La Argentina o si se quiere su opinión pública de clase media y la intelligentsia, han estado siempre bastante informados de lo que acontece en el mundo. Cosa que es buena, en la medida en que la situación internacional y la política externa son en efecto factores decisivos para configurar a un país como tal. La importancia relativa de una nación se observa por la escala en que esta se encuentra en relación a las demás.
Esa percepción de que hablamos, sin embargo, entre nosotros por lo general ha seguido una óptica que nos ve en relación al mundo desarrollado. A Europa y Estados Unidos, esencialmente. En la perspectiva de la historia oficial o desde el ángulo de visión de nuestras clases ilustradas no se ha tenido en cuenta la evolución de América latina o se ha prestado una atención secundaria a esta, como no sea en sus aspectos económicos más inmediatos, como por ejemplo en las proyecciones del Mercosur en lo que se refiere a las posibilidades que este ofrece para hacer negocios. Sin embargo la Argentina sólo puede tener una dimensión seria si se reconoce a sí misma como parte de un ámbito político continental, el único donde puede darse una macroeconomía y el único que puede proveer de peso específico a los países latinoamericanos para relacionarse en un pie de igualdad con el resto del mundo.
La distorsión del pasado por obra de la historia oficial ha llevado al desconocimiento de la situación estratégica de Iberoamérica en su espacio geopolítico. Ahora bien, no se puede prestar una atención marginal a un asunto que es de importancia decisiva para la definición de nuestro futuro y el de los otros países de América del Sur.
No siempre fue así, sin embargo. No siempre nuestros vecinos y hermanos fueron, para el hombre común, asteroides que, como nosotros mismos, derivaban en el espacio siguiendo la órbita de unos polos de atracción que variaban según quien ganase la primacía en el hemisferio norte. Cada cual a su manera, los prohombres de la Independencia -San Martín, Bolívar, Moreno, Belgrano, Monteagudo y O’Higgins- soñaron con una Patria Grande de la que se desprendería la unidad del conjunto de los países de América latina. Su no concreción en la época de la Independencia dejó a estos países a la deriva, ofreciéndolos como presa fácil para el interés externo y para los grupos locales que se propusieron girar en la órbita de este, porque ello les convenía a los fines de construir su poderío y usufructuar casi en exclusiva de bienes que correspondían a la comunidad entera.
Quizá por entonces las condiciones objetivas para la unidad de Iberoamérica no se daban, al haber fracasado la revolución liberal en España y al hacerse evidente que incluso en esta no había “quórum” para otorgar un tratamiento equitativo a las Américas. En las Cortes de Cádiz el requerimiento de la igualdad de derechos entre los nacidos en este continente y los españoles de la Península tropezó con la hostilidad del llamado partido “servil” –factótum del absolutismo- y la indiferencia o la desconfianza de los liberales.
Los obstáculos físicos que por aquella época la geografía oponía a una nación hispanoamericana integrada, faltando el núcleo que podría haber actuado como factor centrípeto –esto es, España-, sumados a la influencia extranjera y al interés de las oligarquías portuarias vinculadas al mercado externo, hicieron fracasar el sueño grande, sofocando asimismo a posibilidad de constituir naciones separadas pero más o menos bien integradas en torno de criterios que privilegiasen el desarrollo y la democracia. En su lugar se nos ofrecieron unos países restringidos en su espacio, consagrados al monocultivo y afectados por una ecuación que combinaba la represión salvaje y las instancias pseudolegales para constituir sociedades sin un sentido claro de su identidad e influidas por una deformación cultural operada bajo la influencia de todos esos factores; muchos de los cuales siguen gravitando hoy contra los esfuerzos para revertir sus términos.
El drama de la inexistencia de una Nación latinoamericana va de la mano con la dificultad de constituir sociedades democráticas. Es decir, bien organizadas incluso en los países que componen ese marco ideal y aun no realizado. El estamento conservador se ha opuesto siempre, a sangre y fuego o con expedientes “legales”, al desarrollo armónico de estos países y, por supuesto, a cualquier intento de crear una unidad superior entre ellos.
Desde luego, no es posible suponer que no existen diferencias entre el norte y el sur de América latina; entre México, los países del Caribe, Bolivia, los países andinos y los países de la Cuenca del Plata… Todos tienen peculiaridades sociológicas, psicológicas, raciales y por ende culturales. Pero todos hablan un mismo idioma –o una lengua hermana, como en el caso de Brasil-, todos son de confesión preponderantemente católica, la practiquen o no; y todos sus referentes artísticos –literatura, cine, pintura, escultura y sobre todo música- son “legibles” por todos y se traspasan mutuamente. La cumbia, la salsa, el tango, la rumba, el bolero, la guaraña, el corrido, la cueca, la vidala o el riquísimo folklore brasileño tocan a todos por igual.
Esta es la base profunda sobre la que habrá de construirse la unidad, algún día, y esta es la base –debemos estar conscientes de ello- que el imperialismo y sus socios se proponen seguir atacando para prevenir esa unidad futura. Ello debería poner en su justa perspectiva a la multitud de indigenismos que vienen proliferando en estos tiempos, bajo el amparo de las ONG y de muchos intelectuales que no comprenden lo que se agita detrás de las reivindicaciones autonomistas que suelen encaramarse sobre la noción de “los pueblos originarios”. Hay legítimas reivindicaciones culturales (como idiomas, costumbres y cosmovisiones indígenas) que merecen ser amparadas y sobre todo puestas en función de la dignificación social de grandes masas de pueblo sumergidas desde los tiempos de la Colonia, discriminadas por su origen tanto como por su pobreza. Pero esto no debe suprimir la visión de conjunto del tema del indigenismo a la moda. Esta nos revela, detrás de la afirmación aparentemente humanista, una voluntad de fragmentación que sería lo peor que podría ocurrirnos en unos países que necesitan de una estructura firme para montarse como partes de un marco más amplio.
Como dice Andrés Soliz Rada, con los criterios indigenistas asumidos como reivindicación absoluta, “en Sudamérica deberían tener reconocimiento constitucional de naciones 493 etnias y pueblos originarios según estos datos de Internet: Bolivia 36 naciones, Brasil 200, Colombia 80, Perú 71, Argentina 32, Paraguay 17, Chile 15, Ecuador 14, Venezuela 35 y Uruguay 13, las que, en caso de seguir el ejemplo boliviano, tendrían también autonomía territorial, política y jurídica, sin límites de aplicación precisa y con libre manejo de recursos naturales, renovables o no”. (1)
Va de suyo que semejante fragmentación cerraría el paso a la formación de una unidad superior provista de coherencia de propósitos.
La tendencia global sin embargo parece estar dirigida a la formación de grandes grupos regionales que sean capaces de afrontar los grandes problemas que suscita la crisis del sistema mundo, su constante militarización, la agresividad que lo distingue, la multipolaridad y la pretensión hegemónica del centro, que aspira a establecer su orden anteponiéndolo a cualquier otra alternativa. Si América latina no consigue articularse como una unidad a mediano plazo, su destino a largo término volverá a repetir el fracaso que padeciéramos en los dos primeros siglos de nuestra vida independiente. Independiente, pero fragmentada y, por lo tanto, subordinada a lo que desean las naciones o los bloques de poder en gran escala.
¿Los argentinos, descendemos de los barcos?
