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22
AGO
2009

De la droga y otras yerbas

La tenencia, la comercialización y el consumo de drogas, son otros tantos maleficios que devastan la sociedad contemporánea. ¿Pero son un fenómeno en sí mismos o la exteriorización de la enfermedad del mundo?

El tema de hoy es la despenalización de la tenencia de droga para el consumo personal. Como no soy especialista en el asunto he de limitarme a formular interrogantes antes que dar respuestas, aunque convengo que esos interrogantes pueden estar influidos por una sensibilidad apriorística respecto del tema.

Las décadas posteriores a la última dictadura militar han estado informadas por un garantismo judicial y por una proclividad a observar con sospecha toda medida que implique un rasgo de autoridad, a la que se suele confundir con autoritarismo. Esta postura, explicable en un principio como reacción a los años de brutal supresión de las libertades y a un ejercicio vesánico del poder, ha terminado convirtiéndose en un acto reflejo de parte de la corporación política, muy propensa a enunciar medidas de alto impacto publicitario antes que a la adopción de resoluciones que se apliquen a atender los problemas de fondo que aquejan al país. Judicializar el pasado es cosa buena, habida cuenta de los crímenes cometidos; pero también es relativamente fácil, mientras que, por ejemplo, realizar una reforma impositiva que grave progresivamente a la riqueza es un emprendimiento que todos los gobiernos democráticos, aun los que parecen estar más vinculados a una sensibilidad popular, se han cuidado mucho de asumir en razón de que, haciéndolo, se tocaría uno de los núcleos duros que hacen que Argentina siga como está.

El tema de la droga no escapa a esta determinación ambigua, laxa, que caracteriza a la política argentina. Como está instalado en el centro de la atención pública, operar en su entorno resulta rentable políticamente. Mucho más peligroso sería atacar el centro del problema, sus causas profundas y la naturaleza del sistema que le da lugar…

Pero vamos a mirar un poco más de cerca las aristas del debate en curso. El gobierno propondría la no penalización de la disposición de pequeñas cantidades de droga para consumo personal. En principio no habría nada que objetar a esto, pues tratar a un enfermo como a un delincuente no ayuda a curarlo. Pero, si al mismo tiempo esa disposición excluye al enfermo de la posibilidad de apelar a los sistemas de atención sanitaria gratuita que el Estado pone a su disposición para combatir su adicción, el asunto empieza a tomar un cariz muy distinto. El sujeto deja de estar incriminado, pero pierde la opción de procurarse un tratamiento cuyo coste está, en la mayoría de los casos, fuera de su alcance.

Por otra parte, ¿cómo hace el adicto para procurarse lo que desea si el comercio de droga sigue estando penado por la ley? Las “mulas”, los pequeños traficantes y toda la parafernalia que se entreteje alrededor de ese comercio continuarían desarrollando sus actividades en una zona de sombra, donde las mafias proliferan y se nutren de los contactos con los carteles que son el verdadero poder detrás de este comercio que, según se afirma, constituye una parte esencial de la liquidez de los mercados mundiales, en los cuales ese flujo se blanquea y pasa a sumarse a la financiación de las transacciones y especulaciones insertas en el marco de la ley. Se dice que, sin esos dineros, el mercado mundial se derrumbaría.

A nivel global la droga, su comercio y el aquelarre político y militar que se suscita en su torno son característicos de estos tiempos donde se tiene la sensación de que todas las orientaciones ideológicas se han perdido y en los cuales lo secundario ocupa el lugar de lo principal. El narcotráfico y el terrorismo, preferiblemente vinculados entre sí, brindan la justificación perfecta para sostener el dinamismo propio de un sistema de dominio encerrado en sí mismo y que requiere de pretextos para seguir perpetuando su sistema de relaciones sociales. No es casual que al derrumbe de la Unión Soviética lo haya seguido el recrudecimiento de la amenaza terrorista y la agravación del problema de la droga. Encaramado sobre estos dos problemas Estados Unidos ha multiplicado sus políticas intervencionistas en terceros países; aunque, como sucediera con los británicos en la época de la guerra del opio, no vacile en estimular e imponer allí donde lo considere necesario el cultivo y la industrialización de esos cultivos, dando lugar a la producción de estupefacientes. Afganistán es un caso típico, y en algún momento también lo fue el sudeste asiático. El propio mercado interno norteamericano, asimismo, es el que se erige en el foco de atracción para los barones de la droga. Sin la enorme disponibilidad que ese mercado ofrece, el comercio de esta caería verticalmente y el problema se encontraría resuelto en gran medida.

La desazón psicológica y la carencia de objetivos que se perciben en el conglomerado de la sociedad moderna son, junto a la miseria extrema, parte fundamental para la expansión de la droga. Por aburrimiento y vacío existencial en el caso los privilegiados o, en el otro extremo, por la necesidad desesperada de aturdirse para paliar el hambre o para escapar de esta trepando metralleta en mano por la escala que conduce a los niveles superiores de la sociedad mafiosa, el mapa del delito se configura como un espacio dentro del cual sólo cabe agitarse sin salida. Esta configuración conviene al sistema. Aturdir, degradar o desviar un dinamismo que podría promover el cambio social, es connatural al modelo en que vivimos.  

La otra cara de este fenómeno es el totalitarismo comunicacional que lo completa. La televisión es el principal vehículo de la degradación cultural que este acarrea. Estas sociedades se encuentran sometidas a un doble bombardeo, que aspira a rematar con el uno lo que no ha conseguido terminar de obtener con el otro. El empobrecimiento del lenguaje y la consiguiente incapacidad para designar y pensar que esto supone, la invasión del cholulismo y la pornografía física y mental que cabe detectar en programas fogoneados para conseguir la mayor audiencia a través de recursos baratos, son parte de una misma adicción, en este último caso claramente fomentada desde los estratos del establishment, sea este local o global. Mientras que la droga –cocaína, heroína o lo que fuere- tiende a anular la voluntad y a sumir en la atonía al individuo, la segunda variante remite a la formación de una mentalidad colectiva carente de libertad, incapaz de analizar el hipertexto que se le sirve y que el usuario recepta con pasmo, creyendo todavía que tiene libertad de elección pues puede pasar de un canal a otro… sin percibir que en uno o en todos se encuentra casi siempre con lo mismo, disfrazado cuanto mucho con diferente ropaje.

Los estupefacientes están a la orden del día. No nos vamos a liberar atendiendo sólo a ellos, sin preguntarnos dónde están los núcleos de poder social que los suscita. Esto es, dónde reside la alienación de una sociedad capitalista, que ha perdido su atribución, que era básicamente productiva, para concentrarse sobre sí misma a través del trámite especulativo. En ella lo que era principal –la producción y la creación de una riqueza tangible- ha devenido en lo secundario, mientras que lo accesorio –los medios que servían para financiar a la primera- se ha convertido en el dueño indiscutible del terreno.

Así pues, si se verifica, la despenalización de la tenencia de droga se erigirá en otro espejismo, que contribuirá a potenciar el batifondo que aturde nuestros oídos y se bifurca entre la opción liberal y la represiva, sin que ninguna de las dos atinen a diagnosticar el fondo de la cuestión, que no está en las excrecencias, sino en la naturaleza misma del régimen que nos domina, y en la necesidad de elaborar una construcción ideológica que lo supere.

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