El 70 aniversario del comienzo de la segunda guerra mundial ha llevado a los medios de prensa y a los gobiernos de las grandes potencias involucradas en ese conflicto a emitir comunicados y a efectuar reflexiones en torno de esa catástrofe, que sin duda fue la mayor del siglo XX. Centuria abundante en horrores, por cierto. Lamentablemente no parece que, al menos desde las tribunas políticas y mediáticas más en vista, vaya a intentarse otra cosa que no sea deplorar su terrible barbarie, que tuvo sin duda en la política de exterminio sistemático de la judería europea de parte del nazismo su expresión más característica y extrema.
Pero no puede reducir la evocación de un acontecimiento de tan monumentales contornos como fue la segunda guerra a un catálogo superficial de desastres y atrocidades, sazonados de genérico humanismo. Auschwitz, Varsovia, Dresde, Hamburgo, Hiroshima son nombres que simbolizan una barbarie indiferenciada, que se despreocupa de las vidas de los no beligerantes y ataca a los inocentes en nombre de una guerra total que no busca otra cosa que el exterminio del enemigo. Detrás de esa lista, sin embargo, hay móviles concretos que siguen actuando en el presente con una eficacia quizá aun mayor, pues se practican en una periferia que sólo emerge a la vista a través de la televisión y que sólo existe, en consecuencia, en tanto esta da cuenta de tales desastres. "¡Qué me importa a mí Honduras!" dijo una diva de la pantalla chica. Ese exabrupto de señora gorda es, en pequeña escala, la condensación de una actitud general que tienen los sectores de privilegio de todo el mundo respecto de los temas que más escuecen. Como señala Jean Baudrillard: "En la modernidad es la sustracción lo que otorga la fuerza, es de la ausencia de dónde nace la potencia". La imagen es todo. Y lo que no se ve no existe.
"La imagen -continúa Baudrillard- no puede imaginar lo real, porque ella misma lo es. Es como si las cosas se hubiesen tragado el espejo en que se miraban y se hubiesen tornado transparentes a sí mismas. La realidad es expulsada de la realidad". (1). El hambre, la reducción al balbuceo troglodita de grandes masas de público como consecuencia del idiotismo comunicacional; las guerras contra pueblos a los que designa como inasimilables pues pertenecen a una ecuación cultural distinta, son otra forma de guerra global, que hoy padecemos sin darnos cabal cuenta de ello, a la espera de que el mazazo caiga sobre nuestras cabezas, cuando nos llegue el turno.
Pero, en fin, de lo que se trata aquí es de evocar el momento en que las tendencias autodestructivas del mundo moderno alcanzaron su ápice en el pleno centro de Occidente. De este Occidente que ha fungido como motor de la historia desde los albores del capitalismo y que, desde las convulsiones atroces del ciclo de las guerras que este sistema ha infligido al mundo desde 1914, está exhibiendo la necesidad desesperada de superarlo, pues ha escapado a todo control y se mueve con un dinamismo de autómata, cada vez más rápido y sin preocuparse de adónde va.
En 1939 la puja por la hegemonía mundial �o al menos por la inversión del balance de poder entre las potencias imperialistas que tenían mucho y las potencias imperialistas que tenían poco o que no se sentían satisfechas con la porción de este que les tocaba- se resolvió en un choque abierto fogoneado por la intransigencia de Adolfo Hitler, que quería para Alemania la categoría de Estado-continente ya alcanzado por Estados Unidos y la Unión Soviética y que estaba cierto aseguraría a esas naciones el rol predominante en los asuntos mundiales en las décadas siguientes. Había que aprovechar por lo tanto el hueco que existía entre la todavía insuficiente fuerza rusa y la distancia en que se encontraba Estados Unidos para conseguir y consolidar el dominio alemán de Europa, aliando a su porción occidental de buen o mal grado a su proyecto. La intuición estratégica de Hitler era notable, pero sobrevaloraba sus propias fuerzas y, sobre todo, adolecía de un problema básico: su falta de sentido de los límites y su obsesión por un nacionalismo biológico, que hacía de la raza el principio de central del dinamismo histórico. Ambos datos, pero en especial el primero, no podían sino alienar a unos adversarios imperialistas que, como Gran Bretaña y Francia, se habían desangrado en la guerra anterior y se habían debilitado mucho económicamente. Londres y París estaban deseosos de entenderse con Alemania, aceptando su predominio en la Europa central y admitiendo su rol de paragolpes contra la Rusia comunista, pero no entendían ceder el papel que tenían en el mundo y que por cierto les proporcionaba todavía la estatura y el aura psicológica que necesitaban para mantener bajo control a sus enormes posesiones coloniales.
En este tira y afloja se consumieron los años previos a la guerra mundial, los años de la llamada �política de apaciguamiento� que, contrariamente a lo que dice la Vulgata liberal, no fueron una muestra de la paciencia, buena voluntad e ingenuidad de los estadistas anglo-franceses sino la demostración de que estos sabían el coste que tendría una guerra para la posibilidad de conservar para sus países la calidad de primeras potencias.
