La crisis generada por una amplia franja de los productores rurales desnuda falencias de la sociedad argentina que no residen estrictamente en la coyuntura actual, sino que engranan con una historia basada en el parasitismo de la clase oligárquica y en el contagio que padece una parte importante de las clases medias respecto de psicología derivada de la comprensión del mundo que tienen los patrones del cotarro agropecuario.
También pone de relieve el espíritu conspirativo que impregna a los sectores que históricamente se han adueñado de la parte sustancial de las rentas que brinda el país, empeñados en mantener un modelo de dependencia para ellos suntuario, no importa cuáles sean los costos que este imponga a la nación como conjunto.
La crisis desencadenada por las entidades agrarias, por último, pone asimismo en evidencia una crisis de representación de parte del Estado, que se ha ido vaciando, gradualmente, de fuerzas expresivas de la voluntad popular y que sólo tímidamente se anima a propiciar cambios que, en definitiva, atacan marginalmente el estado de cosas y dejan librado al azar del derrame de la renta agraria diferencial, la concreción de una activación industrial y de una reforma estructural para las cuales no dispone, aparentemente, de ningún diseño ni de una voluntad clara para articularlo. El cumplimiento de un programa de ese carácter, sin embargo, es lo único que puede poner al país a la escala de las naciones desarrolladas del mundo, permitiéndole cumplir el papel que le corresponde en el marco del bloque regional sudamericano que está diseñándose.
Escarceos con el golpe mediático
Pero entendámonos. Ante el lock out del campo propiciado por la Sociedad Rural y las transnacionales, que utilizan como fuerza de choque a los productores medianos y pequeños para instrumentar cortes de ruta, practicando una extorsión que no ha reparado en estrangular a las ciudades, no caben las medias tintas. Hay que estar en su contra de manera categórica. Detrás de esta movida hay fuerzas que, enfervorizadas por la falta de resistencia que creen detectar, impulsan al medio pelo (y no sólo al porteño), fogoneándolo a través de la televisión privada y el grueso de la prensa, en busca una reversión de las políticas tibiamente populares del actual gobierno y de un golpe institucional que derroque a la Presidenta o al menos la condicione, devolviendo las riendas de la economía a los personajes “fiables” que devastaron la nación durante la orgía neoliberal que fue de 1975 al 2002 y que se encuentran disponibles todavía.
Entendámonos. Estamos en presencia de un intento de golpe institucional, manipulado por los medios de prensa privados, tanto televisivos como impresos. Estos forman ya parte de un entramado de poder vinculado al sistema de dependencia por lazos indisolubles, y por estos días han hecho gala de una perversidad sólo comparable a la obscenidad desplegada por los medios venezolanos en los diversos envites, abiertamente golpistas, dirigidos contra Hugo Chávez.
La información que difundieron fue sesgada, dando una amplísima extensión a los puntos de vista de las entidades ruralistas y de la oposición, otorgando escasa cabida a las reflexiones en sentido contrario y degradando el punto de vista oficial con comentarios y esas muecas e inflexiones con que muchos comunicadores televisivos editorializan sin decir una palabra. La subdivisión de la pantalla del televisor en secciones que muestran en una parte un discurso de la jefa del Estado, y por otra la reacción de los productores del campo, es un recurso apenas legítimo. Lo que importa en ese momento es la palabra de quien la tiene; los comentarios y los juicios pueden venir después.
Pero se puede incluso consentir la difusión en directo de la palabra presidencial y el gesto de quienes la escuchan desde la vereda del frente, siempre y cuando se adecuen las proporciones. No es admisible que la Presidenta aparezca en un recuadro pequeño en el costado inferior de la pantalla, mientras el resto de la imagen esté dedicada a quienes la escuchan a distancia y expresan su disconformidad con gestos de mal humor o suficiencia. Se crea así una sensación de unanimidad que está lejos de ser auténtica, pues no toma en cuenta al humor de la enorme mayoría del público, que escucha el discurso desde posiciones distantes de las cámaras de televisión o al que estas evitan con cuidado.
Racismo
La televisión privada asimismo hizo hincapié, de una forma casi impúdica, en esa suerte de rencor difuso que recorre a buena parte de la clase media contra todo lo que huela a popular. Desde l955 quién escribe no recordaba una exteriorización del racismo subyacente que ciertos sectores nutren contra los “cabecitas negras”, los “gronchos” y los “crotos”, apelativos que tenían amplia difusión en los días de las ofensivas contra el primer peronismo. El término “croto”, por ejemplo, usado en estos días para definir a los camioneros liderados por Hugo Moyano de parte de un productor agropecuario y escupido por la televisión, me devolvió a la memoria el comentario estremecedor de un refugiado argentino en Chile después del fracaso de la sangrienta intentona terrorista del 16 de junio de 1955, afirmando que al gobierno nacional no le quedaban fuerzas, pues “la guardia crota de Perón había sido exterminada frente al Ministerio de Marina”.
