Dijimos hace poco que las reuniones de presidentes latinoamericanos habían dejado de ser muestras de juegos florales. La cumbre de Bariloche así vino a demostrarlo. En un ambiente bastante caótico saltaron a la luz las diferencias que separan a varios de nuestros gobiernos en torno de temas claves para el futuro de la integración regional, así como la pesada y hasta ahora ineludible sombra que proyectan los Estados Unidos. El presidente Lula da Silva se manifestó molesto por el carácter abierto del encuentro, que imposibilitaba el tratamiento más conciso y ordenado de los problemas y que hacía a los jefes de Estado hablar para sus propios electorados antes que para sus colegas; pero no estoy seguro de que haya tenido razón: el carácter bastante desordenado del encuentro permitió exteriorizar verdades que suelen quedar veladas en los documentos diplomáticos, y dio carnadura humana a los personajes, sustrayéndolos de la asepsia formal que suele envolverlos. Después de todo, ¿la democracia no se vincula a la capacidad que tiene el público para testear a sus líderes en acción? En este sentido la sugerencia de Evo Morales solicitando un referéndum regional para fallar sobre la cuestión de las bases militares estadounidenses en Suramérica no me parece tan ingenuo como se pretende.
En cambio el mal humor de Lula cuando se refirió a la extensión de los debates y su indicación de que “todos tenemos cosas importantes que hacer” (cosa que de alguna manera implicaba que él estaba perdiendo su tiempo), a mi entender resultó desafortunado: ¿qué puede haber de más importante que debatir el futuro de la región a propósito de un implantación militar extranjera dentro de ella? Pase con que la convocatoria haya sido un poco apresurada y no preparada; pero la naturaleza del problema que en ella se debatía requería sí de un dramatismo tendiente a señalar la urgencia de atender a él.
El encuentro fracasó en lo referido al tema por el cual había sido convocado. No hubo un pronunciamiento categórico respecto a las bases norteamericanas implantadas en Colombia, una de las áreas más conflictivas de América del Sur, estratégicamente situada en una de las zonas decisivas para el equilibrio global por su inmediatez a la Amazonia, por los recursos petroleros de Venezuela y por el carácter “subversivo” que el gobierno de Hugo Chávez reviste para el estatus quo del “patio trasero” de Estados Unidos, categoría que hasta hace poco Washington consideraba como adquirida respecto del conjunto de Latinoamérica. Ese estatus quo ha sido puesto en entredicho en los últimos años tras la catástrofe social generada aquí por la experiencia del consenso de Washington y por el engolosinamiento de la Unión en torno de su proyecto hegemónico mundial, que ha dirigido su atención a la conquista y consolidación de su predominio en áreas geoestratégicas como el Medio Oriente, el Asia central, los Balcanes y Europa Oriental. Pero ante la evidencia de que en el subcontinente comienzan a crecer las tendencias al aglutinamiento regional y a la aparición de gobiernos y tendencias populares que reeditan viejas solidaridades iberoamericanas y proscriben los golpes de Estado fogoneados desde afuera, las luces de alarma se han encendido en Estados Unidos. El Plan Colombia, el golpe en Honduras y la reactivación de la IV Flota son la exteriorización de una preocupación que va acentuándose y que, en estos días, se ha reforzado con el asentamiento de siete bases militares en Colombia, eufemísticamente disfrazadas como cesión de facilidades, en instalaciones militares y navales de ese país, a los efectivos norteamericanos que ayudarán a combatir al terrorismo y al narcotráfico.
El aumento en la cantidad de militares iberoamericanos acogidos en la Escuela de las Américas –en el pasado vivero de represores y centro de lavado de cerebros-, para su perfeccionamiento profesional es también un síntoma por demás inquietante.
Contra esta reconfiguración de la vieja política de Estado de la Unión hacia Latinoamérica no queda otro recurso que consolidar los lazos que nos unen y elaborar políticas de defensa que, como es obvio, no tienen por qué pasar por ninguna clase de planeamiento ofensivo, sino por el diseño de una diplomacia activa y constante, asentada sobre bases irrefutables, y por la preparación de unas fuerzas armadas regionales concebidas como elementos disuasivos no tanto por su capacidad de victoria como por su aptitud para crear infinitos problemas a un invasor potencial.
