Este mes se cumplió otro aniversario de los bombardeos atómicos contra Hiroshima y Nagasaki. El número 65 para ser precisos. ¿Por qué lo rememoramos? Pues porque en ellos, amén de la capacidad que demuestra el hombre moderno para adensar la catástrofe poniéndola en aptitud de provocar el suicidio de la humanidad, nos encontramos también con un persistente ejemplo de la manipulación informativa que hoy nos rodea y que es tan vieja como los medios de comunicación de masa.
En agosto de 1945 la segunda guerra mundial escribía sus últimos capítulos. Alemania había sido derrotada y reducida a la más absoluta impotencia. El Japón resistía aun pero estaba derrotado. El bloqueo submarino y las devastadoras incursiones incendiarias de los B 29 contra la casi totalidad de las ciudades japonesas, donde se habían cobrado cientos de miles de víctimas, ponían al por entonces Imperio del Sol Naciente ante la perspectiva de escoger entre la rendición y el aniquilamiento.
Los japoneses había exhibido una tremenda disposición para el autosacrificio en las batallas por las islas del Pacífico, y sus kamikaze (Viento divino) habían sembrado la destrucción en las flotas aliadas que habían apoyado los últimos desembarcos; por cierto que a un costo terrible: más de 2000 voluntarios habían perecido en esas misiones suicidas.
El gobierno nipón estaba consciente de lo desesperado de la situación y había comenzado a hacer sondeos de paz a través de Moscú, en ese momento todavía neutral en el conflicto del Pacífico. Esa iniciativa no era ignorada por el gobierno de Harry Truman. Los expertos de la marina estadounidense, por otra parte, afirmaban taxativamente que la guerra submarina podía acabar en ese momento con la resistencia japonesa sin recurrir a una invasión que con seguridad hubiera costado cientos de miles de bajas a los aliados y habría acarreado también grandes sufrimientos a la población civil de los escenarios donde se librarían los combates, dada la fanática disposición a resistir hasta el final de que habían dado muestra los japoneses.
Aparentemente ninguno de estos factores fue sopesado ni por la Casa Blanca ni por el Pentágono. Ni la posibilidad de dar lugar a una gestión soviética ni la de reemplazar la invasión por un bloqueo que con toda posibilidad hubiera sido menos cruento. Los rusos no habían dado cuenta de las gestiones japonesas a los norteamericanos, pues se preparaban a entrar en guerra con Japón a fin de asegurarse su parte en el reparto de los despojos, pero Washington estaba al tanto de ellas. En lugar de explorar alguna de estas vías se decidió dar un golpe aniquilador con los dos de los tres artefactos atómicos de que disponía –el primero había sido probado ya en Julio, en Alamogordo, Nuevo México- y el 6 y el 9 de Agosto de 1945 fueron arrojados sobre Hiroshima y Nagasaki. Como consecuencia de los estallidos o de los efectos de la radiación provocado por ellos, a finales de 1945 habían perecido 220.000 japoneses, en su inmensa mayoría civiles: ancianos, mujeres y niños.
El gobierno estadounidense justificó esta devastación aduciendo que ella había permitido ahorrar las muchas más víctimas que hubiera producido una invasión terrestre del archipiélago japonés, y esta sigue siendo la tesis oficial, compartida por otra parte por todos los Estados desarrollados, incluida Alemania, que padeció una devastación aun mayor, aunque a un plazo algo más largo, por los bombardeos “en alfombra” de los aliados.
Pero las razones que determinaron los bombardeos atómicos parecen residir en otra parte. Por un lado, estaba el hecho de que había que adelantarse al ingreso ruso en la guerra en el Extremo Oriente. Acortar los períodos, provocar la rendición del Japón por el medio que fuera para poner en evidencia que el factor decisivo en su debacle había sido el bando estadounidense y no el soviético, cortando en consecuencia las demandas rusas a una compensación por el sacrificio compartido, era un factor de gran importancia para impulsar la utilización inmediata de la bomba atómica.
