El 24 de Marzo y el 2 de Abril son dos de los cinco feriados no removibles del almanaque. El dato refleja la significación de esas dos fechas, aunque quizá quienes prohijaron la inamovilidad de ellas no tengan muy en claro lo que representan. De todos modos el hecho es muy bueno en sí mismo, pues dichos momentos son representativos de dos de los puntos de inflexión en nuestra historia contemporánea y se cargan con elementos inversamente significativos tanto de la decadencia del país como de los fermentos que aun bullen en él y le hacen aspirar a un destino independiente. Destino burlado las más de las veces tanto por la ferocidad con que los estamentos dirigentes han reprimido sus intentos de manifestarse, como por el carácter renunciatario y en última instancia traicionero de unas dirigencias trabajadas por su vinculación activa o su complicidad con el diktat imperialista. A las que viene a sumarse la aculturación de los estratos medios, sobre los que mejor puede actuar la desintegración identitaria que es consecuencia de esos factores.
El 24 de Marzo de 1976 significó la culminación del esfuerzo oligárquico para liquidar el ascendente movimiento nacional que venía manifestándose desde 1945, y el 2 de Abril de 1982 representó un intento –fugaz y en gran medida inconsciente- de retomar ese camino cortado seis años antes.
Ambos episodios estuvieron connotados por la ignorancia en que se encontraban muchos de quienes los protagonizaron respecto a las razones profundas que los determinaban. Es decir, que actuaban sobre ellos de manera objetiva. Esa inconsciencia sigue presente aun hoy, después de 33 años, tanto en el rencor de partes que subsiste entre represores y sobrevivientes de los “años de plomo” y de la represión practicada por la dictadura, como en la apreciación de los factores que jugaron en el momento de la batalla por Malvinas.
El desastre de 1976 estuvo abonado por la locura de las formaciones armadas que se forjaron la ilusión de conquistar el poder sin tomar en cuenta el peso de las relaciones sociales en la Argentina, sin una comprensión clara del frente de clases que se conjugaba en la figura de Perón y sin la más mínima intuición política respecto de la posibilidad de fracturar el frente militar explotando los fermentos nacionales que existían y podían ser impulsados detrás de su fachada. A su vez, las FF.AA., ya muy predispuestas por sus antecedentes inmediatos –“la revolución fusiladora”- y por el estado de subordinación ideológica en que se encontraban respecto de Estados Unidos, reaccionaron frente a la actividad guerrillera de manera desmedida y se convirtieron, por vía de su brutalidad intelectual y de su ceguera respecto de lo que estaba en juego, en los idiotas útiles del imperialismo. Su ignorancia respecto los factores no sólo sociales sino también nacionales que signaban el enfrentamiento entre el comunismo y el capitalismo, la imagen distorsionada del mundo que era su consecuencia, su miedo a la revolución cubana y su creencia petulante en que se habían convertido en unas aliadas necesarias de Estados Unidos para controlar el continente, las movió a aprovechar el exterminio de las organizaciones armadas para lanzar una ofensiva contra los factores resistentes que había en la sociedad argentina para elaborar un desarrollo autosostenido. Manejadas por la pandilla neoliberal encabezada por el ministro de economía Alfredo Martínez de Hoz, imprimieron un sesgo a la política económica que inició la destrucción de la industria e implicó el asentamiento en el país del esquema neoliberal forjado por la “escuela de Chicago”; aunque cabe reconocer que conservaron la propiedad estatal de ciertas industrias estratégicas, como la atómica, propulsándola hasta el punto de que nuestro país fue uno de los primeros, si no el primero, después de las grandes potencias, en dominar el ciclo del enriquecimiento del uranio.
Pero el retorno al país agrario, exportador de commodities, se reveló muy difícil de imponer a la vuelta de pocos años. En parte porque comenzó la expulsión de sectores urbanos hacia la periferia social, suscitando la resistencia de los gremios, pero sobre todo porque la concepción que entendía a grupos substanciales del pueblo como enemigos a extirpar, implicó el desprestigio del gobierno militar. La sociedad empezó a sentirse harta de una experiencia que, en un principio, había asumido con resignación y hasta con una cierta simpatía, en la medida en que creía que “los militares venían poner orden” al desplazar el caótico gobierno de Isabel Martínez de Perón y a las pujas intersectoriales del peronismo que ensangrentaban al país. “El lado oscuro de la fuerza”, hacia 1982, era evidente para todos.
