El desparpajo de los teorizadores de la política conservadora en nuestro país no tiene límites. Incluso en el caso de sus exponentes que afectan ser más serios. Mariano Grondona, por ejemplo, dictamina que en los pueblos latinoamericanos predominan alternativamente –cohabitan, dice- dos pueblos. Uno de clase media, que responde las características de las democracias desarrolladas, y un segundo pueblo cercado por la pobreza. La fórmula del populismo, según Grondona, consiste en explotar al “segundo pueblo” sin que este se dé cuenta. Para ello necesita que aumente la pobreza, para que los integrantes del segundo pueblo se vean forzados a ofrecer sus votos a cambio de planes sociales, y asimismo le es indispensable que en ese segmento inferior del pueblo prevalezca un bajo nivel de educación, porque de otra manera los explotados se darían cuenta de que lo son. Paradigmático del primer caso sería el ejemplo de Chile, mientras que el de la Venezuela de Chávez y la Argentina de los Kirchner serían representativos del segundo. (1)
A este fogoneador de golpes de estado, vocero del poder oligárquico y diligente servidor de cuánto gobierno se encargó de llevar adelante los objetivos del grupo dominante –incluyendo el de la última dictadura- no le tiembla la voz cuando de mentir se trata. ¡Y cómo retuerce los datos de la realidad para reducirla a sus propios fines!
En las huellas de un politólogo que viene de enseñar “por décadas en universidades inglesas, brasileñas y norteamericanas”, cosa que implícitamente le confiere prestigio a ojos de Grondona, este distingue a las democracias republicanas de las democracias delegativas. Las primeras son propias de las naciones desarrolladas, las segundas, si bien son técnicamente democráticas, no son republicanas. El nefasto populismo es expresivo de esta última forma de régimen. Los argumentos de Grondona se ciñen, de esta manera, a una especie de definición jurídica de la democracia.
Una traducción cruda y nuda de las afirmaciones del columnista nos remite a una clasificación más simple y concreta: puede decirse que la democracia republicana es representativa, y que la democracia delegativa es, a pesar del nombre con que se la injuria, directa. Esto es, expresiva de una conexión inmediata entre las masas y el poder, mientras que la otra aparece como mediadora entre las demandas populares y las coordenadas de la realidad. De una realidad, por supuesto, entendida como la comprenden los estamentos dominantes de sociedad, decididos a mantener el control de la situación a través del filtro que dan unas instituciones acomodadas a los designios del grupo dominante.
Ahora bien, es evidente que la evaluación de estos dos tipos de gobierno no puede hacerse abstrayéndose de los hechos de la historia. El gobierno representativo, aunque apunte a la preservación de los intereses del sector dominante, si se encuentra compensado por una bien balanceada y honesta gestión de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, es un expediente que puede funcionar por largo tiempo. Pero si, como ocurre hoy en casi todo el mundo, se transforma en un artilugio para imponer las miras más egoístas del sector dominante, cegándose a toda reforma efectiva de un estado de cosas en progresivo deterioro, se torna en una rémora que requiere ser dinamitada para abrir el camino al cambio. Esto es, a las reformas que son necesarias para hacer más respirable la atmósfera
Asimismo, en el caso de la democracia directa, si esta no atina a convertirse en un todo orgánico y mantiene en forma indefinida los atributos del estado de excepción propio de sus orígenes, pronto o tarde termina por burocratizarse, generando escepticismo y vacío político. El caso de la URSS fue típico en este sentido(2) y de forma aun más caracterizada lo fueron muchos de los gobiernos surgidos de la insurrección de las colonias y semicolonias, provistos de proyectos bonapartistas pero que jamás llegaron a crear los organismos de legítima representación popular que son necesarios para mantener abiertas las líneas del debate y para controlar y combatir la corrupción y el oportunismo que se infiltran por las mallas del poder, ansiosos de satisfacer sus propios apetitos.
Grondona no se preocupa en examinar la relación dialéctica que existe entre estos dos tipos de democracia. Se aferra a su querida lógica aristotélica y nos tira un silogismo por la cabeza. Nos dice que una es superior y otra inferior. Pero a esta falsa dicotomía suma una pirueta sofística que deja con la boca abierta. La Argentina habría vivido dividida en dos pueblos que se rechazan entre sí, por razones de educación y cultura política. Volvemos al viejo esquema de “la “civilización y la barbarie”.
