Las imágenes sobre el nazismo y el comunismo, la era de la Depresión y la segunda guerra mundial, por ejemplo, son reiteradas una y otra vez en la pantalla del televisor, pero la mayoría de los espectadores no tiene clara conciencia de que esas tomas han estado en algún momento encuadradas en discursos fílmicos orientados políticamente, con un sentido provisto de una intencionalidad muy diferente a la que se les confiere en el presente. Por lo tanto, más que las reconstrucciones elaboradas con material de archivo que se efectúan hoy, lo interesante sería poder revisar los documentos en la integridad de su forma originaria, haciéndose así una idea de las características psicológicas y los fundamentos culturales que los informaban, en vez de evaluarlos a partir de montajes arbitrarios, elaborados a partir de la noción de “cosa juzgada”.
La recuperación sensible de los nudos problemáticos de nuestro tiempo es posible en gran medida gracias a la historia del cine. La tecnología moderna, de la que el DVD y la posibilidad de bajar material de la red son un ejemplo, pone en nuestras manos un número casi infinito de películas, documentales y también ficcionales, a través de las cuales es posible discernir la naturaleza de las pulsiones culturales que subyacían a los movimientos y a las corrientes de ideas que informaron a momentos claves del pasado reciente. .
Por ejemplo, y gracias a la existencia de esa cinemateca universal en la cual ahora es posible navegar, días pasados tuvimos ocasión de ver algunos filmes arquetípicos de una etapa muy singular, los años ’30 del siglo pasado, instante en que el mundo basculaba hacia el segundo conflicto global por la definición de la hegemonía mundial. Los años ’30 fueron un instante característico de “la era de los extremos”, como califica Eric Hobsbawm a la época que estamos viviendo. Algunos de los filmes elaborados por esos días, tanto por lo que dicen como por lo que no dicen, son representativos de la naturaleza del fascismo y de la versión estalinista del comunismo, y pueden enseñarnos mucho acerca de las vivencias que los imbuían.
El triunfo de la voluntad, de Leni Riefenstahl (1934), realizado por orden directa del Hitler, y Tierra de España y La quinta parte del mundo (1937 y 1938, respectivamente), de Joris Ivens, encarados como filmes de propaganda ejecutados de acuerdo a la línea general nazi o comunista, dicen mucho sobre la naturaleza de ambos movimientos, así como sobre los factores que los hacían atractivos a las grandes masas.
En materia cinematográfica, esos eran los años en los que el filme se afirmaba en el manejo de las técnicas del sonoro. Ellas eran esenciales para el registro documental, pues este quiere retratar con inmediatez los acontecimientos que describe. Si bien no existía todavía el sonido directo, había la posibilidad de sincronizarlo con la imagen, y eso permitía obtener, en el caso de las aclamaciones o discursos, una sensación de proximidad a los hechos que de ninguna manera podía haberse logrado con una película muda.
El filme de Riefenstahl es antipódico a los de Ivens, como no podía ser de otra manera, siendo ambos representativos de dos corrientes ideológicas tan dispares. A la hora de evaluar los resultados, uno tendería a dar, mal que nos pese, la primacía a la película de Riefenstahl. En arte (y el documental de propaganda puede llegar a ser arte si está concebido de acuerdo a un criterio que combine la elocuencia con una sincera vocación de servicio), la fuerza del talento es tanto o más importante que la fuerza de la voluntad. A Leni Riefenstahl le sobraban ambas cosas y pudo ponerlas en sintonía con las vivencias de su tiempo.