La frase es de Carlos Fuentes, el gran escritor mexicano que, puesto a reflexionar en tono de broma a propósito del tema de la identidad latinoamericana, expresó que si los mexicanos descendían de los aztecas y los españoles, los peruanos de los españoles y de los incas, los brasileños de los negros, de los indios y de los portugueses, nosotros, los argentinos, descendíamos de los barcos.
Es una boutade ingeniosa, como la no menos ingeniosa del economista norteamericano Lester Thurow, que aduce que la Argentina es un país lleno de italianos que hablan español y quisieran ser ingleses… Pero no es más que eso, una boutade; esto es, una aserción paradójica, absurda aunque divertida, que se presenta con apariencias de verdadera. Pues este país nuestro está repleto de contradicciones, entre las cuales las psicológicas no son las menores y que encuentran en el tema de la identidad un espacio favorable para explayarse.
En lo referido a la composición racial de la Argentina hay que tomar en cuenta que la población criolla originaria sigue siendo la mayoritaria, reforzada con el aporte, durante las décadas recientes, de una corriente inmigratoria proveniente de países vecinos. Usando un referente luctuoso pero no por esto menos eficaz para medir la proporción de población criolla que existe en el país, basta leer la lista de las víctimas cobradas por los accidentes masivos de transporte que se suelen producir en las rutas o en los grandes conglomerados de las periferias urbanas: la gran mayoría de los nombres son españoles, aunque más justo sería decir que son de origen criollo y “morocho”. El punto viene a demostrar, de paso, que la mala suerte se ensaña con los más pobres, y a significar que la derrota del país interior durante las décadas que duró la organización nacional acarreó el desplazamiento (casi diríamos que la limpieza étnica) de grandes cantidades de gente a las que empujó a un rango social inferior y más desprotegido.
Junto a esta constatación está la de la flexibilidad y porosidad de esta sociedad respecto de los aportes raciales y culturales de la más diversa índole. El melting pot, tan valorado por los analistas de la sociedad estadounidense, se revela mucho más verdadero aquí que allí. Si en los Estados Unidos los aportes inmigratorios fueron enormes, nunca se terminó de cerrar del todo la brecha racial. Aunque en el último medio siglo se hayan dado grandes pasos en ese sentido y un mulato se siente hoy en el sillón presidencial de la Casa Blanca, la población sigue dividiéndose según características antropológicas y confesionales: la predominante, nucleada en los wasp (esto es, blancos, anglosajones y protestantes); y el resto, de tipología latina o hispana, italiana, irlandesa, judía, indígena, musulmana y negra. Se trata de un orden jerarquizado, donde hay distintos niveles de apreciación para cada casta. Por una de esas volteretas de la historia los judíos hoy casi se han equiparado a los wasp, mientras que los negros, hasta hace poco el sector más menospreciado, sospechado u odiado, han trepado un poco en la escala y cedido ese lugar a los musulmanes, que se han convertido en el espantajo terrorista que sirve a Washington para seguir instrumentando la extorsión militar en el mundo entero. El melting pot es una expresión que tiene mucho de ficticio y disimula mal el carácter estamental que tiene la sociedad norteamericana. Más elocuentes resultan las proporciones de la población penal en Estados Unidos. Los negros y los hispanos son abrumadora mayoría dentro de ella.
En Argentina el camino de la integración ha sido más fluido. Pobladores de todo el mundo se han fusionado con la sociedad local sin mayores inconvenientes. Recurriendo a un símil gastronómico, si en Estados Unidos el aporte inmigratorio ha configurado a la sociedad como una ensalada, aquí esa mezcla ha cobrado las apariencias de un guiso.
Civilización y barbarie
Pero el tema del racismo persiste entre nosotros, sin embargo. Y se cuela en la desconfianza y el mal disimulado desprecio con que la clase media urbana, en los centros o las áreas rurales donde se ha producido mayor concentración inmigratoria, tiende a observar a los movimientos populares y a las aportaciones poblacionales provenientes de los países vecinos; con excepción del Uruguay, que goza del mismo estatus que el porteño en la medida en que su composición social se asemeja a la de Buenos Aires y las provincias del Litoral. Este fenómeno participa de la nacionalización parcial y deformada que las masas inmigratorias experimentaron durante su época aluvional y de sus propios prejuicios, devenidos de su origen europeo. El primer factor es tal vez el más importante. La clase dirigente de este país, la oligarquía agropecuaria y sus ramificaciones comerciales, montó una narración histórica a su medida, que definía al país a partir del apotegma sarmientino de la civilización contrapuesta a la barbarie. La civilización era Europa, o más precisamente la Europa anglosajona o francesa, a la que se acoplaban los Estados Unidos. La barbarie era el tumultuoso trasfondo provinciano, recorrido por “gauchos malos” y montoneras. La civilización era Buenos Aires, abierta al mundo, y la barbarie el resto del país que no se acomodaba a sus exigencias.
Tras ese diseño se escondía en realidad el contubernio entre la burguesía compradora (2) de la ciudad-puerto y los intereses imperiales que insertaban a la Argentina como una pieza más de un tablero mundial que los favorecía. Para servir este propósito la historia oficial elaboró un pasado de mentirijillas, repleto de cuentos de hadas, de ficciones de terror y de ocultamientos dolosos. Los próceres fueron helados en el mármol, mientras que las únicas figuras que conservaban un soplo vital eran las pintadas, precisamente, como los villanos del cuento. Quizá porque en su quintaesenciada maldad había un soplo de vida que impedía su congelamiento. Don Juan Manuel de Rosas y Facundo Quiroga se convirtieron en las bestias negras de nuestra historia, pero al mismo tiempo atrajeron el mayor número de tributos literarios que, al menos en una ocasión, en el Facundo de Sarmiento, erigió una pieza narrativa genial, en la que se dieron cita el relato épico, una sociología errada pero poderosa en su simplificación y una prosa de primer nivel, expresiva del talante y el talento explosivos de su dueño.
La obra de Sarmiento perdurará, porque es la de un artista que transmite con intensidad los elementos contradictorios de la realidad que describe. Y también porque, en su arrebato novelesco, se refleja el interés y la ideología de la clase dominante y se introducen los datos que capturarán la imaginación de las oleadas inmigratorias una vez que estas se desprendan de la tosquedad de sus primeras generaciones y gradualmente se conformen como clase media. Muchos de sus integrantes quedarán imbuidos de esta interpretación fantástica de nuestra historia y la transmitirán a medida que asciendan en la escala social. Pues ellos se transformarán en el espinazo de la pequeña-burguesía intelectual encargada la docencia –esto es, de distribuir el conocimiento- en sus distintos niveles.
La identidad vacilante y la conexión latinoamericana
Este núcleo social padecía –y padece- la inseguridad que lo distingue en todas partes, agravado por el problema identitario que es propio de los recién llegados a un país extraño y que intentan asimilarse incorporando los datos de una historia oficial concebida a la medida de los grupos dominantes. El desprecio por la gente de adentro, por el poblador criollo, derrotado por el proyecto de configurar a la nación a partir de la ciudad puerto y del ámbito litoraleño, casó muy bien con esa inseguridad identitaria del estrato medio y le suministró un apoyo para escapar de su debilidad psicológica a través del prejuicio. En este proceso se ha consumido más de un siglo, y no ha terminado todavía.
