L’enfant terrible de Latinoamérica, el presidente de Venezuela, Hugo Chávez Frías, se ocupó de sacar la cumbre de la Unasur en Quito del encuadre formal y diplomático que los presidentes de los otros países habían cuidado no quebrar, pese a que la cuestión de las bases militares estadounidenses en Colombia preocupaba a más de uno. Chávez denunció con su estilo tropical y altisonante los “vientos de guerra” que esas implantaciones preanuncian. Y lo hizo apenas se produjo el cierre formal del debate, prorrumpiendo en un discurso que de diplomático no tenía nada, pero que estaba provisto del invalorable carácter que da el llamar a las cosas por su nombre.
Estas reuniones de mandatarios se están pareciendo cada vez menos a esos juegos florales que solían ser las conferencias panamericanas. Señal cierta de la necesidad de un cambio y de la existencia de imperativos que convocan a nuestros países a hacer contacto con una realidad distinta. Las tendencias que se mueven en este trasfondo todavía no se visualizan del todo a sí mismas, pero están en tren formarse, a menos que sean reprimidas por una reacción despiadada de parte del imperialismo y de las fuerzas locales que actúan de consuno con este.
La blanda distribución de mutuos elogios de muchos otros encuentros reflejaba el apartamiento de estos países respecto de la realidad efectiva que los afecta como partes de una región atraída, como otras, hacia el vórtice de una globalización que, tal como fue concebida, viene a repetir, ampliada, la relación amo-vasallo dentro de la cual se configuró la evolución de nuestros países una vez conseguida la “independencia”. Que de hecho significó desplazarse del ámbito del dominio de la corona hispánica a la dependencia de Gran Bretaña y Estados Unidos.
Ya hace un tiempo que las voces de cambio se empiezan a hacerse oír en estos eventos, programados en el pasado para corroborar el apoyo latinoamericano a Estados Unidos y el acomodamiento de los gobiernos del subcontinente al gran Hermano del Norte. Mar del Plata, donde se desarticuló de manera muy poco protocolar la proposición del Alca (Asociación para el libre comercio de las Américas) propugnada por George Bush; y las reuniones del Grupo de Río y de la Unasur que desactivaron las bombas de tiempo plantadas por la incursión colombiana en territorio ecuatoriano y por el movimiento secesionista del Oriente boliviano, demuestran que las cosas han cambiado y que, aunque con matices distintos, los gobiernos de la mayoría de los países suramericanos han empezado a barajar hipótesis que se apartan mucho de la aquiescencia obediente que se percibía en el pasado.
Ahora bien, cualquier intento de modificar las coordenadas de la dependencia respecto de Estados Unidos trae aparejada, inevitablemente, la certeza de un choque con muchos intereses allí radicados. Esta hipótesis asusta a muchos. Hasta el punto de que algunos mandatarios no se la plantean siquiera. El ejemplo extremo de esta tesitura lo expresa Álvaro Uribe, cuya raigambre conservadora y su pertenencia al establishment latifundista de su país lo han convertido –en las condiciones de guerra civil que Colombia arrastra desde hace más de medio siglo- en el abanderado de la santa alianza con Washington. La irrupción de un caudillo populista como Chávez, que no hesita en romper la telaraña de la dependencia económica, ideológica y psicológica en la cual se envuelven los sectores altos y gran parte de la clase media venezolana, se erige en una amenaza para sus similares colombianos, convirtiéndolos en agentes activos del interés imperialista en derrocar o eliminar físicamente al caudillo venezolano.
No olvidemos que la política internacional, en estos tiempos en particular, no se diferencia demasiado de una película de gángsters. Los intereses norteamericanos en América del Sur, que proyectan también los de los países de la Otan, harán cualquier cosa para no perder la posibilidad de mantener sujeta a esta parte del mundo, que atesora inmensas riquezas y posee las reservas naturales y energéticas que serán decisivas para el mantenimiento de la vida en el planeta en las décadas por venir.
Junto a Uribe que, cualesquiera sean sus pensamientos íntimos acerca del papel que le toca jugar, no puede disociarse del abrazo de oso de Estados Unidos, se alinea el presidente de Perú, Alan García. En una posición de firme apoyo a Chávez se perfilan en cambio Evo Morales y Rafael Correa, cuyas coincidencias ideológicas con aquel no pesan más que sus angustias geopolíticas, parecidas a las del venezolano: están tironeados por movimientos secesionistas fogoneados desde afuera. Con el agravante de que la posibilidad de desarrollo de sus respectivas sociedades se encuentra acotada por la exigüidad de su disponibilidad de dinero.