Esos gruñidos de odio elemental testimonian las limitaciones que ha de enfrentar el país si no dispone, a nivel comunicacional, de los canales que hagan posible una contrapropaganda que apunte a destruir los lugares comunes que infectan nuestro conocimiento de la historia.
Nuestra sociedad requiere de debates, de debates abiertos y no condicionados por una fementida libertad de prensa que no es, como todos lo sabemos, sino libertad de empresa. No hay que confundir a esta con la libertad de expresión, que supone, por el contrario, la posibilidad de difundir ampliamente, en una palestra pública, no sólo las propias convicciones sino también el análisis y la contraposición, civilizados pero abiertos, de puntos de vista opuestos en torno de las temas clave que han ido conformando el desarrollo –o mejor dicho el subdesarrollo- de nuestro país.
La base agropecuaria sobre la que se fundó el crecimiento argentino desde 1880 hasta 1930, aproximadamente, se logró a partir del exterminio de las resistencias del interior y del predominio de Buenos Aires. Fue parte de una evolución distorsionada y enferma, estrechamente vinculada al capital británico, que engendró una mentalidad parasitaria de la cual nuestra dirigencia no se ha desprendido todavía. Esa concepción rentística de la vida argentina, que funcionó durante muchas décadas, hizo crisis en ocasión de la débacle de la economía mundial en 1929, pero duró lo suficiente como que contagiar a buena parte de la opinión pública y pervive hoy en sectores de las clases medias e inclusive de las menos favorecidas, que no atinan a tomar distancia del discurso alienante con que se la obsequia desde los medios de comunicación.
El primer peronismo intentó superar esa concepción, pero no terminó de desprenderse de la predisposición a creer en el milagro de la inagotable prodigalidad de nuestra geografía: la expresión “Dios es argentino”, quienquiera la haya acuñado, de alguna manera expresa esa difusa convicción, así como lo hace la predisposición a aceptar la conclusión de Helio Jaguaribe en el sentido de que “la Argentina está condenada al éxito”. Esa predisposición suele inducir a la renuncia a la lucha por el poder de parte de las fuerzas de raigambre popular, en la creencia de que, en uno u otro momento, las aguas volverán a correr naturalmente por su curso. Esta fue, tal vez, la razón por la cual la contrarrevolución de 1955 tuvo éxito.
Y bien, ni Dios es argentino ni la Argentina está condenada al éxito. No nos cubre ningún aura divina ni estamos condenados al éxito ni al desastre, sino que, parafraseando al general San Martín, seremos lo que sepamos ser. Para eso hacen falta capacidad de contraposición dialéctica y capacidad para intelegir cuáles han sido los vectores sobre los que se organizó nuestra nacionalidad, cuáles fueron los esfuerzos que intentaron modificar los parámetros a los que nos había condenado el parasitismo oligárquico y que se encuadraron dentro del reformismo capitalista de factura bonapartista del primer peronismo que, en las condiciones de la Argentina, equivalía a una revolución social, y cuáles son las opciones cuando, en un mundo donde la contrarrevolución neoliberal campea por sus fueros, un gobierno de orientación tibiamente nacional y latinoamericana se enfrenta al bloque reaccionario que nos empuja a la fijación en los viejos moldes, doblemente opresores porque ya no existe el espacio que consentía la relación privilegiada con las potencias imperiales.
A la concentración salvaje de la ganancia, para la cual nada es suficiente, hay que contraponer la decisión del pueblo en pro de una redistribución de esta. Pero para que este y otros desarrollos tengan lugar, hace falta, no tanto un empresariado industrial que es nacional sólo de palabra, vacilante e incapaz de entender dónde están sus propios intereses, sino un Estado fuerte, provisto de cuadros permanentes, habilitados con competencias intelectuales específicas, que sea capaz de elaborar y mantener a través del tiempo unas políticas de desarrollo fundadas en la comprensión de nuestra proyección geopolítica. Sólo la movilización de los estratos intelectuales y el apoyo del pueblo podrán dar sostén a ese proyecto. Para ello se hará necesario que estos sean atraídos y apoyados por un gobierno responsable y desasido de toda corrupción estructural.
No será fácil redondear este círculo virtuoso, pero esta es la única forma que tenemos para blindarnos contra los ataques que se avecinan en un mundo convulso y que requiere de una fuerte regionalización latinoamericana para enfrentarlos.