El triunfo de la voluntad es la crónica del congreso del NSDAP celebrado en Nuremberg en septiembre de 1934. Esas grandes ocasiones eran aprovechadas para reafirmar las lealtades en torno del jefe y asimismo la oportunidad para apelar a una comunión paroxística. La realizadora, con la colaboración del arquitecto personal de Hitler, Albert Speer, generó una película imbuida de esa perspectiva. Esto es, una perspectiva arquitectónica, monumental, orientada a la captación –y creación-de atmósferas cargadas de tormenta emotiva. En los despliegues de masas, los desfiles militares, los festejos juveniles, los discursos enhebrados a la luz de reflectores antiaéreos que generaban “catedrales de luz”, se daba expresión a la quintaesencia cultural que subyacía al proyecto “ario” y que consistía en una proposición fundada en el rito y el mito más que en el análisis racional de los problemas. Los costados concretos de la revolución nazi y su funcionalidad inicial respecto del gran capital alemán, que redundaría en una política expansiva realizada manu militari, pierden entidad frente a una pulsión de totalidad jerárquica que se afirmaba a sí misma y que era aceptada voluntariamente por la mayoría de los alemanes. Fue esta participación emotiva lo que en última instancia consintió a la cabeza del partido impulsar su proyecto sin tomar en cuenta los intereses empresarios que lo habían ayudado a encaramarse al lugar en que estaba, hasta el punto de llevarlos a su práctica abolición al finalizar la guerra, que dejó a Alemania como un campo de ruinas.
Lo que ocurrió después es parte de la misma historia. Las revoluciones pueden ser positivas o negativas, pero siempre están habitadas por el principio de destrucción y el de construcción. En el caso nazi el factor nihilista fue el que predominó; no podía ser de otra manera dada la irracionalidad que implicaba la existencia de un proyecto eugenésico y fundado en un nacionalismo biológico. Pero la parte orgiástica, entusiasta, comunitaria que había en el movimiento es revelada de forma indubitable por Riefenstahl. Sin esta faceta positiva y devota, hubiera sido imposible al régimen lanzarse a la aventura a en la que se precipitó, ni perpetrar las atrocidades que cometió.
La realizadora se valió de numerosas cámaras a las que utilizó de modo muy dinámico, apelando a travellings que por entonces eran imposibles de ejecutar si no se los hacía sobre rieles, dado el peso de los aparatos. Se logró así una sensación de movimiento hasta entonces ausente en el cine de carácter documental. Hay incluso una toma en la cual el espectador atento puede ver a un diminuto ascensor que asciende por un mástil, disimulado entre las banderas. Desde allí se captó, con toda probabilidad, una de las imágenes más impresionantes del documental, una toma ascendente que muestra a Hitler aproximándose casi en solitario al lugar donde arde la llama votiva en homenaje a los caídos, encuadrado por los pesados volúmenes de los cuadros de las SS y de las SA, distribuidos en bloques sobre el cemento del inmenso predio donde tenía lugar la asamblea. Haber conseguido un sinfín de logros con el montaje de la masa de material filmado y haberlo coordinado con el acompañamiento sonoro fue una hazaña. Como lo fue asimismo haber podido acompasar el movimiento de las imágenes, pues por entonces no se disponía de filmadoras accionadas eléctricamente y el operador debía hacer avanzar la película con una manivela, con el riesgo siempre presente de imprimir una velocidad diferente a la visualización de las diversas tomas.
El resultado fue un filme coral en el cual lo que vale no son los contenidos de un discurso político, casi inexistentes, sino la sensación de la fuerza y el ritmo que emanan del conjunto y que es, en última instancia, lo que los nazis querían transmitir.
La austeridad de Joris Ivens
Así como Leni Riefensthal era operística, Joris Ivens desarrollaba un estilo exactamente contrapuesto en sus ritmos al de la cineasta alemana. Ivens no apela a nada que se parezca a la turbulencia heroica de los fastos del nazismo. Reclamándose, como lo hacía, del marxismo y de un concepto muy llano de la democracia, su forma de expresión es intelectual, austera, didascálica y para nada retórica. Sus películas más importantes del período al que nos estamos refiriendo fueron Tierra de España (o Tierra española), rodada en 1937 en el frente de Madrid, en plena guerra civil, y La quinta parte del mundo (también conocida como Los 400 millones), cuya realización se llevó a cabo en China en 1938. China estaba enzarzada en ese momento en una batalla contra el Japón, que pretendía hacer de esa nación un espacio sometido al imperialismo nipón y parte de una futura “Esfera de Coprosperidad Asiática” liderada por Tokio y destinada a contrabalancear el peso de los imperialismos occidentales en Asia. En beneficio, bien entendido, del país del Sol Naciente.
