Tal y como se lo anticipaba en una nota reciente – Lo que está en juego, del 21 de mayo pasado- las elecciones legislativas de este domingo han tenido un giro plebiscitario que se ha resuelto con una inflexión aun más peligrosa de la prevista. El gobierno ha recibido una azotaína que no esperaba. Ni esperaban tampoco los principales referentes de la oposición. Los resultados en varios de los principales distritos electorales se sabía iban a ser adversos a los exponentes del proyecto gubernamental, pero se suponía que en el distrito de mayor peso, la provincia de Buenos Aires, el kirchnerismo iba a imponerse sin grandes sobresaltos.
No ha sido así. Para colmo la figura que se ha impuesto allí ha sido la de Francisco de Narváez, personaje conocido más por el peso de sus millones y de sus extrañas vinculaciones con individuos significados por su conexión con el narcotráfico, que por sus prestaciones políticas, que en el ámbito legislativo se señalaron por un ausentismo persistente.
Los errores cometidos por el kirchnerismo a lo largo de la campaña y de su gestión de gobierno han sido errores de omisión más que de comisión: no encaró, cuando era tiempo, una reforma impositiva de carácter progresivo, no avanzó lo suficiente sobre las empresas privatizadas por el régimen de Menem, no protegió en forma adecuada los recursos mineros del país, no abordó a fondo un plan de desarrollo sistemático y orientado a la industrialización y el pleno empleo y, asimismo, tuvo una no política comunicacional desastrosa. Cuando empezó a intentar algo en este sentido –esto es, cuando el primer choque con la “campocracia” le reveló que el enemigo venía en serio y que su popularidad se había desgastado en buena medida por esa renuencia a ejercer el poder- era demasiado tarde para una sociedad que en vastos estratos está entontecida por la degradación cultural emanada de los medios y es susceptible a dejarse arrastrar a enojos arbitrarios. A veces se tiene la sensación de que para las diversas variantes de las señoras gordas y de doña Rosa resultan más importantes las carteras Vuitton de la presidenta que la nacionalización de las AFJP, el sustancial aumento del empleo producido en este período y la actualización de las jubilaciones.
Como quiera que sea, no se puede analizar el resultado de los recientes comicios apelando tan sólo a explicaciones coyunturales. La disgregación del peronismo no pasa sólo por su tradicional división interna entre grupos obsesionados por devorarse entre sí, sino también por un cambio en las coordenadas socioeconómicas que distinguieron a nuestro país a lo largo del último medio siglo. El peronismo surgió de la combinación de un proletariado nuevo y políticamente virgen con sectores de las Fuerzas Armadas y con estratos reducidos pero intelectualmente influyentes provenientes de la clase media. Esa coalición ha sufrido un desgaste en apariencia irreversible, determinado por el enflaquecimiento de la clase obrera y por la incapacidad del movimiento popular para dotarse de un corpus ideológico que afirmase sobre una base sólida el verticalismo que lo había informado desde el primer momento; cosa que, desaparecido el líder que lo había aglutinado, fuera capaz de mantener en alto los presupuestos fundamentales en los que se había fundado. Esto es, la independencia económica, la soberanía nacional y la justicia social.
A la feroz interna que se produjo durante los “años de plomo”, se vino a sumar, después de la dictadura, la siniestra pirueta del menemismo, que traicionó, desde el primero hasta el último, los principios en que se había fundado el movimiento, convirtiéndolo así en el caballo de Troya desde el cual desembarcó lo más enconado del programa neoliberal, dirigido a arrasar al ya muy vulnerado proyecto de país industrial y a reducir este a una fábrica de commodities y de opciones privilegiadas para el capital especulativo. El largo empate entre la oligarquía agraria y los intereses populares refugiados en un poder sindical que mal que bien fungía de paragolpes frente al ataque de los grupos de poder que habían organizado al país desde la segunda mitad del siglo XIX, se rompió entonces de una manera que para muchos observadores era definitiva.
El desplome del modelo neoliberal producido a fines de 2001 fue producto de un estallido popular ante la inviabilidad de seguir aferrados a una fórmula –la convertibilidad- que secaba al país y lo tornaba ingobernable. Pero no fue la consecuencia de una arremetida deliberada desde una sede política determinada a encontrar una alternativa a ese tipo de inserción en el mundo moderno. Los mismos que habían respaldado al menemismo –a regañadientes, quizá, pero de manera efectiva- se ocuparon después de ese maremoto de intentar revertir el modelo. Pero lo hicieron sin demasiada convicción, cuidando los flancos, temiendo sobre todo verse acorralados por una derecha que en ese momento, sin embargo, estaba casi desarmada frente a la masa de los habitantes del país. El nuevo gobierno conservó en su seno, por otra parte, nichos de corrupción o menos señalados como tales por la opinión pública, que no se condecían con el propósito renovador que afirmaba estar empujando. Como en el caso de la Secretaría de Transporte. O con el de la manipulación de las estadísticas del INDEC. Cualquiera haya sido el sentido de esta a propósito del costo de los bonos de la deuda externa, fue percibida por la opinión como una práctica desleal para con el público, que observaba la diferencia entre el dibujo de las cifras y el precio real que las cosas tenían en el mercado y, en consecuencia, se sentía defraudado.