Ahora bien, la incapacidad para ver al otro y la introyección de un sentido de superioridad ficticio respecto del pueblo bajo, cortó durante mucho tiempo la posibilidad de realizar esa unidad popular que es indispensable para las tareas de liberación nacional. Este no es un fenómeno desconocido en el resto de Iberoamérica. Y ello es lógico, porque todos nuestros países, cada uno de acuerdo a su propia peculiaridad, se ha generado el mismo tipo de desarrollo manco que hemos sufrido nosotros, bien que en muchas partes el impacto inmigratorio haya sido mucho menor y el desarrollo capitalista dependiente se haya visto mucho más afectado por la supervivencia de los modelos feudales de explotación.
La conexión latinoamericana está siempre presente, sin embargo. Para tenerla en cuenta es preciso revisar la historia oficial y entender la lucha que se produce al principio de la existencia independiente de estos países estaba interconectada y estratégicamente orientada por las mejores cabezas del bando patriota. En San Martín ese proyecto unitario presidía todo su accionar, al extremo de que se rehusó a posicionarse como el organizador de la Argentina, y eligió la aventura de impulsar la regeneración del continente. Rehuyó las invitaciones de Buenos Aires para imponer el “orden a palos” en el interior del país, como asienta la historia oficial, pero también –y esto suele ser disimulado- la de los caudillos del interior, entre quienes gozaba de mucho prestigio y que lo requerían para domeñar a Buenos Aires con las armas del Ejército y “nacionalizar” de esta manera a un puerto que velaba, esencialmente, sobre sus propios intereses en detrimento de una unidad nacional que no quería, a menos de imponerla con arreglo a sus propios objetivos.
Quizá San Martín se equivocó. Quizá pudo haber sido quien conciliase a la “civilización” con la “barbarie”. Quizá debió aceptar el papel que podían haberle dado los caudillos provincianos y organizar esta parte del continente en vez de intentar la aventura imposible -en ese momento- de fundar con Bolívar, el libertador que venía del norte, una suerte de Unión Sudamericana. Esa era una tarea que podía haberse asumido luego desde una posición más consolidada, en vez quedarse, como diría Bolívar al final de su trágico periplo, “arando en el mar”. Pero el emprendimiento unitario de América latina en tiempos de la Independencia era una esperanza vigente, cuya posibilidad de concretarse no se podía averiguar si no se probaba llevarla a cabo primero.
Tal como fueron las cosas, estando San Martín asomado a su campaña en el Pacífico, la muerte de Güemes a manos de los realistas conjurados con la oligarquía de Salta vino a ocluir, definitivamente, la posibilidad de realizar el nexo de la revolución rioplatense con el resto de América, a través del Alto Perú. Es decir, de lo que hoy conocemos como Bolivia. El plan era que el caudillo salteño avanzara hacia La Paz y realizara la fusión con la rebelión que hervía en las “republiquetas” altoperuanas. Esto hubiera dejado descubierta la retaguardia española y hubiera permitido a San Martín consolidar su posición en Perú en corto trámite, poniéndolo en un pie de igualdad con Bolívar en el momento de la famosa entrevista de Guayaquil. (3)
El fracaso de los Libertadores en llevar a cabo la unidad estuvo determinado por la exigüidad de la base social a la que podían apelar y por la fortaleza de los reductos oligárquicos asentados en los puertos, que no se cuidaban de proyectos fundados en la gran estrategia y velaban sobre sus propios e inmediatos intereses. Esta disparidad determinó que los segundos –no sin luchas a veces muy prolongadas, como en Argentina- se impusiesen y forjasen unos estilos de vida fundados en la desigualdad más flagrante. Desde luego, como decíamos antes, las diferencias en los condicionamientos sociales determinaron el surgimiento de países imbuidos de un mayor o un menor atraso respecto de las condiciones de la vida moderna. El carácter feudal de la explotación del trabajo en Bolivia existió hasta mediados del siglo XX; lo mismo en México, hasta la revolución de Madero, Zapata, Villa, Carranza, Obregón y Cárdenas; y en Brasil la esclavitud duró hasta bien entrada la segunda mitad de siglo XIX. La Argentina y el Uruguay escaparon hasta cierto punto de esa caracterización configurándose como sociedades capitalistas, pero capitalistas dependientes (4) , lo que modificaba la ecuación progresiva y la transformaba en una forma más refinada y mediada de sometimiento. Pero, en cualquier caso, todas nuestras sociedades se configuraron como sociedades exógenas; esto es, como sociedades mirando al exterior y articulando su evolución a partir de relaciones económicas que privilegiaban a los imperialismos inglés o norteamericano, mientras se daban la espalda como hijas de un mismo venero cultural, aposentadas en una misma plataforma geoestratégica.
La Argentina no puede escapar a la determinación profunda de esa historia común aunque fragmentada. Solicitada por el mercado externo, su historia posterior a la Independencia siempre ha estado recorrida por el anhelo de una comunión latinoamericana. Esa tendencia por supuesto no proviene de los estamentos que tradicionalmente la gobernaron a partir de la organización nacional, sino que es el producto de los intentos esporádicos para romper con ellos. Los únicos caudillos populares que tuvo el país a escala nacional durante el siglo XX -Hipólito Yrigoyen y Juan Perón-, presentían o estaban ciertos de la naturaleza común de las luchas populares en Iberoamérica. El presidente radical hizo valer la solidaridad latinoamericana en ocasión de la invasión norteamericana a la república dominicana y Perón recuperó la idea de Roque Sáenz Peña en el sentido de conformar el ABC –la conjunción de Argentina, Brasil y Chile- como opción para un desarrollo regional integrado.
Raíces en la historia
Pero estos dos no son ejemplos aislados. Sin remitirnos a Centroamérica y hablar de Francisco de Morazán, hubo otros personajes, en las vecindades de Argentina, como José Gervasio de Artigas y Francisco Solano López, que comprendían la naturaleza del problema y ensayaron, cada cual a su manera y con los condicionantes de su tiempo, un esfuerzo para dar pie a una construcción más amplia, en un momento histórico donde aun se podía ensayar un proyecto que sirviera de apoyo para un crecimiento más estructurado. Ambos fracasaron, y el segundo lo hizo de una forma catastrófica, en virtud de llegar muy tarde y cuando los dados ya estaban echados. Los dos son significativos de realidad argentina en la medida que suscitaron un sinceramiento brutal de nuestras propias contradicciones.
Don José Gervasio de Artigas, ensalzado como forjador de la “nacionalidad” uruguaya, fue en realidad un héroe rioplatense con proyección hacia la Argentina profunda, que debiera considerarlo más propio que las figuras del procerato unitario encabezadas por Rivadavia, Pueyrredón, Sarmiento o Bartolomé Mitre. Estos forjaron un proyecto de país organizado alrededor de Buenos Aires y de un desarrollo que relegaba a la Argentina interior, dando lugar al triste fenómeno de un cuerpo raquítico ligado a una cabeza de gigante. Esa Argentina interior no tenía por qué haber sido tan raquítica de haber existido un proyecto que pusiese las rentas de la Aduana al servicio de un desarrollo integrado.
