La crisis hondureña sigue dando vueltas sobre sí misma y no se advierten signos de que el gobierno de facto presidido por Roberto Micheletti esté dispuesto a ceder respecto a una eventual reasunción del presidente depuesto por el golpe de Estado, Manuel Zelaya. La resolución de este de volver a su país puede o no ser consistente, pues sus antecedentes políticos no hablan demasiado bien de su firmeza de miras: su conversión al credo bolivariano es demasiado reciente y su pasado neoliberal permite albergar ciertas dudas. Pero lo que sí es cierto es que su viraje a un intervencionismo estatal regulador del mercado, realizado un año después de haber asumido el poder, y su amistad con Chávez, le valieron una instantánea popularidad entre la gente pobre de su país, así como la hostilidad de los estamentos ricos, que se sintieron traicionados por el cambio de chaqueta. Estados Unidos (o el Pentágono para ser más precisos), tampoco le ha perdonado su ocurrencia de querer abrir la base de Soto-Cano-Palmerola, el principal centro de escucha (fuera de territorio norteamericano) sobre el Caribe, al tráfico civil y comercial.
Más allá de la violación de la ética y la legalidad que ha supuesto el golpe cívico-militar llevado a cabo en Honduras –y respecto del cual la oposición empinadamente democrática al actual gobierno argentino no ha sentido mucha necesidad de pronunciarse- la cuestión hondureña empieza a aparecer como inseparable del diseño estratégico de Estados Unidos para el Caribe. Por mucho que el gobierno de Obama haya desaprobado el golpe, se sabe que entre las palabras y los hechos hay mucho trecho. Washington puede atrincherarse en una irreprochable actitud distante respecto de este caso. ¿No estaría acaso demostrando de este modo su respeto al principio de no-injerencia?
Esa delicadeza de maneras brilla por su ausencia en muchas otras partes del mundo, pero, a quién le importa, si se dispone de un monopolio comunicacional que juega al birlibirloque con la información? Por ejemplo, ¿se ha dado la suficiente difusión en los medios masivos a la noticia de que el presidente de Colombia, realizando un consumado juego de escamoteo, se ha decidido nada menos que a “no autorizar bases norteamericanas en su suelo”, pero “sí a fortalecer las bases colombianas consintiendo que las fuerzas estadounidenses presentes en ese país las usen”, para reemplazar la pérdida de la base de operaciones que tenían en Manta, Ecuador?
El juego de las palabras consiente cualquier cosa. El eufemismo reina. El acuerdo preliminar entre Estados Unidos y Colombia, anunciado esta semana por el presidente Uribe ante el Congreso, viene a ampliar y suministrar cobertura legal a una situación que ya existía de hecho. El número de efectivos norteamericanos reconocidos en Colombia es, según estimación oficial, de 800 militares y 600 contratistas civiles (mercenarios, para ser explícitos), y hasta ahora el monto de la ayuda al gobierno de Uribe suma unos 5.000 millones de dólares, la inmensa mayoría de los cuales va a expensas militares.
Las “facilidades” para el uso de las bases militares colombianas de parte de Estados Unidos viene a profundizar una situación ya crítica de por sí y que si bien no ha tenido exteriorizaciones demasiado fuertes todavía, pende como una espada de Damocles sobre el área caribeña y sobre la extremidad superior de Sudamérica. La reactivación de la IV Flota estadounidense que debe operar en aguas del Caribe y en el Atlántico Sur, es expresiva de esta voluntad intervencionista. Voluntad provista, por otra parte, de abundantísimos antecedentes históricos. El Caribe siempre fue visualizado por Estados Unidos como una especie de Mare Nostrum en el que no cabían ingerencias europeas y donde el poder de Washington podía actuar como le pluguiera. La escisión de Panamá de Colombia para poder cavar el canal interocéanico, las intervenciones directas de la infantería de marina en Cuba, Santo Domingo, Panamá, Nicaragua y Grenada, la utilización de los países de Centroamérica como campamentos dedicados a la instrucción y refugio de unidades de insurgentes que operarían contra gobiernos desafectos a Estados Unidos, dan la prueba de que si bien Washington tiene acaparada su atención por otros escenarios más dramáticos, no deja por eso de conservar un ojo avizor sobre el Caribe, la “pileta” de su patio trasero, como tradicionalmente ha considerado a Iberoamérica.
La Amazonia, el petróleo y las reservas acuíferas, más que el tráfico de drogas, son los datos que informan al accionar norteamericano en esta parte del mundo. ¿Cómo se explica, de otro modo, la presencia en la IV Flota de un portaaviones, de dos buques de asalto de 45.000 toneladas cada uno y de un comandante, el almirante Joseph Kernan, experto en operaciones especiales e inteligencia (es decir, en contraterrorismo) al frente de la agrupación?
El golpe en Honduras puede no haber sido alentado ni por Obama ni por el Departamento de Estado, pero sería ingenuo suponer que la CIA y los departamentos del Pentágono ocupados en monitorear la situación latinoamericana no hayan dado una luz verde a los militares que se encargaron de desalojar al presidente Zelaya y despacharlo al exterior.
Nuestros demócratas profesionales, esforzados vigilantes de las estadísticas del Indec y del presunto enriquecimiento de la pareja presidencial, no se preocupan por estas cosas. Algunos editoriales de la prensa afecta al sistema incluso han dejado resbalar, en ocasión del relanzamiento de la IV Flota el año pasado, que “si uno no tiene nada que ocultar, tampoco debe temer que, dentro del respeto a la soberanía y las leyes, los Estados Unidos procuren patrullar una zona para protegerse a sí mismos. En caso contrario, sería prudente que los gobiernos de la región se pregunten qué hacen para ser vigilados y, en cierto modo, controlados en forma tan estricta” ( La Nación, edición del 2 de mayo de 2008).
La asunción del punto de vista del amo ha sido una de las rémoras que han dificultado el crecimiento de estos países y ha sometido a su opinión pública –o al menos a gran parte de esta- a una distorsión psicológica que obnubila su percepción de las cosas. El tema hondureño se ha prestado a observaciones ligeras, cuando no insultantes. La Sra. Mirtha Legrand, una “institución” de la televisión argentina y una demostración acabada del esnobismo que impregna al medio pelo, exclamó con desdén “¡Y a mí que me importa Honduras!” cuando el tema cayó en medio de uno de los almuerzos paquetes y henchidos de autosatisfacción con los que la diva se regala. El viaje de la Presidenta a Centroamérica después del golpe, a su vez, sólo suscitó observaciones irónicas de parte de la prensa, qué se preguntaba qué iba a hacer allí al día siguiente del revés electoral.
No son la sensatez, la comprensión estratégica o el buen gusto (o los buenos modales, al menos) lo que priva en el establishment argentino.