El cine y la novela son universos bullentes de retratos humanos y una cantera de reflexiones ideológicas. En ellos, señala George Steiner, "la metáfora enciende un nuevo arco de energías perceptivas; relaciona áreas hasta entonces inconexas" . Pero, si se presta un poco de atención al fenómeno, cabe observar que este proceso se suele dar en ámbitos más o menos privilegiados, donde los personajes disponen de espacio para reflexionar sobre su experiencia y sacar sus conclusiones. No es común que las narraciones se centren de lleno en el universo del trabajo. O, más bien, en la especificidad de este y la forma en que se erige, como sucede en la realidad, como la parte más prolongada de la jornada de quien vive encerrado "entre sus muros", casi sin espacio para pensar y sacar conclusiones.
La filmografía del director francés Laurent Cantet demuestra sin embargo que esos casos existen. Películas como El empleo del tiempo y Recursos humanos, del mismo Cantet, dedican una proporción ingente de su recorrido a analizar la problemática de las relaciones laborales y la manera en que quienes están insertos en ella van conformando sus personalidades a partir de esta. Con Entre los Muros (o La clase, como se ha conocido también al filme, en inglés y en español), ese carácter es predominante. Fruto de la colaboración entre Cantet y su amigo el escritor François Bégaudeau, Entre los muros describe la relación entre profesores y alumnos en un instituto público de enseñanza en la periferia de París con una consagración total a la naturaleza y evolución (o no evolución) de ese vínculo. El filme está interpretado en su leading role por Bégaudeau, profesor él mismo, escritor de la novela en que se basa la película y coguionista del filme, que fue rodado en un colegio real, con alumnos reales y auténticos docentes, todos los cuales remedan situaciones que en efecto se dan en el aula.
Esto no significa que la película sea un documental. Es, digamos, un docudrama. Ha habido cierta orientación en los diálogos de los personajes, y las escasas alternativas dramáticas que se narran en la película han sido concebidas a priori, lo que excluye la hipótesis de una improvisación pura. Pero esto no quita que la película trabaje sobre datos auténticos y estudiados en función de las tareas de aprendizaje que se llevan a cabo en el colegio. No hay derivaciones externas, como las que por ejemplo se daban en The blackboard jungle (1955), conocida entre nosotros como Semilla de maldad, no hay componentes románticos ni perversos, no hay melodrama: todo discurre en un ámbito espiritualmente inconfortable, ingrato, contradictorio, pero en lo fundamental connotado por la separación que se establece entre los docentes y los alumnos, que viene a reflejar la creciente impotencia de la educación moderna, concebida en torno de patrones que hacen del diálogo entre profesor y alumno el hilo vertebral que debe guiar una formación provechosa e instalar un puente que permita la circulación del conocimiento.
François, el profesor, está decidido a persistir en la conducta que ha guiado su trabajo a lo largo de su carrera: esto es, evitar la clase magistral y buscar una línea de diálogo con el alumnado que permita a los adolescentes que lo componen hacer un aprendizaje que puedan llamar propio. Pero los educandos con los que debe trabajar son un precipitado de los barrios más populares de París, en los cuales el aluvión inmigratorio proveniente de culturas distintas -africana, magrebí, antillana y hasta china- más los escasos franceses blancos, está deformado por la falta de parámetros culturales e incluso familiares. Esto determina un caos en el aula en medio del cual se hace muy difícil orientar el discurso. Por fin el profesor termina apelando al expediente autoritario para recuperar el control de la sala y se saca de encima a un personaje perturbador sometiéndolo, de mala gana, al engranaje disciplinario que terminará expulsándolo.
El final del filme Semilla de maldad no era muy diferente, con la salvedad de que aquí el personaje de Suleiman no tiene la perversidad ya integrada e irredimible que hay en el carácter de su homólogo norteamericano, y de que Cantet y Bégaudeau evitan, con sensatez, el expediente de la violencia física con la cual, de alguna manera, se clausuraba el filme de Richard Brooks. El violento Suleiman es más bien una víctima y no un matón encallecido como el personaje de Vic Morrow. Pero Brooks no pudo evadir en su película la tendencia del cine norteamericano a poner todo en blanco y en negro: el bien y el mal representan allí una antinomia inexorable. El filme de Cantet es más sutil en este aspecto, pero quizá por eso mismo más desgarrador que el norteamericano. Suleiman no es una manzana podrida que corrompe a la clase; pero sólo con su injusto apartamiento esta puede recuperar algo de sentido.