Cierta historiografía pone de relieve la escualidez de las burguesías provincianas en contraste con el dinamismo porteño, que se movilizaba a partir del dinero que agenciaba el puerto. Esa corriente historiográfica da a entender que el desarrollo contrahecho de nuestro país fue una fatalidad derivada de ese irreversible desnivel económico. Las provincias estaban condenadas por el escaso desarrollo de sus fuerzas productivas y no se encontraban en condiciones de resistir al aluvión del comercio inglés, asociado a la burguesía compradora de Buenos Aires. José Pablo Feinmann suscribe esta perspectiva en por otra parte atractivo y útil libro La filosofía y el barro de la historia, donde dice, siguiéndolo a Milcíades Peña, que “Mitre solo cometió el error de recibir el capital extranjero en las peores condiciones para el país, pero que el proceso que lideraba era necesario. Felipe Varela, en el caso de haberse apropiado del Fuerte de Buenos Aires, hubiera debido hacer lo mismo que Mitre”.
Es un punto de vista discutible. La propensión a traducir las certidumbres económicas a datos fatales de la realidad social puede inducir a no oponerse al movimiento de las cosas y a no tomar en cuenta los factores resistentes que existen en la sociedad y que exceden al cálculo matemático. En ocasiones el Estado, si el gobierno está en manos de dirigentes provistos de visión estratégica, puede fungir como burguesía vicaria e imponer, por la fuerza si es necesario, los objetivos que hay que cumplir si se quiere avanzar hacia una sociedad organizada. El bonapartismo no tiene otra raíz, y el tan denostado populismo y caudillismo que impregna a la historia latinoamericana, tampoco.
Esto es, que si Felipe Varela hubiera tomado el Fuerte de Buenos Aires, hubiera hecho lo mismo que Mitre, probablemente, pero con un sentido opuesto.
Una de esas figuras aglutinantes de los primeros años de nuestra vida independiente fue Artigas, al igual que San Martín. Este último, como hemos visto, prefirió “el asalto al cielo”; esto es, la expedición a Chile y Perú y el intento de conjunción con Bolívar para fundar un esbozo de federación sudamericana. Artigas, por su ubicación geográfica y su base social no podía permitirse semejante desafío, pero percibió la naturaleza profunda del problema e intentó unir a la Banda Oriental, Misiones, Corrientes, Entre Ríos, Córdoba y Santa Fe en un bloque capaz de compensar el peso porteño. Lanzó una genuina reforma democrática basada en una reforma agraria. Fue hostilizado por Buenos Aires y por la clase comercial montevideana, por los estancieros orientales y por supuesto por Inglaterra, que se oponía radicalmente a cualquier posibilidad de unificación entre las dos orillas del Plata y que se apresuró a urdir una conspiración, que tuvo como eje al Imperio del Brasil y al unitarismo porteño, para acabar con Artigas. En ella también terminó participando Pancho Ramírez, el Supremo Entrerriano, en la primera manifestación de una duplicidad de la clase dirigente de las provincias del Litoral –enfrentadas con Buenos Aires por la cuestión del Puerto, pero movidas también por el interés del comercio con Inglaterra. Esta duplicidad se prolongaría hasta 1861, y en ella se encuentra en el núcleo del fracaso del Interior en los dos momentos en que pareció tener ganada la partida: después de la primera batalla de Cepeda, en 1820, y tras la primera fase de la batalla de Pavón, en 1861.
La participación brasileña en la crisis simultánea a la independencia definió la derrota de Artigas en Tacuarembó y acabó con la ocupación de la Banda Oriental, todo a la vista y con el consentimiento tácito de Buenos Aires. Poco después esa ocupación iba a redundar en una guerra con el Imperio, querida por el país profundo, pero peleada por Buenos Aires a media máquina, guerra que culminaría con la creación del Estado tapón uruguayo, objetivo central de la política británica por esos años en esta parte del mundo.
Inglaterra aparece ya allí como el Deus ex machina de la determinación de la política argentina hacia el resto de Sudamérica y como factor que hace de Brasil la clave de bóveda de un orden continental fundado en la división de las partes que lo componen o pueden componerlo. La derrota de Artigas suprime del escenario a la tal vez única figura que hubiera podido asumir el rol de mediador entre las provincias y Buenos Aires y de dínamo de un impulso poderoso para establecer cierto equilibrio entre todos.
Tras su derrota, Artigas se refugió en Paraguay, donde transcurrió la última parte de su vida como virtual prisionero del dictador José Gaspar Rodríguez de Francia (el Supremo de la novela de Roa Bastos), quien había elegido encerrar a su país para evadir la corriente del cambio que sacudía al resto de las ex colonias españolas. Esto preservó a Paraguay en una primera instancia de los conflictos que desgarraron a sus vecinos y luego dio lugar a una suerte de desarrollo autárquico que culminó con la gestión de los López – Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano López- quienes hicieron de Paraguay una nación tecnológicamente bien equipada para su tiempo, alfabetizada y provista de un ejército eficiente. Su abroquelamiento y su repliegue sobre sí mismo, sin embargo, consintió que en su torno se afirmaran las fuerzas de las oligarquías portuarias de Buenos Aires y Montevideo, y que Urquiza, solicitado por el interés británico en la apertura de los ríos Paraná y Uruguay, abandonase al interior argentino a su suerte, después de Pavón.
La existencia de Paraguay tal como se había venido conformando era un insulto, una molestia y un peligro para las fuerzas que habían venido moldeando la cuenca del Plata y, aun más, para Inglaterra, beneficiaria de ese modelo organizativo. De alguna manera Paraguay se había convertido en un escándalo regional para el capitalismo que globalizaba al mundo en el siglo XIX. La conjura para acabar con él comenzó a tejerse en la reunión de Puntas del Rosario, en 1864, donde coincidieron porteños, brasileños y el general oriental Venancio Flores para terminar con la resistencia del partido Blanco (el partido popular del Uruguay, hermano de sangre de los federales argentinos), a través de una invasión imperial. A poco de cruzar la frontera los brasileños (abastecidos por Mitre con bombas para su flota) chocaron contra Paysandú, que resistió su envite durante un mes. Solano López, que había asumido la presidencia del Paraguay en 1862, había decidido que su país debía escapar del aislamiento que se había autoimpuesto en la segunda década del siglo. Para ello requería mantener abiertos los ríos e impedir que Brasil se afirmase en la Banda Oriental. Respaldó entonces al gobierno uruguayo de Bernardo Berro –sucedido por el de Atanasio Cruz Aguirre- y solicitó permiso a la Argentina para cruzar por la provincia de Corrientes y acudir en auxilio del bando popular y constitucional. Su pedido fue rechazado por Buenos Aires, alegando una neutralidad que de hecho no existía, pues la colusión del gobierno de Bartolomé Mitre con los imperiales brasileños y con Venancio Flores –el general uruguayo que encabezaba la rebelión contra el gobierno de Berro y había sido lugarteniente de Mitre durante la campaña que siguió a Pavón, en la cual se aniquiló de manera inmisericorde la resistencia del interior al modelo portuario-, era conocida por todos y se erigía en un factor de peso decisivo para dirimir la guerra civil entre los orientales.
