La piratería ha reaparecido en los mares. En los últimos tiempos los abordajes a naves que circulan por el Océano Indico y el Golfo de Adén han crecido de manera despampanante. A modo de invocación a los manes de Sandokán y de Emilio Salgari, los primeros en aparecer a ojos del público fueron los piratas malayos, que hicieron estragos en el tráfico comercial en aguas próximas a Indonesia. Pero el asunto ha comenzado a tomar entidad a partir de las actividades que practican los piratas somalíes en sus aguas costeras, que dan al Índico y al Mar Rojo y son recorridas por todo tipo de navíos que van o vienen del Canal de Suez. A esto cabe sumar la proximidad relativa en que ese país se encuentra respecto de la ruta del petróleo, que penetra en el Golfo Pérsico y que es una arteria vital para la provisión del crudo que requieren las grandes potencias. Esto hace del fenómeno, en proyección, un asunto doblemente peligroso.
La piratería, sea en forma de saqueo salvaje de cuanto barco se cruzara en el camino de los “caballeros de fortuna” que explotaban el mar, sea disfrazada bajo las patentes de corso que concedían a los bucaneros algunos gobiernos europeos para arremeter contra sus rivales, fue uno de los factores fundantes del capitalismo. Nunca hay que perder de vista este dato así como, sobre todo, el de la explotación colonial de la periferia europea -primer expediente de la “acumulación capitalista primitiva”-, para comprender las raíces del sistema que nos incluye. La globalización no es de hoy; arranca del siglo XVI y ha tenido siempre como elemento central el saqueo de los miembros más débiles de la sociedad mundial o el zarpazo contra el enemigo imperial que se erigía en el mayor obstáculo para la plena expansión del dinamismo sistémico. Para el caso, en los siglos XVI y XVII, el imperio español.
Claro que cuando los piratas o los corsarios se excedían en su cometido y se transformaban en elementos incontrolables, los gobiernos que fomentaban o consentían su actividad debían hacer las cuentas con ellos. Cosa que podía suceder promoviendo a los antiguos bucaneros a un rango nobiliario y otorgándoles incluso alguna carga de gobierno en el escenario de sus hazañas, como fue el caso de Henry Morgan, designado gobernador de Jamaica. Pero también había otra forma de reducirlos, cuando se manifestaban demasiado intratables: colgarlos alto y corto del palo mayor, tarea que solía ser confiada a los mismos filibusteros recuperados para la gestión de gobierno.
La piratería, entonces, fue congenial a los albores del capitalismo. ¿Su reaparición, ahora, puede ser vinculada a un presunto eclipse de este? Ya que de momento no hay nada que pueda reemplazarlo, más que a eso la reaparición de la piratería debe ser vinculada a la desintegración del orden social en un planeta roído por la licuefacción de muchos Estados y la desintegración económica que promueve el capitalismo salvaje. ¿Qué otra cosa sino piratería son los paraísos fiscales por los que circula una parte sustancial de la riqueza financiera mundial y donde el lavado de dinero proveniente del tráfico de droga y armas, y de la evasión de impuestos, tienen carta blanca? Las alegaciones y los programas dirigidos a combatir las zonas francas que suelen promoverse en las cumbres mundiales no pasan de la mera retórica y no podría ser de otra manera, pues el sistema financiero mundial está íntimamente vinculado a ellas.
De modo que cuando se escucha despotricar contra la inseguridad en los mares lo primero que hay que hacer es preguntarse acerca de la legitimidad moral de los poderes que protestan, y luego intentar observar con algo de detenimiento los factores que subyacen a un fenómeno como el somalí.
Somalia es el caso típico del estado fallido como consecuencia de su debilidad estructural para resistir los embates del extranjero y las convulsiones de sus propias tendencias centrífugas. Tras la unificación de las dos porciones de su territorio que habían estado bajo dominio colonial –italiano y británico-, esa entidad nacional tuvo un curso relativamente breve. Las aspiraciones etíopes respecto a su territorio y el respaldo soviético a Etiopía, por entonces aliada de Moscú, llevó al presidente Mohamed Siad Barré a recostarse en el bloque occidental, pero poco después las tensiones entre los múltiples clanes del país y la situación económica hicieron estallar su frágil estructura. Desde fines de los ’80 el caos ha reinado en la zona, apenas frenado por la irrupción de los fundamentalistas de la Alianza de los Tribunales Islámicos, respaldados por Irán. Ese movimiento fue combatido con una invasión etíope apoyada por los norteamericanos y el país volvió a hundirse en el desorden.
Este contexto ha suministrado una buena posibilidad para las iniciativas particulares dirigidas a garantizar la propia existencia a través de las armas. La piratería se ha convertido en una de ellas. Capturas y rescates de presas marítimas que incluyen hasta barcos petroleros, se han convertido en un fenómeno habitual. Las marinas japonesa, francesa y norteamericana han comenzado a reaccionar contra esas actividades, y teóricamente se encuentran asistidas de derecho para proceder así. Pero hace unos días un vocero de los piratas arrojó al debate un argumento que no cabe desoír. Según sus declaraciones, los piratas somalíes exigirían sus rescates para reaccionar contra el derrame de basura tóxica en las aguas de Somalia, que se viene practicando desde hace al menos 20 años de parte de empresas privadas occidentales y asiáticas. Su alegación es posiblemente especiosa, en el sentido de que con ella intenta dotar de una pátina de legitimidad a una actividad injustificable y con toda probabilidad vinculada al lucro y no al servicio. Pero el hecho de los derrames tóxicos existe, avalado por declaraciones de los responsables del programa de las Naciones Unidas dedicado a la protección del entorno ( UNEP, UN Environment Programme). Según declaraciones formuladas a Al Jazeera por el vocero de ese organismo internacional, cuando el tsunami de 2004 impactó las costas del norte de Somalia arrojó sobre las playas muchos contenedores de basura tóxica en Puntland, la zona del Cuerno de África que se ha constituido en el nido de la piratería.
Responsables de ese mismo organismo estiman que las firmas dedicadas a remover la basura tóxica de los países industriales son compañías de fantasía, y que detrás de su fachada se mueve la mafia, en estrecha conexión con las empresas que quieren sacarse de encima esa basura sin tener que pagar los alrededor de 1000 dólares que requiere la disposición de una sola tonelada de esos desechos en aguas próximas a los centros que los producen. En vez de esto prefieren arreglar con el crimen organizado para que fondee esos residuos tóxicos –que incluyen uranio radiactivo, plomo, metales pesados como el cadmio y el mercurio, y desechos patógenos- en aguas de un estado incapaz de protegerlas y a un coste que ronda apenas los dos dólares con cincuenta la tonelada…
Cuando se toma conciencia de estos hechos las alegaciones sobre el derecho internacional y el espectáculo de las cumbres de mandatarios que reafirman su intención de controlar los paraísos fiscales y regular la actividad bancaria mientras siguen orientando la masa dineraria de sus bancos centrales a sostener a los mismos organismos de crédito que han estado en la raíz de la debacle económica, se tornan cómicas. Y uno se pregunta qué es la piratería en este marco de bandidaje internacional. La devastación generada por la explotación indiscriminada de los países coloniales ha vuelto, sólo que en el presente desprovista incluso de la relativa responsabilidad que era inherente a aquel sistema, obligado a preservar hasta cierto punto la integridad física mínima de aquellos a los que explotaba si quería seguir contando con su fuerza de trabajo. Hoy esa gente es material prescindible, carece de relevancia y por lo tanto puede ser agredida con indiferencia o abandonada a la deriva. Como lo están los habitantes de Somalia.