Entre los muros no es un filme entre tantos. Con su espontaneidad inducida y con un magnífico trabajo de montaje logra sintetizar, observándola en una molécula de la sociedad francesa, una serie de las peculiaridades y contradicciones decisivas de un mundo en transición: el embrutecimiento educativo, la "fatiga de material" que acosa a los modernos métodos de enseñanza y la configuración de oposiciones generacionales que no hesitan, en el caso de los adolescentes, de apelar a la mala fe, a la insolencia y a una suerte de complacencia en el rechazo de los conocimientos que podrían enriquecerlos. Este último fenómeno no es por fuerza original; lo que sí resulta novedoso es la difusión que tiene en un ámbito educacional cada vez más permisivo, que no parecería comprender que los adolescentes tienen necesidad de límites -que pueden ser elásticos y que no tienen por qué ser muros- para dotarse de un caudal de conocimientos a los que hay primero integrar para luego, eventualmente, rebelarse contra ellos con conocimiento de causa.
Es esa permisividad lo que se constituye en la muralla que separa a los chicos de la realidad y lo que los condena a la larga a la impotencia: la imposibilidad de elaborar discursos bien construidos y una suerte de jerarquía invertida en lo referido al nivel del aprendizaje -ser buen alumno puede resultar impopular-, los expone desarmados a un universo laboral que se estrecha y a un cambio tecnológico que podrán asimilar superficialmente, pero al que no podrán dotar de los contenidos que les permitan aprovecharlo.
La película de Bégaudeau-Cantet tiene el mérito de exponer estas cuestiones sin establecer juicio: queda para el espectador esa tarea. Pero los elementos están a su disposición. No se puede definir al filme como una película pesimista: más allá del encuentro de fútbol final entre profesores y alumnos, que fusiona al final a ambos "bandos" en un goce común, hay en Entre los Muros una afirmación voluntaria que induce a suponer que la batalla se seguirá librando. La cuestión, sin embargo, es por cuánto tiempo y cuáles serán los elementos externos que la condicionen. La integración racial en las metrópolis, por muchos obstáculos que se interpongan entre ella y su cumplimiento, va a realizarse pues la expansión demográfica de las "razas oscuras" la va a imponer por gravitación propia, a menos que ocurriese otro Holocausto que, de cualquier manera, no podría sino frenar lo inexorable. En cuanto al vaciamiento de cerebros operado por la pérdida de los referentes clásicos de la cultura la cuestión es quizá más espinosa y en gran medida depende de las fuerzas que manejen a los medios masivos de difusión, si el mercado o alguna asociación responsable, como podría ser el Estado, que pueda integrar arte, difusión educativa y entretenimiento de manera equilibrada. Es evidente que ello debe pasar por una batalla social que excede los parámetros de la escuela, pero en la cual esta deberá encontrar su lugar. Lo cual plantea la tesis implícita que encierra la película: no hay batalla que se pueda librar localmente, y el esfuerzo docente mejor intencionado sólo puede ser provechoso si se conjuga con lo global. Esto es, con la tarea de decodificar al mundo no a partir de la escuela, el barrio o la familia, sino fuera de los muros, desde el conjunto de factores que los influyen desde arriba.
Esta es la batalla decisiva que debe librarse. Con quién, cómo, de qué manera, sigue siendo una ecuación brumosa en este tiempo de progresismo laxo, de derechización concreta y de fundamentalismos cuyo radicalismo prescinde de las motivaciones racionales que imbuyeron a los movimientos contestatarios que se desprendieron de la Revolución Francesa y duraron hasta la implosión soviética. Pero esto es lo que hay y el lugar donde hay que librar batalla. El filme de Cantet y Bégaudeau lo hace a su manera, lo que no es poco.