Solano López invadió Corrientes y avanzó sobre el Uruguay, suministrando así el pretexto para la formación de la Triple Alianza entre Argentina, Brasil y el Uruguay sometido a Venancio Flores. Las columnas paraguayas no pasaron más allá de los límites de esa provincia argentina, y debieron replegarse luego de la derrota de Yatay, dando lugar así a la apertura del que quizá sea el capítulo más trágico de la historia sudamericana. Paraguay fue barrido del mapa a todos los efectos: su población masculina fue casi aniquilada, sus industrias arrasadas al nivel del suelo y su demografía cayó verticalmente. El heroísmo de sus soldados y la determinación fanática de Solano López –quien murió en combate en Cerro Corá después de cuatro años de guerra implacable- no alcanzaron a equilibrar el peso de la balanza.
En Argentina la tragedia paraguaya fue sentida como propia por el país interior y por no pocos exponentes de la clase intelectual, incluso la clase intelectual porteña. Desde Rafael y José Hernández a Carlos Guido Spano y Adolfo Alsina, pasando por Juan Bautista Alberdi, el crimen cometido contra el pueblo paraguayo así como la desvergonzada ingerencia del gobierno de Mitre en Uruguay, fueron objeto de condena. Este rechazo se corporizó en un duro rebrote de las montoneras, encabezadas por Felipe Varela y luego, en el litoral, por la revolución de Ricardo López Jordán, que se cobró la vida de Urquiza, manchado por una larga historia de traiciones a la causa federal. Pero el fracaso de las últimas montoneras era inevitable. Otra hubiera sido tal vez la historia si, antes o inmediatamente después de Pavón, Paraguay se hubiera movido en ayuda de las resistencias interiores argentinas.
El turbulento período posterior a Pavón fue determinante para el parto de la Argentina tal como se configuró en las décadas siguientes. Pero, como hemos visto, la batalla por la organización nacional de acuerdo a un modelo exógeno no es plenamente comprensible si no se la ve en el cuadro más amplio de los conflictos regionales, en los cuales se entrecruzan una serie de coordenadas comunes, que traspasan el límite de las fronteras reconocidas. Argentina, Paraguay, Uruguay están atravesados por contradicciones que se agrupan en la definición de un modelo de país, que puede ser autárquico o dependiente. El castigo a que fue sometido Paraguay por haber avanzado en el primer camino, y el apabullamiento de las resistencias interiores contra los puertos de Buenos Aires y Montevideo, así como el papel de Brasil como agente activo del interés británico, deben ser leídos como fragmentos de una misma batalla.
Las idas y venidas de Rosas en torno de la rebelión de los farrapos, en Río Grande do Sul, así como la participación argentina en la Guerra Grande en Uruguay, también encuadran en esta misma vecindad conflictiva.
La vinculación de Argentina con su entorno regional, pues, está demostrada por la naturaleza de su intervención en los conflictos de esos países y en el eco que los mismos encontraban en el interior de nuestra propia patria. Esta relación contradictoria se olvida una vez consumada la organización nacional. Sin embargo continúa existiendo, aunque en sordina y con arreglo a las buenas formas de diplomacia, y se va a manifestar cada vez con mayor peso a medida que esa organización (que no es sino un reflejo de la des-organización de todo el subcontinente en países incomunicados entre sí) sea puesta en entredicho por la incapacidad del sistema para suministrar respuestas eficientes al crecimiento de estas sociedades.
Apertura a un nuevo/viejo horizonte
Durante mucho tiempo las resistencias estuvieron dormidas o se expresaron en caciquismos elementales, que daban cierto aire a las expresiones de descontento popular, transformándolas después en clientelismos expresivos cuando más de una lealtad elemental y primitiva al patrón, al estanciero, al general o al político de turno. El tirano Banderas de la novela de Valle Inclán o el dictador ilustrado al estilo del protagonista de El recurso del método, de Alejo Carpentier, son retratos-robot de unos personajes que en la realidad se encarnaron en caudillos como el boliviano Mariano Melgarejo o el mexicano Porfirio Díaz, entre otros.
La alta sociedad y los estamentos medios más favorecidos por el estado de cosas, desentendidos de los motivos profundos que determinaban el triunfo de unos personajes como estos, corroboraron a partir de ese éxito su desdén por el pueblo oscuro y reforzaron con ese desprecio la imagen que europeos y estadounidenses habían acuñado del pueblo bajo latinoamericano: perezoso, dormilón de siestas inacabables y, cuando se liberaba de esa pasividad, brutal y animado por los instintos más bajos.
La situación comenzó a alterarse con la Revolución Mejicana, en especial después de la Decena Trágica y los asesinatos de Francisco Madero y Pino Suárez, cuando el enfrentamiento entre las fuerzas del latifundio y la oligarquía entenada con el extranjero y el nuevo país que estaba naciendo de la coalición de campesinos, obreros y clase media, cobró la intensidad de una guerra civil y dio lugar a una transformación en profundidad de la sociedad de México. Que luego esa revolución quedara a medio camino no obsta para reconocerle su valor esencial como ejemplo de ruptura con el pasado y como primera manifestación de las grandes revoluciones antiimperialistas que marcarían el siglo XX, desde la revolución rusa a las grandes rebeliones en los países coloniales y semicoloniales.
En este marco la Argentina empieza a recorrer un camino que poco a poco la pondría en un rumbo de reconexión con sus hermanos de Latinoamérica. Cuando estalla la revolución mexicana Argentina todavía estaba celebrando los fastos del Centenario, que fueron el apogeo del país conformado como paradigma del desarrollo autosatisfecho y de la plenitud de la era oligárquica. El surgimiento del radicalismo, una fuerza de raigambre popular que conjugaba elementos provenientes del pasado federal y del rosismo (5) con la aparición en la escena pública de las primeras generaciones de argentinos hijos de inmigrantes, supuso un fenómeno nuevo en la política nacional. Fuerza democratizadora y dinámica, en pugna con los fueros aristocratizantes del “régimen”, como denominaba Hipólito Yrigoyen a los dirigentes del país conformado a partir del acuerdo entre el mitrismo y el roquismo que se fue configurando después de que Roca lograra en 1880 la definitiva organización nacional al federalizar a Buenos Aires (no sin librar antes la última y más sangrienta de las batallas de nuestras guerras civiles), el radicalismo y su jefe comenzaron a asomarse a la realidad latinoamericana en una actitud más afirmativa que la de los gobiernos conservadores, habituados a una práctica muy módica de la democracia formal y atrincherados en el fraude.
Este carácter fue con seguridad el que insufló al gobierno de Yrigoyen la decisión de oponerse primero al ingreso de la Argentina en la primera guerra mundial y luego para protestar con energía por la intervención norteamericana en Santo Domingo. En el pasado las políticas norteamericanas en el hemisferio sur habían sido contrastadas en Argentina por los gobiernos conservadores, pero es difícil disociar la toma de distancia de estos para con Estados Unidos de la vinculación estrechísima que tenían con Gran Bretaña. Esta por cierto no estaba interesada en fomentar la expansión norteamericana por un subcontinente donde hacía pingües negocios. Pero la actitud de Yrigoyen no se fundó en ese tipo de consideraciones: tuvo una motivación genuina, derivada de la comprensión de dónde se encontraban los intereses del país. A pesar de sus reservas respecto a la codicia de Estados Unidos, en ese momento una participación argentina en la guerra no habría venido mal a Gran Bretaña. Nuestro país era considerado en Londres (y también en los círculos áulicos de nuestra oligarquía pecuaria) como parte integrante del Imperio británico, sólo que provisto de una soberanía artificial que liberaba a la potencia madre de cualquier responsabilidad por lo que aquí pasase. La llegada de soldados argentinos a Europa o al Medio Oriente hubiera sido cosa oportuna para una potencia que se desangraba en Francia y que ya estaba sorbiendo los recursos humanos de sus dominios y territorios coloniales dispersos por el mundo para arrojarlos al frente en Flandes. Después de todo no olvidemos que ese fue el sino de los pobres soldados portugueses sobre los que se abatió el furor de la última ofensiva alemana en 1918, la denominada Kaiserslacht, la batalla del Emperador.