El primer requisito para avanzar por este camino es el rechazo a todo asentamiento militar de fuerzas extrarregionales en Sudamérica. Este objetivo se rozó apenas en la Cumbre de Bariloche y en definitiva quedó en agua de borrajas, relegado a una próxima reunión de ministros de Defensa de la zona, donde se estudiaría el alcance real del compromiso asumido por el presidente Uribe y su propósito de que el radio de acción de los efectivos norteamericanos no traspase las fronteras de Colombia. En esa sede, además, se tratarían de establecer mecanismos para que los movimientos de esa naturaleza tampoco se reproduzcan en los límites de los otros países de la Unasur.
Esta es una postura retórica que no compromete a nada. Quienquiera disponga de unos conocimientos elementales de historia y de estrategia sabe muy bien que Estados Unidos no ha hesitado un instante en meter mano con expedientes diplomáticos, económicos y militares (por interpósita persona o por la directa intervención de los marines) en la vida de estos países, así como que, de acuerdo a las capacidades tecnológicas del mundo moderno, la pretensión de circunscribir el accionar de las tropas norteamericanas al límite de una base cualquiera es una entelequia, por no decir una tontería.
La instalación estadounidense en Colombia no tiene nada que ver con el combate al narcotráfico, así como la recreación de la IV Flota no representa la puesta en marcha de un sistema dirigido a proporcionar ayuda humanitaria y a efectuar tareas de vigilancia en el Cono Sur. Lo que le importa al Pentágono es hacer pie en un país bioceánico que sirve de tapón a la zona de exclusiva influencia que se ha asignado en México, Centroamérica y el Caribe, y desde allí extender su aptitud para trabajar sobre los inmensos reservorios acuíferos, bionaturales y energéticos de Suramérica.
El rol de Brasil, y secundariamente los de Argentina y Venezuela, son centrales al montaje de una línea de defensa que contenga este proyecto hegemónico. La participación popular en una real y no declamada consolidación democrática, el desarrollo de una industria combinada para la defensa, que aporte tecnología y ayude a montar unas fuerzas con capacidad de reacción rápida ante cualquier emergencia que se presente en el subcontinente, y la creación de unas políticas de Estado que sostengan de forma categórica el principio de la intervención en nuestros asuntos, resultarían decisivos para poner las cosas en claro. Por supuesto que en este último punto salta el escurridizo punto de la soberanía. ¿Colombia es dueña o no de conceder bases a quien lo desee, generando así la tentación de una respuesta paralela que intente contrabalancear ese hecho con la aparición de otros asentamientos, en otros lugares, bajo distinta bandera?
El problema es espinoso y toca el punto central de nuestra configuración histórica: ¿somos un conglomerado heterogéneo de países o representamos un proyecto de nación unido en una diversidad que se sostiene debido a la existencia de un substrato cultural único, que baja desde el Río Bravo a Tierra del Fuego? Creo que la respuesta es inequívoca: “unidos o dominados”, tal es el destino que nos aguarda. Esto pondría al tema de la soberanía en su justa perspectiva: se puede ser soberano en tanto y en cuanto no se vulnere la integridad de una soberanía superior.
Lamentablemente no siempre se discierne con cabal comprensión este dilema. La tentación del subimperialismo ronda las mezquinas expectativas de gran parte de la burguesía brasileña, más interesada en convertirse en la socia privilegiada de Estados Unidos que en ser la punta de lanza de un dinamismo suramericano proyectado hacia el futuro.La endeblez e inconsecuencia de otros grupos dirigentes latinoamericanos agravan esta incertidumbre. El tiempo dirá, pero mientras tanto el progreso hacia la meta sigue siendo duro y sembrado de emboscadas y duplicidades ante las cuales la franqueza de Hugo Chávez y de Rafael Correa es un soplo vivificante.