A esto se añadía, sin embargo, otro elemento, no menos o quizá más decisivo. Esto es, comprobar la eficacia de la nueva arma, estableciendo de paso la certidumbre de una supremacía mundial para Estados Unidos. Los japoneses venían a ser los conejillos de Indias para descubrir las potencialidades de la capacidad de destrucción del átomo y de paso justificar la enorme inversión que había supuesto el proyecto Manhattan, nombre clave que se había dado a la búsqueda de la nueva arma. 2000 millones de dólares –al valor que esa moneda tenía en 1945- habían sido aplicados al proyecto y algo había que mostrar. Empero, es probable que el primero de esos motivos haya sido el de mayor peso. ¿Qué otra razón cabría atribuir a la preservación de dos ciudades japonesas de la mayor importancia durante la ofensiva aérea que había arrancado en marzo de 1945? Todos los centros urbanos del Imperio habían sido destruidos sistemáticamente. Hiroshima y Nagasaki habían escapado hasta ese instante del castigo y se ofrecían, intactas, como blancos perfectos para medir la capacidad devastadora del nuevo artefacto de guerra.
También el argumento que alude al deseo de adelantarse a una participación rusa en la guerra no parece sustentarse muy bien. De hecho los nipones en un primer momento no midieron con exactitud la naturaleza del ataque del que habían sido objeto, y muchos aducen que golpe decisivo que determinó a sus gobernantes a la rendición incondicional no fue tanto la bomba atómica como la aplastante derrota del ejército japonés en Manchuria, no bien comenzó la ofensiva soviética.
La destrucción provocada por el bando aliado en la segunda guerra mundial multiplicó muchas veces la causada por los alemanes y los japoneses en sus aventuras expansionistas en Occidente (los casos ruso y chino son materia diferente). Pero la vindicta pública se ha desplomado sin embargo en forma abrumadora sobre los primeros. Guernica, Coventry, Rotterdam se convirtieron en nombres emblemáticos de la destrucción caída del cielo. Hamburgo y Dresde no tuvieron al principio la misma resonancia y fue sólo años más tarde que comenzaron a revestir, para la opinión occidental, la dimensión inhumana que realmente tuvieron.
Se aduce que no es el número de víctimas lo que califica a un acto de terror, sino la naturaleza implacable e indiferenciada que este reviste respecto de sus víctimas. Esto permitiría poner a Hiroshima al mismo nivel que el ataque a las Torres Gemelas. Sin embargo, hay una máxima que señala que, en un determinado momento, la cantidad modifica a la calidad. Comparar Dresde con las Torres Gemelas es un obvio despropósito. Por un lado por magnitud del desastre, pero muy en especial porque en el primer caso medió una decisión administrativa, tomada por los departamentos competentes de un Estado constituido contra un enemigo ya indefenso, mientras que en el segundo episodio se trató de un grupo de fanáticos decididos a inmolarse para tomar desquite de la situación de injusticia en que se encuentran millones de seres indefensos. Esto no implica significar que hay un terror bueno y otro malo, sino que la actividad humana sigue siendo medida con un doble rasero, el que se aplican a sí mismos los poderes dominantes y el que estos otorgan a los pueblos que se encuentran bajo su férula. Esto es tan viejo como el mundo, pero hay momentos en la historia que las cartas se revierten. Esos momentos son los que están marcados por la incapacidad del sistema dominante para seguir creciendo, y en que surge la necesidad de encontrarle un sustituto capaz de retomar el crecimiento. Un poder que disemina el espanto y que se concentra en la punta de la pirámide mientras abandona a la base sobre la que se apoya a su suerte, es un poder injusto y, de cierta manera, condenado. Sólo hay que encontrar al protagonista social que sea capaz de sustituirlo, devolviendo la voluntad de poder a la dimensión innovadora que es la única capaz de asegurar la subsistencia. Parece ser que nuestro sino es seguir buscándolo, todavía a oscuras.