Yrigoyen bloqueó resueltamente esta posibilidad y esto le ganó el desdén, no de Gran Bretaña, por cierto, sino más bien el de los círculos ilustrados del país, que respaldaban la intervención. Capturados por el vértigo de la propaganda y su propia presunción, muchos de sus integrantes demandaban a voz en grito el ingreso argentino a una guerra en la cual al país no se le había perdido nada. Su caballito de batalla era por entonces la defensa de la civilización latina (por la presencia de Francia e Italia en el bando aliado) contra la “barbarie” germánica. Durante la segunda guerra mundial el tópico sería la defensa de la democracia contra el totalitarismo…
En cualquier caso vemos aquí como la vertiente exógena de nuestra cultura domesticada se agita en torno de temas que poco tienen que ver con las necesidades reales del país ni con su natural ámbito de influencia, los otros países de América latina.
Esta insensibilidad iba a ser gradualmente contrastada a medida que los movimientos populares comenzasen a difundirse por Iberoamérica. La Revolución Mejicana dio el ejemplo, pegó el puntapié inicial a esos movimientos, si bien lo hizo de acuerdo a pautas de una intensidad, ferocidad y espectacularidad que no se reproducirían después de la misma manera. Pero el camino estaba abierto, el congelamiento del modelo oligárquico de la economía dependiente había sido cuestionado por los hechos. Esto había sucedido porque las masas habían reingresado a la vida política y se estaban convirtiendo en un factor que sería imposible dejar de tomar en cuenta.
Por el momento, sin embargo, la desconexión entre los países latinoamericanos persistiría o se encontraría referida a un trasvasamiento espurio, cual fue el “panamericanismo” concebido para acomodar a las Américas en el marco que convenía al “buen vecino”, Estados Unidos. Esta variante todavía tiene ambiciones, expresadas en el Alca (Asociación de Libre Comercio de las Américas), pero ha retrocedido de mucho, en medida inversa a la que han crecido los bloques regionales -Alba, Mercosur-, que ofrecen una perspectiva integradora que elude la sujeción al coloso norteamericano, cuyo peso aplastaría a cualquier asociado. Una política de libre comercio entre un gigante y una serie de países que, aislados, suponen una magnitud irrelevante, sería en efecto, para nosotros, suicida.
Crisis que nos favorecen
Pese a que en general la Argentina tuvo casi siempre a lo largo del pasado siglo gobiernos que se ajustaron a las normativas de la dependencia, la contestación del modelo tradicional creció de forma consistente. El punto de ruptura estuvo dado por la crisis de la Gran Depresión, que impactó de forma demoledora en nuestra relación con Gran Bretaña y cuestionó a fondo el modelo de dependencia fundado en la provisión de commodities para el Imperio.
Las crisis –sean estas de carácter bélico, social o financiero- en los centros del poder global, cuestionan el modelo dependiente y brindan la ocasión a los países coloniales o semicoloniales para aproximarse más o menos convulsivamente a la modernidad. En la década de 1930 el país hubo de intentar valerse por sí mismo y ello llevó a la aparición de una industria incipiente y a la formación de un nuevo proletariado, de origen en general provinciano y virgen de militancias ideológicas. Todo esto va a desembocar en el peronismo, primer gran movimiento de masas que implicará la politización de estas y su ingreso al escenario político como un protagonista de primera magnitud.
Este proceso de democratización no está solo en Sudamérica; engancha con otros movimientos parecidos en países vecinos, movimientos cuyo núcleo dinámico está provisto por la presencia del ejército o de un caudillo -o de ambos a la vez- que asumen por sí mismos las tareas inconclusas de la revolución burguesa en unos países sin burguesía. Al menos, sin una burguesía en el sentido europeo o norteamericano del término, que supone un núcleo social ceñido al propósito de procurar para el país un desarrollo autosostenido, sin duda que privilegiando sus propios intereses como estrato social, pero fortificando el mercado interno y haciendo de este el punto de partida de una expansión incesante que, en algún momento, se volcará hacia el exterior. No es este, como hemos visto antes, el carácter de nuestra burguesía “compradora”; esta se limita a la explotación de la Pampa húmeda y se acomoda a un modelo social inmovilista, pretendiendo perpetuar esa condición y ese modelo de explotación cuando este es ya a todas luces insuficiente.
El surgimiento del peronismo va de la mano, como decimos, con la aparición de otras expresiones políticas similares en Iberoamérica, a las que se suele definir como “populistas”, pero que también se pueden identificar con una categoría de cuño marxista: “bonapartismo”. Este toma por su cuenta la realización de las tareas burguesas a través de un líder vicario que suele encontrar expresión en algún caudillo populista (o demagogo, para el gusto de la oligarquía y de la pequeña burguesía bien pensante) o en el Ejército. Uno de los primeros casos de esta tendencia se dio en Brasil, donde el varguismo precedió al peronismo en el intento de dar una solución armónica a los problemas del desarrollo a través de la concentración del poder en una personalidad dominante, expediente útil para resolver unas tendencias centrífugas que estaban muy presentes hasta 1930 y que aun hoy no han desaparecido del todo, haciéndose por ejemplo perceptibles en el peso excesivo que reviste la burguesía paulista en el entramado del poder brasileño.
Getulio Vargas encabezó la tarea de unificar a una nación cuyas rivalidades interestaduales habían trabado su camino al desarrollo. La oligarquía cafetalera, la ganadera y la minera no terminaban de proponer un desarrollo centralizado. Vargas y parte del Ejército, incluidos muchos integrantes de la que había sido la columna Prestes (6), impusieron el “Estado Novo”, que intentaría remodelar a la sociedad brasileña de acuerdo a parámetros burgueses, opuestos a los de la república oligárquica, y al ejercicio de cierta equidad social. Durante casi 25 años Vargas sería la personalidad política dominante de Brasil, aunque su régimen fuera interrumpido después de la segunda guerra mundial y que luego, al volver al poder en 1950, se encontrase acosado por los personeros del viejo país y la misma burguesía industrial que él había ayudado generar. El suicidio de Vargas en 1954 iba a preceder en un año a la caída de Perón en la Argentina y expresaría el mismo fenómeno: la reconstitución del frente imperialista después de la conmoción de la segunda guerra mundial y la reproposición del viejo aparato oligárquico para el disfrute del poder, tarea en la que estaría acompañado por una neoburguesía incapaz de reconocerse a sí misma a través de la asunción de sus deberes frente al país y por esa miríada de intelectuales que son clientes del aparato cultural del régimen.
