Ha muerto Raúl Alfonsín. Los diarios y las cadenas televisivas que forman parte del monopolio mediático se han desbordado en ditirambos. La Nación fue tal vez el medio que más enfatizó los méritos de la figura del presidente desaparecido y hasta dio lugar a un artículo firmado por Carlos Saúl Menem titulado a partir de la célebre frase pronunciada por Ricardo Balbín en el funeral de Perón: “Un viejo adversario viene a despedir a un amigo”. El riojano depositó incluso un beso en la frente del cadáver. Todos los exponentes del arco político se prodigaron en elogios al ex mandatario desaparecido.
Y bien, resulta un poco intimidante pronunciar unas palabras que no se acuerden plenamente con la unanimidad exaltante de la figura del hombre de Chascomús. Un deber de honestidad intelectual nos obliga a ello, sin embargo, sin que por esto queramos disminuir los méritos de su figura.
Alfonsín fue sin duda un político consumado y, en la medida en que lo consiente el oficio, un hombre sincero. Estaba provisto de simpatía y calor humano, y era capaz de arrebatos de dignidad como el que protagonizó frente a Ronald Reagan en los jardines de la Casa Blanca. Cuando el presidente norteamericano mezcló a sus palabras de bienvenida algunas apreciaciones negativas sobre Nicaragua o Granada, si mal no recuerdo, Alfonsín se guardó en el bolsillo el discurso que llevaba preparado e improvisó una alocución breve y enérgica que puso las cosas en su lugar y subrayó la autonomía de la política argentina. Conservo la imagen de ese momento y esta es suficiente para preservar el recuerdo del presidente que piloteó la transición al sistema democrático después de la dictadura y de la década de salvajadas que desgarraron al país.
Asimismo hubo en su gobierno varios momentos que se compatibilizaron con el respaldo popular que recibió en las elecciones de 1983 que nos restituyeron a la democracia. El acuerdo con Chile por el Beagle, que terminó con una disputa estéril y peligrosa; el juicio a las Juntas militares y los dos primeros años de su política económica, durante la gestión del ministro Grinspun, que intentó dar una solución nacional al problema de la deuda externa; y el lanzamiento del Mercosur, de consuno con el presidente brasileño José Sarney, son datos positivos que deben ser puestos en su haber.
“La declaración de guerra económica”, por el contrario, significó un punto de inflexión de carácter negativo. Alfonsín convocó en ese momento a la gente a Plaza de Mayo para anunciar un programa de ajuste que implicaba una guerra, en efecto; pero se trató de una guerra dirigida contra el país: implicó la inversión del rumbo seguido hasta entonces y el advenimiento a la hibridez acomodaticia del plan Austral, que intentaba conciliar al país con el diktat financiero internacional.
Pero se engañó. Sus intentos por acomodarse con las relaciones de fuerza que imponía la globalización y su pretensión de regular algo del traspaso del sistema económico a la dimensión mercantil salvaje del neoliberalismo no eran potables para la patria financiera. El golpe de mercado y la hiperinflación que lo obligó a dejar el gobierno antes del término previsto por la ley, fue la forma en que el complejo neoliberal hizo las cuentas con él.
Curiosamente, mucha gente reprocha a Alfonsín su presunta rendición frente a los militares en el momento de la emisión de los decretos de punto final y obediencia debida, que venían a opacar el resplandor de la semana de Pascuas de 1987, cuando Alfonsín neutralizó una rebelión carapintada encabezada por Aldo Rico. Pero se trata en este caso, creo, de un reproche vacío: la situación no daba para más y los pasos posteriores del gobierno se orientaron a desactivar hábilmente los núcleos resistentes del ejército que, para bien o para mal, estaban soliviantados por la oleada de juicios que se les venía encima y por el desguazamiento progresivo de la fuerza.
Demasiado hábilmente, quizá; la dimensión nunca aclarada de los vínculos de algún alto exponente del gobierno radical con el grupo guerrillero que asaltó el cuartel del regimiento General Balcarce en La Tablada, tiempo después, representa un dato muy oscuro en la ejecutoria del gobierno alfonsinista, que algún día deberá ser dilucidado.
Desde luego, la altura de Alfonsín crece si se la mide con el patrón de los mandatarios que vinieron luego: Menem, De la Rúa, Rodríguez Sáa, Duhalde… Su mayor mérito tal vez fue haber inyectado en la política argentina un discurso atemperado, que no hacía del adversario un enemigo y que, después de las experiencias vividas, fue un bálsamo respecto de la horrible crispación de las décadas anteriores.
Esa crispación, lamentablemente, está siendo nuevamente introducida por vía de una oposición intransigente al actual gobierno y por un vocerío mediático que se vale de cualquier instrumento para fogonearla. La muerte de Alfonsín, en cierto modo, está siendo explotada por ese complejo de factores, que tiran por elevación contra el Ejecutivo subrayando el carácter incorruptible del personaje y dando a entender, de forma subliminal o no tanto, que quienes hoy invisten el poder están lejos de encontrarse a su altura en ese rubro, así como en lo referido a su bonhomía y moderación. La primera es una insinuación pérfida, a la que se puede responder diciendo que si Alfonsín fue una persona intachable, entre los miembros de su círculo más íntimo hubo figuras cuya probidad fue puesta en entredicho…
Uno de los méritos del ex presidente fue su capacidad para crecer dentro de sí mismo, ascendiendo gradualmente desde un antiperonismo acérrimo a una actitud de comprensión para con este. Tras representar la corriente del progresismo argentino connotada por esa suerte de arrogancia que diferencia a su vertiente sarmientina de la radical irigoyenista, y que se articula en torno de la engañosa contraposición entre la civilización y la barbarie como clave para comprender al país, en la segunda etapa de su carrera política pudo hasta cierto punto superar ese lastre y, al hacerlo, quizá haya educado a algunos de los muchos que la interpretaban de esa manera.
En un país dividido por antagonismos frenéticos y en algunos casos retóricos, no es poca cosa.