Brasil y Argentina también respaldan a Venezuela, pero desde posturas más matizadas. A Brasil no le hacen ninguna gracia las bases: teme que se produzca una guerra entre Colombia y Venezuela que podría repercutir en la Amazonia y desconfía al máximo la recreación de la IV Flota norteamericana, de la cual sospecha no sólo de que su misión excede largamente la de combatir al narcotráfico, sino que presume que su verdadero objetivo es estar en disponibilidad de cerrar la boca del Amazonas y de vigilar las fabulosas reservas energéticas que los brasileños han descubierto en su plataforma submarina. Argentina tampoco ve con agrado el crecimiento de las tensiones en el Cono Sur pero, al revés de lo que ocurre con Brasil, no parece disponer de ningún proyecto defensivo respecto de esa tendencia a la militarización que comienza a percibirse en el área suramericana.
No hace falta ser alarmista, pero la posibilidad de choques en el Cono Sur, entre países donde, más allá de la cobertura democrática, palpitan fuerzas que cultivan el retorno al pasado y que no entienden renunciar a su relación simbiótica con el imperialismo, se está poniendo a la orden del día. Un dosaje adecuado de propaganda malintencionada, promovida a través del control monopólico de la mayoría de los medios de comunicación y algunos incidentes bien programados, pueden dar lugar a situaciones extremas. En lo referido a la manipulación informativa conviene traer a cuento un titular televisivo a propósito del discurso de los “vientos de guerra” de Hugo Chávez. Mientras el mandatario venezolano advertía sobre los peligros que se cernían sobre su país y la región ante el brote de las bases norteamericanas en Colombia, la televisora titulaba al pie: “Chávez amenaza con la guerra”. De miserabilidades de este tipo el discurso mediático está lleno.
Un país sin proyecto de defensa
En este contexto de militarización creciente, la Argentina –como en tantos otros campos- carece de un proyecto. El estado de las Fuerzas Armadas es deplorable. Confundiendo como suele ser costumbre lo fundamental con lo accesorio, los gobiernos de la democracia han reducido al Ejército, la Aviación y la Armada a su mínima expresión. El temor a un renacimiento del “partido militar” indujo e induce a nuestros gobiernos a “arrojar al niño con el agua de la bañera”. La puesta a punto del problema de la memoria y de los horrores de la dictadura no tiene porqué estar reñido con el desarrollo de una fuerza armada que esté en condiciones de defender las fronteras del país o de actuar allí donde los intereses de este –que se confunden con los de otros países latinoamericanos- lo requieran. Sin embargo hoy es el día en que la Armada está desguazada, el Ejército sobrevive penosamente y la Fuerza Aérea tiene a El Palomar –para reproducir un dicho que corre entre sus integrantes- convertido en un cementerio de elefantes. Chile, que sobrelleva un aparato militar fuertemente influido todavía por supervivencias pinochetistas y cuya política exterior se funda aun en unos criterios de insularidad que en cierta medida la aíslan del concierto o desconcierto latinoamericano, se está armando hasta los dientes. Hasta donde cabe presumir, las inquietudes trasandinas en esta materia se refieren sobre todo a la vecindad con Perú y Bolivia; pero no se pueden olvidar las viejas diferencias con nuestro país a propósito de los límites en la Patagonia y la tendencia cultivada, a veces ni siquiera en sordina, respecto de considerar a esta como una especie de territorio irredento.
En las condiciones del mundo moderno, una guerra localizada entre naciones sudamericanas no tendría porqué durar mucho ni porqué definirse por el peso específico de los contrincantes, que en una confrontación de larga duración podría invertir el curso de las primeras batallas. Bastaría un golpe rápido para ocupar una zona de interés estratégico, aceptar la inmediata mediación de la OEA y las Naciones Unidas y esperar hasta las calendas griegas, poniendo a los vecinos ante el hecho consumado.
El nuevo achicamiento del presupuesto militar argentino en un 20 % -como consecuencia de la crisis económica internacional- reducción focalizada sobre todo en lo referido a gastos operativos, problematiza aun más la situación en materia de defensa que afronta nuestro país.
Los temores del estamento político respecto de un renacimiento del “partido militar”, como se señalara antes, son disparatados, pues para dar un golpe interno –respecto al cual no existe la precondición necesaria, es decir, la aquiescencia de gran parte de la población- no hacen falta una fuerzas armadas equipadas con armas modernas: las guardias nacionales de Centroamérica, poco más que unas fuerzas de policía, bastaron y sobraron para darlos. De modo que el abandono en que se encuentran las Fuerzas Armadas y las industrias para la defensa implican simplemente un caso de extremo de incuria burocrática e ignorancia estratégica.
Esperemos que esta superficialidad oportunista no termine costándonos caro.