El varguismo y del peronismo tendrían compañeros de ruta en otros países de América latina. Notoriamente en Bolivia, Chile y en la Venezuela de Pérez Jiménez. Perón tuvo una comprensión clara de esta coincidencia y se aplicó a desarrollarla en la medida de sus posibilidades. Su teoría del ABC –la vinculación estrecha entre Argentina, Brasil y Chile- se remitía al tratado firmado en 1915 por el presidente Roque Sáenz Peña con sus homólogos de Brasil y Chile, y presumía la posibilidad de una colaboración entre los tres países que generase un polo de atracción para configurar un bloque de poder capaz de valerse frente al imperialismo y de modificar las coordenadas del poder del establishment en estos países. La existencia de gobiernos parecidos en Chile, Argentina y Brasil, con el general Ibáñez del Campo, Perón y Getulio, autorizaba cierta esperanza. Pero los tres gobernantes no tardaron en ser neutralizados, derrocados o empujados al suicidio.
En Bolivia, país dramático por excelencia, con contradicciones sociales todavía más tremendas que las del México de la revolución, el curso de la historia tuvo un recorrido aun más atormentado que en otros países sudamericanos. La sangrienta guerra del Chaco contra Paraguay –determinada por rivalidades fronterizas pero fogoneada por los intereses contrastantes de la Standard Oil (norteamericana) y de la Royal Dutch Shell (británica) que se interesaban en las prospectivas petroleras de la zona-, había terminado en derrota y esta había dado lugar a un descontento militar que se expresaría en las experiencias reformadoras de las presidencias del coronel Germán Busch y del mayor Gualberto Villarroel. Suicidado el primero y linchado y colgado de un farol de la Plaza Murillo el segundo, la suerte de ambos era esclarecedora de la naturaleza brutal del poder al que se enfrentaban.
Argentina participó en segundo plano en estos desarrollos. El canciller Saavedra Lamas recibió el premio Nobel de la Paz por su labor de mediador en ese conflicto, aunque hay motivos para suponer que sus gestiones previas estaban orientadas a favorecer al Paraguay, que era donde la compañía británica desplegaba sus garras.
Poco después la revolución del 4 de Junio de 1943 abriría el capítulo del nacionalismo militar en nuestro país, antesala de la irrupción del peronismo, y posiblemente no sea casual que en diciembre de aquel mismo año en Bolivia se precipitase un golpe de iguales características. La simpatía que nuestro país prodigó al gobierno de Villarroel no impidió, por supuesto, que Argentina escapara al asedio norteamericano, que descargó sus iras contra el presunto nazifascismo del movimiento peronista, equiparable al que se atribuía al nacionalismo militar argentino y, por supuesto, a la personalidad que conjugaba este con un apoyo popular que encontraba su basamento en los sindicatos. La brutalidad desplegada contra Villarroel anticiparía también el terrorismo de la contrarrevolución del ’55 en la Argentina, caracterizada por el bombardeo a Plaza de Mayo y, un año más tarde, por los fusilamientos de Junio del ’56.
El gobierno de Villarroel, pese a su carácter pasajero, promovió cambios y el salvajismo de su derrocamiento marcó a fuego la conciencia popular. En 1952 Bolivia retomaría el camino señalado por la anterior experiencia y el MNR (Movimiento Nacionalista Revolucionario) que se había forjado a lo largo de la larga lucha política posterior a la guerra del Chaco y cuyos hombres habían estado al lado de Villarroel, consiguió adueñarse del gobierno luego de una sangrienta insurrección. A partir de ahí en ese país se promovió una importante reforma agraria, se introdujo el sufragio universal y se nacionalizaron las minas de estaño, núcleo fuerte de donde brotaba el poder de la Rosca, nombre que designaba a la oligarquía minera. También se consolidó un poder sindical; pero en el curso de las décadas siguientes el MNR y su jefe Víctor Paz Estenssoro no pudieron obviar el destino que había informado al varguismo y al peronismo: Paz fue derrocado durante su tercer mandato y cuando volvió, tras las dictaduras de René Barrientos y Hugo Banzer Suárez y del caleidoscopio de golpes, guerrilla y contragolpes, fue conquistado por orientaciones económicas que se situaban en las antípodas de las que originalmente lo habían nutrido. Su nueva y última comprensión económica sintonizaría con las pautas de la creciente ola neoliberal, que habían sido fijadas durante las políticas represivas que se abatieron sobre el subcontinente en el marco de la campaña antisubversiva.
Es imposible, por supuesto, seguir el curso de la historia latinoamericana en el espacio de una conferencia, conferencia referida además a la proyección argentina en América latina. Lo único que podemos hacer, sin embargo, es ver como esa proyección argentina no se da tanto como actitud firme, direccionada a intervenir sobre los hechos, sino más bien como participación pasiva en un mismo sino. La peripecia del MNR, por ejemplo, espeja la del peronismo. Con la diferencia de que el paso de un criterio de aprehensión de la realidad económica a otro, no se da a partir de figuras distintas –de lo que va de Perón a Menem, para hablar claro- sino en el seno de una misma personalidad. Víctor Paz Estenssoro pasó de la comprensión del rol del Estado como ente necesario para el crecimiento en las sociedades subdesarrolladas, a una intelección de la economía como espacio de libre mercado, y de las nacionalizaciones al furor privatista.
Después de dos siglos de vida independiente la gravedad de las contradicciones mundiales y la configuración de grandes bloques de poder no dejan a los países latinoamericanos otra opción que unirse para seguir siendo. Pero la evidencia de una ecuación no hace inevitable que esta vaya a resolverse bien. Los datos objetivos para revertir la tendencia balcanizadora ya están presentes. La posibilidad de intercomunicarse por tierra y aire es manifiesta, la informática permite tender lazos entre las cada vez más grandes comunidades de cibernautas, los enormes recursos del subcontinente están puestos en valor, la demografía viene en alza y los errores del pasado y las distorsiones a que dio lugar una configuración económica renga han sido revelados.
Pero esto no significa que los factores subjetivos que deberían comandar la puesta en valor de los elementos objetivos se encuentren al mismo nivel de estos. La revolución cubana intuyó la necesidad unitaria latinoamericana y se propuso satisfacerla a través de un empuje voluntarista. Pero hubo una completa inadecuación entre su pretensión y la exigua base desde la cual pretendía expandirla. El Che Guevara sacrificó su vida con esta finalidad y, lo que es aun más trágico, decenas de miles de jóvenes latinoamericanos hicieron lo mismo sin entender que no tenían posibilidades de éxito porque las relaciones de poder y las condiciones psicológicas para semejante empresa no estaban dadas. Al revés de lo que ocurría en la época en que los caudillos del interior, con San Martín a su frente, hubieran podido tomar Buenos Aires e imprimir un sentido diferente a nuestra historia, a pesar de la pobreza de sus recursos, en la década de 1970 la estratificación en clases y la combinación de una conciencia adolescente de la historia con las dificultades concretas que la realidad social oponía a sus aspiraciones, terminaron en una catástrofe que reprodujo sus características a lo largo y a lo ancho de toda América latina. Lo cual nos instruye de nuevo aquí de la comunidad de destino que nos abraza, pero también de la necesidad de demoler los obstáculos que se le oponen.
¿Dónde está el sujeto histórico?
