El presidente colombiano Álvaro Uribe ha señalado que no asistirá a la cumbre de la Unasur (Unión de Naciones Suramericanas) prevista para el próximo lunes en Quito, donde podría debatirse la instalación de bases militares norteamericanas en Colombia, asunto que ha generado revuelo en todo el subcontinente y que, más allá de las buenas palabras de la diplomacia, inquieta, con diversos matices, a todos los gobiernos de la zona, con la excepción del que preside Alan García en Perú. Para compensar el “faltazo” Uribe adujo que lo de las bases era una cuestión interna de Colombia y emprendió una vertiginosa gira por varios países de América latina, para explicar la naturaleza según él inocente de esas implantaciones militares.
¿Cuál es el propósito de las bases estadounidenses en Colombia? Este es un asunto que no puede disociarse de la política general del Imperio para con el mundo. Se ha dicho en varias oportunidades que la emergencia de gobiernos de centroizquierda en muchos lugares de Latinoamérica era la consecuencia de que Estados Unidos estaba ocupado en áreas que importaban más a sus estrategas y que estaban significadas por problemas más urgentes. Esto es relativamente cierto, toda vez que la aparición de movimientos y gobiernos que contrastaron el consenso de Washington en toda América latina estuvo vinculada al agotamiento de la experiencia neoliberal y a la reacción que sus daños suscitó entre quienes habían sido sus conejos de Indias. Presumir que fue el “desinterés” de Estados Unidos lo que permitió la aparición de los Kirchner en Argentina o de Lula en Brasil es, por lo tanto, una simplificación abusiva. Lo que ocurrió es que, de haber actuado la Unión en una disposición abiertamente contraria a ellos, hubiera provocado en ese momento reacciones complicadas en los estratos profundos de nuestros países, alterados por las políticas devastadoras del neoliberalismo. Fue esta actitud resistente la que determinó la liquidación (¿provisoria?) del Alca. Que no es poca cosa.
De todos modos es probable que el apuro suscitado por los problemas que Estados Unidos se procuró en el resto del mundo a raíz de su pretensión de actuar la voluntad hegemónica transparentada después del 11/S, hayan influido para que el Imperio no se aplicase a fondo para corregir las turbulencias de su “patio trasero”. El fiasco del golpe contra Hugo Chávez en Abril de 2002 demostró que un empeño de esa naturaleza era demasiado complicado y a partir de entonces se prefirió que esta parte del mundo se fuese “cociendo en su propia salsa”, en la certeza de que nuestras contradicciones internas y el poderío de las oligarquías locales y de los medios de comunicación enfeudados a estas, jugarían a favor de un retorno al sistema.
Algo de esto se está percibiendo hoy, pero al mismo tiempo el territorio ganado y la revitalización de una conciencia unitaria que nunca dejó de estar presente entre nuestros países, alerta a Estados Unidos acerca de la conveniencia de apretar un poco más las tuercas y de posicionarse para estar en condiciones de imponer sus propios términos a las tendencias emergentes en Latinoamérica. Poco importa que Barack Obama sea una persona más potable que George Bush; las grandes coordenadas de la política exterior norteamericana son invariables y en ellas la relación con Latinoamérica tiene un lugar cardinal, si bien no sea un escenario donde hoy Estados Unidos pueda actuar con la desenvoltura que pone en práctica en regiones más remotas del mundo. Pero la reaparición de la IV Flota de la US Navy para vigilar las aguas del Caribe y del Atlántico Sur, sumada a la súbita floración de bases norteamericanas en la zona más complicada del subcontinente están indicando que la atención del Departamento de Estado y del Pentágono está focalizándose otra vez en el área.
Argentina y Brasil han transmitido su inquietud en torno de este problema a Washington y al propio presidente Uribe, en ocasión de gira de este por los países del Cono Sur. Uribe se llevó en cambio un sorprendente aprobado de parte de Fernando Lugo, el presidente de Paraguay, y un más previsible espaldarazo de la presidente de Chile, Michelle Bachelet, quienes expresaron que no iban a contestar el derecho colombiano a disponer de su suelo como le parezca a su gobierno.