¿Hasta dónde se debía dejar avanzar a Alemania sin poner en riesgo ese valor? No hay ni quizá habrá nunca una respuesta clara a esta pregunta, toda vez que hasta transcurrido casi un año de la guerra en Inglaterra la tendencia a llegar un acuerdo con Alemania seguía existiendo en una parte del gabinete británico. En cuanto a Francia, después de la debacle de mayo-junio de 1940, el gobierno de Vichy había renunciado a la posibilidad de seguir luchando y era acompañado en esa actitud por la mayor parte del pueblo francés.
Fue la torpeza del nazismo, su racismo ejercido incluso respecto de las poblaciones arias pero no germánicas, y la desmesurada ambición de Hitler, lo que con rapidez oscureció la fugaz ocasión de triunfo o al menos de empate que asomó para Alemania en la primavera de 1940. En la certeza de que no podría en definitiva contar con la alianza o al menos la complicidad de Inglaterra, el Führer se volvió hacia el Este, en la esperanza de poder liquidar el único poder militar que lo desafiaba en el continente y obtener esas inmensidades territoriales que necesitaba para construir su Lebensraum y erigirse así en el Estado continente que sería insuperable para las potencias anglosajonas, expresivas del poder marítimo. El problema residía en que él y su Estado Mayor sobrevaloraban las capacidades de Alemania y subestimaban las de la URSS. La derrota de la Wehrmacht frente a las puertas de Moscú selló el destino de la aventura militar hitleriana, aunque habían de transcurrir todavía 18 meses, hasta mediados de 1943, para que este dato se perfilara con plena evidencia ante los dirigentes alemanes.
Las tornas del destino giraron en torno del fracaso de la campaña de invierno en Rusia y la entrada de Estados Unidos a la guerra después de Pearl Harbor. Los cuatro años que restaban para el final del conflicto presenciaron sin embargo los horrores mayores que se consumaron en él, la mayor parte de ellos perpetrados a sangre fría. La liquidación sistemática de los judíos europeos se inició en 1942, contemporáneamente a la certidumbre de los dirigentes nazis en el sentido de que estaban jugándoselo todo a cara o cruz. Al mismo tiempo, el ascenso del potencial angloamericano permitió montar una campaña de bombardeo frente a la cual palidecían los �logros� de la Luftwaffe en Guernica o Coventry. El objetivo explícito de �Bombardero� Harris �o �Carnicero� Harris, como solía denominarlo el mismo personal de la RAF- era olvidarse de los ataques de precisión y practicar el bombardeo en alfombra o por zonas, que consistía simplemente en regar las principales ciudades de Alemania con un diluvio de bombas incendiarias y explosivas. El mariscal del Aire creía que así se quebrantaría la moral de la población civil, al sofocarla con tormentas de fuego que además dejaban sin techo a los sobrevivientes. Entendía que de ese modo no sólo se devastarían las industrias de guerra que podían hallarse en el área afectada sino que se empujaría a los alemanes a rebelarse contra los nazis. El resultado fue exactamente el opuesto. La industria bélica se dispersó y continuó trabajando a todo pulmón casi hasta el final de la guerra, y la población se sintió confirmada en su voluntad de resistencia al percibir la implacabilidad del enemigo.
En cuanto a la práctica alemana de barrer a los judíos hacia los campos de trabajo y exterminio situados en Europa oriental, también implicó una irracionalidad suprema, amén de significar un delito moral imperdonable. No había razón militar alguna para semejante empresa, que además perjudicó la logística del ejército al atorar en buena medida la red ferroviaria moviendo, en condiciones infrahumanas, a millones de desdichados hacia el exterminio.
Pero la lógica no siempre preside la historia. De lo contrario esta tal vez no existiría. La suma de todas estas locuras fue un mundo remodelado, en el cual Alemania y sus socios Italia y Japón no sólo no habían alcanzado sus metas, sino que estaban en ruinas, mientras que las potencias que se les habían opuesto a regañadientes al principio por el temor a ceder su primacía mundial, pero que se habían lanzado finalmente al ruedo para preservarla, habían perdido esta de todas maneras como consecuencia del esfuerzo realizado y del alumbramiento de una nueva constelación de poder que tenía a Estados Unidos y a Rusia como referentes de un mundo bipolar.
Hoy el mundo no es ya bipolar ni unipolar siquiera. Es un tembladeral peligroso en el cual el armamentismo y el proyecto hegemónico del capitalismo senil promovido a través del fabuloso poder militar norteamericano, remedan la insanía hitleriana. Si a esto sumamos el poder destructivo del átomo podemos ver que las semillas de la guerra no han dejado de germinar con cada vez mayor peligrosidad desde 1939 a la fecha.
Así, pues, atención: recordar los espectros de la segunda guerra mundial desde el confortable papel del moralista que se espanta de los crímenes del pasado, pero no visualiza los del presente, es una inmejorable manera de volver a concitar la reencarnación de esos fantasmas.
[1] Jean Baudrillard: El crimen perfecto. Anagrama.