Que la Argentina ha vivido dividida es cosa de la que no cabe duda; pero las líneas de esta fractura pasan por la dicotomía brutal promovida por su sector oligárquico no bien arrancó nuestra historia como nación técnicamente independiente. No se trata de una fatalidad cultural, sino de un problema de lucha de clases, en la cual el estamento poseedor instalado en Buenos Aires logró imponer a sangre y fuego un modelo de país dependiente que favorecía a la burguesía comercial porteña y a los grupos concentrados de la propiedad agropecuaria. Las irrupciones del populismo (con Yrigoyen primero y sobre todo con Perón después) iban a poner en entredicho ese dominio, pero por poco tiempo; desde 1955 para acá el predominio de dicho sector ha sido indiscutible. Recién ahora está comenzando a recibir el tímido envite del actual gobierno, cosa que lo inquieta lo suficiente como para hacerlo descender a la palestra política armado de toda su panoplia mediática y a reformular sus alianzas a fin de componer el “partido del campo”.
La “clase media”, enfeudada en muchos de sus sectores al modelo cultural y propagandístico que le viene desde arriba, puede autodestruirse otra vez –como lo hiciera en 1955 y entre 1972 y 1976- y servir de idiota útil a la reacción.
Para eso hay que mentirle, por supuesto. Y en el núcleo del discurso de Grondona, junto al halago que le dirige, está presente la falsía como expediente necesario. Como se señaló antes, según Grondona en la táctica del populismo se hace indispensable que aumente la pobreza para reducir al “clientelismo” a los sectores más débiles de la sociedad y manipularlos así a su antojo. Es exactamente al revés. Nuestro articulista no parece haber leído el luminoso y devastador análisis de Naomi Klein sobre la mecánica del shock instrumentada por el neoliberalismo para imponer sin embozo las teorías del libre mercado y de la globalización imperialista. “Sólo la crisis da lugar a un cambio verdadero” sentenció Milton Friedman. En todos los países del mundo, tanto subdesarrollados como desarrollados, el neocapitalismo ha impuesto la doctrina del shock como expediente para demoler las resistencias populares y hacer permeable a la gente desesperada o aterrorizada por la represión, a la práctica de un ajuste permanente, que arroja a cientos de millones de personas a la periferia social y demuele las conquistas sociales, precariza el trabajo y vacía al Estado de los atributos que le permiten mediar entre las clases y compensar algo de sus desigualdades. Sólo le deja la potestad policíaca, cosa de que pueda reprimir los focos de descontento y sofocar su crecimiento.
La explotación de la crisis
Esta inversión de los términos que califican a nuestra historia es viable sólo por el virtual monopolio mediático que ha introducido el sistema. Grondona se vale de él para alterar impunemente la realidad. El desparpajo del comentador no resulta tan alucinante si miramos la prensa de estos días y la elaboración que hacen de la crisis mundial muchos de los gobiernos de los países desarrollados. Pese a que la crisis deriva de la puesta en práctica de los parámetros neoliberales (o neoconservadores, para ser más precisos) los políticos y economistas que mueven los hilos no parecen deducir de su impacto la necesidad de revertir esos parámetros. Por el contrario, aumentan la provisión monetaria a los bancos que han especulado y están en la base de la crisis actual, incrementan los gastos militares y continúan con las prácticas de un intervencionismo agresivo en las zonas calientes del globo. La crisis, en vez de suministrar la oportunidad de poner en práctica un New Deal de estilo rooseveltiano, con énfasis en el consumo y el rescate de las clases populares, está siendo aprovechada para refuncionalizar la doctrina del shock, hasta aquí aplicada en países bien determinados, a fin de diseminarla a nivel mundial. Henry Kissinger volvió hace poco sobre el núcleo conceptual de la escuela de Chicago, que consiste en generar el caos para imponer coercitivamente el modelo neocapitalista, cuando expresó que “En última instancia, la tarea principal es definir y formular las preocupaciones generales… de los principales Estados respecto de la crisis económica, considerando el temor colectivo a una Jihad terrorista. Después, todo eso debería ser convertido en una estrategia de acción común… Por lo tanto, Estados Unidos y sus socios potenciales tienen una oportunidad única de convertir el momento de la crisis en una visión de esperanza”.
