A pocos meses de haber asumido la presidencia Barack Obama, se puede constatar que lo que se preveía es cierto: nada esencial va a cambiar en la política exterior norteamericana, fuera de algunos pincelazos cosméticos dirigidos a salvar la cara y, eventualmente, a descomprimir algunas situaciones, como podrían ser las relaciones con Cuba y el problema palestino. Pero incluso en estos casos no cabe esperar nada espectacular. Las declaraciones de Hillary Clinton formuladas esta semana, instando a los países árabes a asumir sus responsabilidades para resolver el conflicto palestino-israelí y reclamándoles que no dejen la carga en los solos hombros de Estados Unidos e Israel, suena absurda si se toma en cuenta que la causa de los actuales trastornos que se viven en la zona reposa en la política de usurpación de tierras y asentamientos de colonos que practica el Estado hebreo, en las miserables condiciones de vida a que se ven reducidos los palestinos y en el invariable apoyo que ese curso de acción agresivo ha encontrado en Washington, que, cuando mucho, se ha limitado a emitir alguna reprobación formal al respecto, dejando intacta la posibilidad israelí de disponer libremente sus políticas.
La secretaria de Estado se ha permitido, asimismo, atacar a Venezuela por sus lazos con Irán y ha dejado caer opiniones que suponen una grosera intromisión en los asuntos internos de ese país al descalificar las pretensiones de Chávez de “perpetuarse” en el poder, incluso si esa continuidad se ve refrendada por elecciones libres.
En otros temas candentes las declaraciones de la Secretaria de Estado no han diferido, en lo esencial, de las líneas de fuerza que distinguieron al gobierno de George W. Bush: Irán, Afganistán y Corea del Norte siguen siendo los réprobos para la megapotencia, y no se ha producido ningún signo en el sentido de que Estados Unidos piense revisar su política dirigida empujar a Rusia hacia el Este y a asegurarse una posición en el Asia central que le permita presionar tanto a ese país como a China para acomodarlos a su interés geoestratégico. Las pautas fundamentales del gran diseño geopolítico de Zbygniew Brzezinsky y Henry Kissinger para el siglo XXI siguen intocadas, en una palabra, y todo induce a suponer que seguirán así, en especial si se atiende a una observación de la secretaria de Estado cuando remarcó el miércoles pasado que “nuestra voluntad de dialogar no es una señal de debilidad que se puede explotar. No dudaremos en defender con energía y, si es necesario, con el Ejército más fuerte del mundo, a nuestros amigos, a nuestros intereses y, por sobre todo, a nuestra propia gente”. Más claro, agua.
La política norteamericana es y seguirá siendo la conquista de la hegemonía mundial, por peligroso que resulte semejante propósito. En primer término, para quienes puedan erigirse en obstáculos para la consecución de ese objetivo, y en segundo lugar incluso para el mismo pueblo norteamericano. No hay que hacerse ilusiones en torno de la debilidad del dólar. Esta labilidad no hará sino incentivar la vertiente militarista del establishment estadounidense y lo reconfirmará en su gran apuesta, que puede configurarse incluso como una fuga hacia delante, que terminaría con las preocupaciones fundando otro Reich destinado a durar mil años… La debilidad y el papel central de la economía capitalista norteamericana, cuyo derrumbe podría acarrear una conmoción en el entero sistema mundo, contribuye paradójicamente a fortalecerla, en la medida que los sectores que se benefician del actual ordenamiento global sienten un terror pánico ante la posibilidad de la fractura del pilar cuya caída podría sepultarlos a todos.
Las políticas –para llamarlas de algún modo- del complejo militar-industrial-financiero que marcan las líneas de fuerza del Pentágono, discurren en la actualidad sobre un carril binario: de un lado está el constante fortalecimiento del desarrollo cualitativo del aparato militar, y del otro el fomento de las pulsiones independentistas y rupturistas de cualquier entramado nacional que no sea el propio, allí donde esa posibilidad se abra y donde su incentivación resulte favorable al interés norteamericano.
En el primer rubro el programa apunta a conseguir el dominio del aire, la tierra y el mar, más el control del espacio exterior y el ciberespacio. En el segundo se inventan procesos de desestabilización fundándose en el estímulo de reivindicaciones nacionales de campanario, desde Bosnia a Ucrania, pasando por una miríada de singularizaciones étnicas o confesionales que pueden rastrearse en Africa, Asia o América latina. Dividir para vencer es el lema. Esto es, secesionar, disgregar, fragmentar las unidades nacionales de entidad y peso específico para dar lugar a pequeños conglomerados, por lo general estratégicamente situados o aposentados en zonas ricas en materias primas. El arma más importante de la que disponen el Pentágono, la CIA y el Departamento de Estado para fogonear este último curso de acción son las “revoluciones de color”, que se extendieron por el territorio de la ex Unión Soviética y que hoy parecerían empezar a tocar a Irán y China. La asunción como ciertas de las afirmaciones de la oposición iraní en el sentido de que había habido fraude en las recientes elecciones presidenciales de su país, se inscribe en esta dinámica. No hay ningún indicio sólido de que esto sea plenamente cierto. Sin embargo la alegación fue asumida como verdadera y sirvió para una campaña de prensa a la que hicieron eco poco después, desde una postura más docente y admonitora, los gobiernos de Estados Unidos y de la Unión Europea. La esencia del caso iraní consistiría en el rechazo por parte del gobierno de una presunta reivindicación “modernizadora”, en contraposición al fundamentalismo islámico que inspira al gobierno de Teherán.
Ahora bien, en lo que respecta a China, por el contrario, el sostén que la prensa occidental presta a la revuelta de los uigures en Xinjiang está referida a la supuesta tendencia liberticida del gobierno chino respecto de esa etnia, de confesión musulmana y con posibles nexos con el terrorismo de Al Qaeda…
El dinamismo de la política exterior norteamericana, que no ha cesado de crecer desde 1945 para acá, pero que se ha acelerado a partir de la caída del Imperio soviético, se funda en la asunción franca de los postulados de Halford Mackinder que abren la puerta al ejercicio del poder mundial. El control de Eurasia fue para Mackinder la clave de bóveda para sustentar cualquier intento de supremacía global. El mismo concepto es sostenido hoy por Kissinger y Brzezinski, quienes no se retienen de citar en forma reiterada al geopolítico inglés en sus escritos. Cualquier aproximación entre Rusia y China, en consecuencia, los desvela por completo. La conversión de esa aproximación en una alianza estrecha aventaría los sueños de dominio y daría lugar a la corporización del mayor de los fantasmas que obseden a los usamericanos: el diseño de ese poder euroasiático al cual, según Mackinder, está reservada la hegemonía. Exorcizar ese espectro a través de un desmedido incremento del poder militar y de la anulación preventiva de los adversarios al propio proyecto se convierte así en el vehículo de una dinámica que rueda cada vez más rápido, a medida que los obstáculos objetivos se acrecientan y que los plazos temporales se estrechan.
No hace falta mencionar los peligros que cabe deducir de este tipo de situación.