¿Dónde está el sujeto histórico? Es decir, ¿dónde está la clase o el protagonista social que sea capaz de impulsar los cambios que son necesarios? Esta es una pregunta sin respuesta. En los países desarrollados la burguesía ha cumplido ese papel, pero en los países del subdesarrollo la concreción de una burguesía como tal sujeto ha estado siempre condicionada por la forma dependiente en que esta se ha originado y por la deformación psicológica e ideológica que ese carácter ha irradiado sobre el resto de la sociedad.
¡Pero si incluso en muchos países avanzados el salto de la potencia burguesa preexistente al ejercicio directo del poder para conformar la nación, ha debido ser mediada por experiencias de fuerza que no fueron reconocidas como legítimas por el estrato burgués! En Francia hicieron falta el radicalismo plebeyo de los jacobinos y la dictadura napoleónica para abrir el camino al pleno ejercicio del poder de parte de la nueva clase dominante. En Alemania fueron Bismarck y el militarismo prusiano los que suministraron la energía y la direccionalidad necesarias para generar la unidad de los pueblos germánicos. En Rusia hicieron falta los bolcheviques para dotar a ese país del poder capaz de hacerlo valer por sí mismo frente sus enemigos extranjeros. En China el proceso es el mismo, aun hoy. En España ese objetivo fue burlado por la centralidad de Castilla y el parasitismo de su casta nobiliaria, que dejó localismos que perduran y que todavía pugnan por romper la unidad del Estado. Sólo en Estados Unidos la clase burguesa resolvió por sí y ante sí sus propios problemas.
¿Podemos imaginar que nuestro conglomerado de negociantes, empresarios, especuladores y gente de posibles, ignaro de la historia y atento a sus solas ganancias inmediatas, vaya a poder plantearse objetivos tan ambiciosos como la reestructuración de estas sociedades y su unidad de acuerdo a una aspiración de grandeza basada en una idea clara de redistribuir hasta cierto punto las ganancias y promover la justicia social?
La respuesta es no. Parafraseando a Clemenceau, cabe decir que “la economía y la política se han transformado en algo demasiado grave como para ser manejado por los economistas y los políticos”. Nos gustaría poder decir que esta situación se revertirá por arte de magia, por la emergencia de un actor social capaz de reemplazar a nuestras flaqueantes burguesías por otro tipo de protagonista, tal y como imaginaba el marxismo a la clase obrera. El ímpetu de la transformación tecnológica, sin embargo, más las devastaciones del neoliberalismo y el peso del aparato comunicacional monopólico han debilitado esta posibilidad. Su reconstrucción pasa por un esfuerzo sin pausa, pero prolongado en el tiempo, para adquirir conciencia del pasado y comprensión de los factores que nos obligan a integrarnos en una nación sudamericana. Este esfuerzo debe ser práctico y docente a la vez, para crear nuevas necesidades y para operar sobre la mentalidad de las jóvenes generaciones, preparándolas para que piensen en grande y apliquen la fórmula de Danton –“audacia, más audacia y siempre audacia”- para representarse el mundo y actuar sobre él. El Mercosur, el Alba, no pueden ser meros conglomerados comerciales; tienen que ser pensados como plataformas estratégicas dirigidas a hacer nacer “una nueva y gloriosa nación”, como dice el himno.
En lo que a nosotros toca el Mercosur tiene que ser imaginado como un “building block”, como un edificio en construcción que suma sus piezas para conformarse así con efectiva solidez. La continuidad geográfica de sus partes hace factible la idea. El eje Río de Janeiro, San Pablo, Córdoba, Rosario y Buenos Aires es, en parte de manera real y en parte potencialmente, el área de mayor desarrollo de América del Sur. Su conexión con los países del Alba y sus grandes recursos energéticos suministraría la plataforma de una real unión iberoamericana. Artigas, Bolívar y San Martín galoparían nuevamente…
Los materiales para la construcción existen. La dificultad de recogerlos para trabajar con ellos sigue estando presente, sin embargo. Yo no tengo respuestas acerca de cómo se podría hacerlo. Quizá lo único que cabe es madurar las ideas y estar abiertos a cualquier tipo de evolución que opere en sentido favorable a la opción unitaria sudamericana, sin atarse a datos ideológicos rígidos. Lo que cuenta son los parámetros en base a los cuales puede gestarse esa posibilidad. Y ellos pasan por la industrialización, por la diversificación productiva, por una explotación racional de nuestros recursos que evite que las utilidades se disipen en una economía de especulación y fuga de capitales, y por una democratización efectiva, que distribuya más equitativamente la renta y asegure la participación del pueblo en la determinación de las coordenadas por las que ha de circular su destino. No hace falta remitirse al fetichismo representativo ni al ordenamiento rígido de las dictaduras para promover este proyecto. Hay que asumir las circunstancias con flexibilidad, atendiendo a su comprensión de acuerdo al conocimiento de los datos que informan nuestro pasado y a las relaciones de fuerza que pueden imponer o inducir un programa de acción dirigido a conseguir esos objetivos. Una vez más, la única forma de cerrar esta proposición discursiva es el verso de Machado: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”.
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1) Las naciones sudamericanas, artículo de Andrés Soliz Rada aparecido en Bolpress el 09.06.09. Al respecto de las discriminaciones culturales, la frase de Samir Amin dedicada a la cuestión negra en Estados Unidos, puede servir de parámetro universal: “Ser diferentes es importante; pero aun más lo es ser iguales”…
2) El término es de Marx y estaba referido a la existencia de núcleos comerciales en los puertos de China, que fungían a modo de intermediarios del interés externo, jugando el rol de un papel secante que se apropiaba de los beneficios de ese intercambio sin proporcionar nada a cambio al país profundo que el imperialismo saqueaba.
3) Jorge Enea Spilimbergo: Güemes y la gente decente de Salta
4) Argentina disfrutaba de una condición especialmente favorable para establecer una relación confortable con el Imperio británico. Unas tierras de una feracidad descomunal y una población mínima en proporción al espacio de que se disponía, más una inmigración aluvional en la cual se diluía la conciencia de las luchas feroces que habían opuesto al pueblo del interior con la burguesía comercial porteña y los ganaderos de la Pampa húmeda, consentían a los gobiernos del “régimen” ejercer un control formalmente democrático y más o menos tranquilo de una sociedad en reposo. Los alzamientos radicales de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, y las revueltas anarquistas de la Semana Trágica y de la Patagonia rebelde vinieron a turbar esa placidez de rumiantes, pero no alcanzaron a trastornar las coordenadas del país. Recién con la crisis mundial del ’30, que implicó el fin de la relación privilegiada con Inglaterra, Argentina empezó a salir de su sopor e ingresó en los tiempos modernos.
5) Hipólito Yrigoyen era nieto por parte materna de Leandro Alén, mazorquero fusilado después de la caída de Rosas.
6) La columna Prestes fue un desprendimiento del alzamiento militar estallado en 1924. Después de derrotada la insurrección, que había llegado incluso a adueñarse de San Pablo, el capitán Luis Carlos Prestes formó una columna que en dos años recorrió más de 30.000 kilómetros de la geografía brasileña, librando combates contra las fuerzas que intentaban reprimirlo. Prestes se transformó en una leyenda. Su posterior conversión al comunismo contribuiría a hacerle perder contacto con las masas brasileñas. Pero muchos de sus camaradas acompañarían la experiencia varguista.
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