Sin embargo la presunción de Uribe en el sentido de que las bases son una cuestión interna de Colombia es un argumento por demás opinable. En primer lugar por esos vínculos a los que nos referimos cuando hablamos de una unidad superior que inserta a nuestros países en una común matriz sudamericana. Pero también porque que esos emplazamientos no pueden ser disociados de sus posibilidades de irradiación al resto del continente. No bromeemos. Bases norteamericanas, activas o inactivas, hay por todos lados. La pista Mariscal Estigarribia en Paraguay es un ejemplo palpable de esto. No hay mucho personal norteamericano en ella, es cierto, pero dispone de una cinta de cemento de 3.800 metros, capaz de recibir a los aviones más pesados de transporte, como el Galaxy, y tiene una infraestructura cuartelera capaz de albergar a alrededor de 16.000 efectivos. Todo a un paso de una de las áreas más calientes del área, la implicada por las tendencias separatistas del Oriente boliviano, y a uno los mayores reservorios de agua potable que existen en el mundo, el acuífero guaraní. Quizá este detalle haya tenido bastante que ver con la extraña bendición que el ex obispo Lugo dio a la iniciativa del gobierno de Colombia.
Pero el lugar donde de forma más manifiesta se irradiará la influencia de las bases norteamericanas en Colombia es en ese mismo país y su zona aledaña. Que involucra a la Venezuela de Hugo Chávez y a la Amazonia… Es bastante evidente, para quien sepa mirar y tenga cierto conocimiento de la historia que, en la concepción del Pentágono, la IV Flota ha de actuar como instrumento de presión y vigilancia sobre la desembocadura del Amazonas y sobre los fabulosos yacimientos submarinos de petróleo hallados frente al Brasil. Asimismo, las bases estadounidenses en Colombia han de fungir como fuentes de aprovisionamiento y apoyo aéreo en las eventuales guerras que podrían producirse entre ese país y Venezuela y/o Ecuador. Los materiales para la combustión de esos conflictos existen y están siendo promocionados a partir del fogoneo de las pretensiones separatistas del estado de Zulia, en Venezuela, y de similares conflictos entre Ecuador y Colombia.
La lógica del sistema imperial es inexorable. La cuestión reside en saber cuáles son las modalidades para contrarrestarla. Estas no pasan, como es obvio, por el pataleo y la vocinglería sino por una gradación de las protestas que vaya de menor a mayor, acompañada por las acciones adecuadas para responder a la naturaleza de los desafíos que se vayan presentando. Pero el rechazo no ha de admitir dudas. Incluso si ha de significar la puesta en práctica de operaciones sobre el terreno. No es casual que los ejércitos argentino y brasileño hayan comenzado a reformar su doctrina militar con miras a introducir en ella la concepción de la resistencia dispersa y apoyada en actividades de guerrilla en gran escala. Son apenas indicios…, pero ahí están.
De momento, sin embargo, esto último se encuentra en el reino de lo imponderable. Más allá de cualquier previsión apocalíptica, lo que hay que tener en cuenta hoy es la necesidad de formar un frente unido para desarmar los focos de tensión que se han creado en las áreas críticas de Suramérica. El Grupo de Río y la Unasur son foros eficaces en este sentido, e incluso la OEA puede dar lugar a discusiones fructíferas. Baste recordar la desactivación de la provocación colombiana en la frontera con Ecuador y la pronta reducción de las pretensiones secesionistas del Oriente boliviano a una tormenta pasajera. Que haya sido pasajera, sin embargo, no obsta para que, de otra manera, en el mismo u otros lugares, esas tendencias vuelvan a manifestarse. Los países latinoamericanos habrán de jugar el papel de bomberos en esas discordias, esperando con fervor que no deban apelar al expediente del fuego contra fuego para cortar los incendios.