De los dos filmes el que mejor se sostiene hoy es Tierra de España. En parte quizá porque su libretista y narrador fue Ernest Hemingway, cuya vinculación con el comunismo era más bien episódica y cuya admiración por Pío Baroja garantizaba el desdén por la inflación retórica. El rechazo de la prosopopeya y la adhesión a un discurso escueto, que pone en escena a los combatientes republicanos y al pueblo, dan a la película un despojamiento que se acuerda bien con el paisaje castellano y con la dimensión humana de sus protagonistas. La falta de espectacularidad en las tomas, el encuadre, cuidado pero para nada enfático, preludian lo que algunos años más tarde sobrevendría con el neorrealismo italiano, otro de cuyos referentes fue una película también rodada en España por esos años, La esperanza, de André Malraux.
El filme sobre China, guionado por Dudley Nichols, está más dañado por el paso del tiempo. Si los peores crímenes del nazismo todavía estaban por acaecer en el momento en que Leni Riefenstahl plasmó su pieza cinematográfica y en consecuencia la directora podía volcarse con sinceridad en la exaltación de una fuerza y una voluntad concebidas de acuerdo a una persuasión auténtica respecto de su carácter genuino, el filme de Ivens y el guión de Nichols coinciden de lleno con la siniestra experiencia de la “caza de brujas” y el exterminio de la vieja guardia bolchevique y de los mejores elementos del Ejército Rojo por orden de Stalin. Los conflictos intestinos en la Unión Soviética, la decisión de su gobierno de acomodarse con las democracias imperialistas de Occidente y la manipulación que la central moscovita ejercía sobre la Tercera Internacional para imponer esa línea, habían descargado sobre la izquierda revolucionaria una ola de represión sin paralelo, acompañada por calumnias frenéticas que sepultaban toda oposición bajo oleadas de terrorismo psicológico, tanto en Rusia como en el exterior.
Ivens y Nichols callaron demasiadas cosas por entonces, en especial en su película sobre China. Por ejemplo el dato de que el ejército del Kuomintang estaba oponiendo una resistencia más bien simbólica contra los japoneses, mientras que los elementos más activos de esa resistencia provenían de las filas del maoísmo. Algo parecido puede decirse respecto del filme sobre España, pero en el momento de filmarlo las noticias acerca de lo que sucedía en la URSS eran recientes y podían excusar cierta confusión ante lo que acontecía. De todos modos, la moral de ambas películas es pobre, pues la tesitura de sus autores coincidía con la de un conformismo progresista vaciado de contenidos revolucionarios; progresismo en torno del cual se reunía el rebaño de los intelectuales asustados por el avance del nazismo y muy dispuestos a creerse sus propias ilusiones respecto de lo que estaba pasando en la URSS, hasta el extremo de cerrarse a la evidencia.
Es este looping intelectual lo que de alguna manera menoscaba la importancia de esos dos filmes de Ivens. Los hacen parecer datados, mientras que la efusión de la Riefenstahl suministra datos concretos respecto del clima psicológico y la atmósfera donde se incubaba el salto hacia fuera que operaría el nazismo –y el acompañamiento que este encontró entre la población germana hasta el amargo final.
El presente está plagado de simplificaciones. Escapar a ellas será importante si se ha de arribar a una comprensión de la historia que nos envuelve, creando así el requisito básico en la que se debe apoyar cualquier disposición para llegar a construirla.