo el aluvión de una masa de información desjerarquizada o distorsionada, bajo un alud de entretenimiento basura. Esto lleva a la absoluta primacía de un discurso conformista que soslaya de los problemas centrales que califican a la realidad.
La balanza que registra el rating está muy afectada por la preponderancia de los programas de diversión, en general afectados de una vulgaridad abrumadora. Los defensores de la “ley del mercado” mienten diciendo las cosas son así porque esas son las cosas que el público prefiere… Pues si al público se le da a comer chatarra (por no decir otra cosa) todos los días, termina requiriendo chatarra para alimentarse. De hecho de lo que se trata es de poner en práctica procedimientos reducidores de cerebros. De forma consciente o inconsciente Marcelo Tinelli, Mirtha Legrand o Susana Giménez pueden competir con los indígenas del Amazonas, pero a un nivel infinitamente más peligroso: si aquellos reducen las cabezas de sus enemigos muertos, estos matan el cerebro de sus clientes vivos.
El bombardeo informativo, los programas de opinión y el encuadre que se da a los problemas cotidianos, están también desbalanceados en su aproximación a la realidad. Por un enfoque que se decide a tocar los puntos esenciales que califican al momento -los rasgos que debe tener el país al que se aspira, las raíces sociales de la inseguridad, el recorrido histórico que ha venido a rematar en la nación que tenemos hoy- hay diez o veinte o treinta programas que privilegian lo anecdótico sobre lo sustancial, o en los cuales el invitado digamos heterodoxo, al que se exhibe para que los propietarios del canal aduzcan que su medio refleja una pluralidad de voces, se encuentra en situación de inferioridad respecto de los otros invitados y de los conductores del programa.
Estos últimos suelen pertenecer a una subespecie determinada de informadores. Hacer carrera en el periodismo no es fácil, y proyectarse a los rangos de primer nivel exige ciertas concesiones, quizá graduales al principio, pero definitivas a la larga. Para trepar hay que defender el modelo. Y este no es otro que el consagrado a la dependencia y abocado a la defensa del consenso de Washington.
La crisis de la experiencia neoliberal que se produjo en nuestro país finalizando la década de los ’90, no supuso en absoluto la del sistema de poder que lo había regido, con pocos altibajos, después de 1955. La náusea popular que expulsó a Fernando de la Rúa del gobierno y que puso por unos días a la Argentina al borde de su desintegración institucional, no afectó al poder financiero ni al estrato empresario más o menos especulativo ni a al poder agropecuario. Tampoco hubo quienes, en el ámbito político, estuviesen en habilidad o disposición de aprovechar la oportunidad para cambiar el rumbo de la sociedad. Se remendaron las cosas, las autoridades nacionales salidas de la elección de 2003 pusieron paños fríos al problema, desactivaron la bomba social a punto de estallar, brindaron una política exterior digna y pensada estratégicamente y se animaron a practicar una tímida, demasiado tímida, política de recuperación nacional fundada en la activación de la producción fabril y de la industria de la construcción, propulsada esta última por el rinde fiscal derivado del boom de la soja. Pero el núcleo duro del establishment siguió atrincherado en sus baluartes, de los cuales el monopolio mediático que le habían regalado los sucesivos gobiernos –militares o democráticos- era el contrafuerte más importante.
Tampoco los Kirchner se animaron a romper lanzas a propósito de este tema. Avanzaron en la recuperación de algunas empresas del Estado y en la renacionalización de las AFJP, pero sólo después de la desvergonzada campaña mediática de que fueron objeto a partir de la resolución 125, entendieron que no había expediente diplomático alguno para entenderse con la fiera salida de su cubil y se determinaron a tocar lo intocable. Era hora.
De aquí en más todo se juega en el Congreso. La oposición reclama que el debate se postergue hasta la constitución de las nuevas cámaras salidas de la elección del 28 de Junio. Es una forma de ganar tiempo (o de perderlo), pues no se ve porqué la actual Legislatura –surgida de elecciones democráticas- deba demorar el debate hasta diciembre. El nuevo Congreso podrá entonces, si quiere, barajar y dar de nuevo y volver sobre el asunto. Pero, dada la composición de las nuevas cámaras a partir de diciembre, postergar puede significar enterrar el asunto. La ley, por lo tanto, debe ser objeto de tratamiento. Y de resolución, de ser esto posible, ya que la asignación de espacios radiales y televisivos a los segmentos sociales capaces de elaborar una opinión propia y desligada del diktat de los grandes medios es fundamental para la supervivencia de la Argentina como país pensante.
Es preciso comprender –y que el gobierno lo comprenda también- que de lo que se trata no es de una batalla entre este y el grupo Clarín, sino de una lucha por la libertad de pensar. En el estado de saturación informativa y de idiotización masiva que propician los grandes medios, la aparición de propuestas alternativas independientes –sean universidades u opciones de carácter ideológico propulsadas por quienes no comulgan con las fórmulas del capitalismo senil-, podrían contrabalancear al mensaje unívoco que contagia a quienes se ven inducidos a escucharlo todos los días y están atados a él. El ejemplo que brinda José Pablo Feinmann a propósito las opiniones de los taxistas que escuchan en Buenos Aires una misma radio porque, por razones técnicas, es la única que están condiciones de escuchar, es iluminador al respecto. El ser humano, dice, “es sometido a todas las habladurías, a lo que se dice, se escucha, a lo que todos dicen, y en consecuencia no interpreta y vive en estado de interpretado… Uno no piensa, es pensado”.
Este es el trasfondo de la batalla que acaba de comenzar. La ley está bien concebida. Aunque seguramente habrá que cuidar la letra chica. Ya han aparecido manos tramposas que introducen artículos que contradicen lo bueno que tienen otros, como sucediera en el caso de la ley sobre retenciones, que obligó al veto –políticamente costoso- de la Presidenta. Pero para contrarrestar eso están los mecanismos apropiados. El lanzamiento de la ley, su discusión expeditiva y su aprobación, creo yo, deben recibir el apoyo de quienes nos sentimos comprometidos con la posibilidad de conquistar un discurso abierto, donde la libertad de expresión no esté coartada por la libertad de empresa.