Ahora la derecha ha vuelto. Con toda la parafernalia de su aparato mediático, de sus recursos económicos, de su poder de extorsión fincado en el desabastecimiento y el sabotaje de que son capaces las corporaciones agrarias y los sectores empresarios más concentrados. Y con una Bolsa siempre en disposición a pescar en río revuelto. Su proyecto –insensato, quizá, pero que está resuelta a llevar a cabo- es devolver al país a su viejo carácter de emporio agrario, irrealizable en los términos del mundo moderno y prometedor sólo de concentración de la riqueza en manos de unos pocos y de estancamiento y desempleo para la inmensa mayoría de la población. Volver a privatizar las AFJP, dar marcha atrás con Aerolíneas, ajustar el presupuesto y volver al empréstito externo son propuestas no ya implícitas sino explícitas, formuladas por diversos personeros de la oposición.
Ahora bien, ¿qué hacer frente a este panorama? El gobierno tiene todavía dos años antes de la próxima contienda eleccionaria. ¿Podrá resarcirse en ese lapso de este golpe? Su principal referente presidenciable, Néstor Kirchner, ha quedado muy herido después de las legislativas. La Presidenta, vaya uno a saber por qué, es impopular y para muchos antipática. Le queda el recurso, sin embargo, de apretar a fondo el acelerador para profundizar y radicalizar el proceso de nacionalización de las empresas privatizadas en forma dolosa. Para ello tendrá que buscar el apoyo popular y generar acuerdos legislativos con los grupos de la oposición que sean susceptibles de acompañar ese programa. El único que podría hacerlo es el Proyecto Sur, encabezado por Pino Solanas, pero existen ciertas dudas respecto de la buena voluntad de este para conformar un núcleo capaz de oponerse a la única alternativa de poder real que se erige frente al gobierno: la derecha rampante, lanzada a la reconquista del gobierno con un programa que pone los pelos de punta. Solanas y el Proyecto Sur han focalizado sus críticas en los últimos tiempos contra el gobierno, mientras dejan de lado al que deberían considerar como el principal peligro para el país. Ojala me equivoque, pero la creencia de que pueden heredar a los Kirchner parece importarles más que abrir una ventana por la que puede colarse un retorno a los ’90. Días pasados veía a Pino Solanas en un programa con Pepe Eliashev, un periodista funcional al sistema de poder mediático. El espectáculo resultaba patético. Mientras Solanas prorrumpía en críticas contra el gobierno, Eliashev exultaba, con miraditas al entorno y poniendo de relieve que, incluso quien se encontraba en una posición ideológica que se sitúa en las antípodas de la que él sustentaba, coincidía en su rechazo a los Kirchner.
De todas maneras en la posibilidad de que se gesten acuerdos, así sea coyunturales, en torno de temas como la ley de radiocomunicación, es una de las pocas cosas en que podría trabarse una relación de la que quizá, en el tiempo, pudiera surgir una coincidencia de cara a las presidenciales del 2011. La Presidenta, en la conferencia de prensa realizada este lunes, tendió una rama de olivo al Proyecto Sur. Cosa que, como ella misma dio a entender, implicaría una profundización y no un abandono del modelo asumido en estos años. Pero no nos engañemos: el plebiscito planteado por Kirchner se ha resuelto en su contra, y el Frente para la Victoria deberá remar duro para superar las emboscadas que se le pondrán en el camino y llegar en buenas condiciones a la próxima compulsa electoral.
Si se quiere ir hacia adelante con un proyecto nacional y latinoamericano, hay que airear la política. Poco se logrará si las fuerzas populares siguen entregadas a una aritmética electoral que ignore los grandes problemas y la única forma en que cabe abordarlos. Esto es, a través de grandes líneas programáticas que se lleven al Parlamento y no se las deje languidecer allí, sino que vayan acompañadas de una actividad movilizadora. Para lograr grandes objetivos hace falta capturar la atención del pueblo, dispersa en este momento por el gran ventilador mediático que tira basura en todos los sentidos. Lograr una buena comunicación de los valores que se pretende transmitir se convertirá a partir de ahora en el quid de la cuestión.