Los dirigentes del mundo no están contemplando la inversión de las coordenadas que nos han empujado a la crisis actual, sino la profundización de estas. Más ajustes, más precarización laboral, que se nos dice incentivará el empleo, más intervencionismo policial contra los Estados díscolos; más de lo mismo. ¿Debe sorprendernos que nuestros conservadores remeden esta tesitura y repropongan la utopía negativa del país agrario como forma de “insertarnos en el mundo”, y que nos dividan en “dos pueblos distintos”, primitivo el uno y sofisticado el otro, mientras se olvidan de los movimientos que se dan en su interior y que son el fruto del removerse de sus clases sociales?
“Pueblos” es una palabra que remite a una suerte de categoría calificada por la composición étnica y tiende a fijarse en el tiempo; mientras que el concepto de clase social sobreentiende la existencia de factores de tipo económico de carácter objetivo y que son susceptibles de cambio.
Los pronósticos catastrofistas de la orquesta mediática local e internacional están preparando el terreno para aceptar la transición a un gobierno mundial controlado desde los centros anónimos del poder financiero. En este esquema nuestra voraz oligarquía se representa a sí misma otra vez como el factor asociado, como la correa de transmisión privilegiada de este presunto ordenamiento mundial. Es probable que se equivoque. La magnitud de los problemas y la presión desde abajo pueden hacer estallar el proyecto. La coalición entre las transnacionales del agro, la Sociedad Rural y el sector enriquecido de la pampa gringa, sumada a la carencia de voluntad política del estamento industrial argentino, puede llegar a complicar las cosas al gobierno de los Kirchner; pero las posibilidades de imponer el modelo conservador en el país chocará con mucha resistencia de parte de los sectores desfavorecidos. Y, de tener éxito el envite, las tasas de inseguridad que tanto alarman hoy a los vecinos de los barrios de clase media en Buenos Aires y otros lugares, se elevarán de forma exponencial. Resta el recurso de sacar las tropas a la calle pero, ¿estamos seguros del lado hacia donde apuntarán los fusiles?
Bueno, estos son interrogantes sin respuesta, por ahora. Lo concreto es que estamos asistiendo a un intento desestabilizador que echa mano, como en el caso que hemos comentado, a la tergiversación de la historia para rebajar la capacidad de comprensión de las masas. Es un instrumento maestro, que debe ser rebatido en el campo del debate intelectual e histórico. Ganar esos espacios para su discusión no es cosa fácil, dada la falta de libertad de expresión impuesta por los multimedia. La existencia de lugares alternativos en Internet es, en este sentido, una bendición. Pero el deber de la hora será batirse por la conquista de una ley de comunicación que contemple la posibilidad de equilibrar en algo la llegada totalitaria de la televisión y los medios gráficos privados.
El ilustre sofista cuyo artículo hemos comentado, da a entender muy suelto de cuerpo que son “los populistas” (quienesquiera que estos sean) los que han promovido la pobreza y la falta de educación. Pero ocurre que las cosas fueron exactamente opuestas a lo que dice Grondona. Han sido gobiernos “populistas” o populares –los de Perón, Castro, Chávez, etcétera- los que han promovido la educación del pueblo, mejorado radicalmente las condiciones sanitarias de la población y dignificado su condición. Por el contrario, los que se han ocupado de destruir la enseñanza y fomentar el desamparo a través del desempleo, hambreando literalmente a masas de argentinos y embruteciéndolos a través de mercadeo de unos productos televisivos cada vez más chabacanos y groseros, han sido los representantes de los intereses de la clase dominante. De Martínez de Hoz a Menem, de Cavallo a De la Rúa, la represión sangrienta y el carnaval televisivo han estrechado el horizonte de los argentinos.
Abrirlo es la tarea que nos corresponde y que aun más corresponderá a las jóvenes generaciones.
[1] En La Nación del domingo 26 de Abril.
[2] Surgida del caos democrático de los consejos de soldados, obreros y campesinos, tras el disciplinamiento impuesto por la necesidad de vencer la guerra civil y aun más después de la muerte de Lenin, los componentes autoritarios del régimen y el vacío que gradualmente se fue creando entre este y las masas fomentaron la creación de un autoritarismo despótico, capaz de superar enormes y sucesivas pruebas, pero que finalmente, justo en el momento en que parecía consolidado, se quebró y se desplomó en el hueco que había bajo sus pies.