El mecanismo de la explosión
En este contexto estalló de pronto la cuestión Malvinas. ¿Fue consecuencia de un acto desesperado del gobierno militar para recuperar prestigio y una iniciativa política que se le iban de las manos? Esta es la explicación corriente entre los sectores progresistas, pero la realidad es mucho más compleja. Los preparativos para la Operación Rosario (como se llamó a la reconquista de las islas) existían desde bastante tiempo atrás. Gran Bretaña, por otra parte, no sólo seguía haciendo oídos sordos a la reclamación argentina por recuperar o al menos negociar la soberanía de las islas, sino que había endurecido su posición a partir del plan forjado de consuno con Washington en el sentido de establecer un sólido predominio en las áreas que asegurasen la perdurabilidad del dominio de las potencias marítimas en la zona del creciente exterior o insular, para usar la terminología geopolítica de Halford Mackinder. A esto se sumaba la casi certidumbre de la existencia de grandes yacimientos petrolíferos off shore en el área del archipiélago malvinense y también, por qué no, la conveniencia estadounidense de sacarse de encima un aliado tan impredecible (la cuasi guerra con Chile por el Beagle así lo demostraba) como era la dictadura argentina, cuya utilidad estaba agotada y que se había ensuciado con actos atroces consumados contra su propio pueblo. Se estaba ingresando a la era de los Derechos Humanos como expediente diplomático utilizable para presionar o suprimir a gobiernos indeseables; esto es, a gobiernos inútiles al Imperio o contrastantes respecto o a sus necesidades coyunturales. La dictadura argentina llenaba ambos requisitos.
Es imposible para nosotros conocer los entretelones de los movimientos que llevaron al rompimiento en torno de Malvinas, pero la sospecha de una emboscada (una “cama”) tendida al gobierno militar por Londres y Washington no puede descartarse. Margaret Thatcher y Ronald Reagan eran los figurones de proa de un movimiento internacional que apuntaba a la globalización económica concebida de acuerdo a la desregulación salvaje y a la libertad absoluta del mercado. Sus entendimientos bajo cuerda (o los arreglos entre los fautores ingleses y norteamericanos de las coordenadas estratégicas que determinaban la evolución del mundo) estaban a la orden del día. Mientras personeros del estamento militar norteamericano halagaban al general Galtieri definiéndolo como una “personalidad imponente”, Gran Bretaña respondía al crecimiento de la tensión originada por un incidente fabricado en las islas Georgias, deslizando la noticia de que un submarino nuclear estaba siendo enviado a la zona en conflicto.
Esta información ofició de detonante. La llegada de una nave de ese tipo reducía la capacidad operativa de la Armada argentina casi a la impotencia. Desaparecía la oportunidad de utilizar el factor militar de una ocupación de las islas para jugarlo luego en la mesa de negociaciones. Sólo cabía adelantarse a ese arribo acelerando el lanzamiento de la Operación Rosario. Así, el 2 de Abril de 1982 tropas argentinas ocupaban el archipiélago. Luego sobrevino lo inesperado para la dictadura militar. El impulso patriótico determinado por la ocupación del archipiélago, que llenó la Plaza de Mayo con una multitud entusiasta, y la reacción británica, frente a la cual Estados Unidos se limitó a simular el papel de mediador en la crisis, pusieron a la Junta Militar ante el peor de los escenarios: por un lado un entusiasmo popular que vedaba en buena medida la renuncia a la ocupación de las islas, y por otro la “traición” del aliado que se imaginaba tener. Puesto en la disyuntiva de tener que elegir entre el gobierno de Buenos Aires y el de Londres, a Washington no le quedaba duda acerca de cuál iba a ser la vía a seguir. Tras una ficción de mediación, Estados Unidos volcó su apoyo a favor de los británicos, mientras la Unión Europea también cerraba filas detrás de uno de sus miembros. El respaldo norteamericano estuvo lejos de ser sólo verbal: durante el conflicto se tradujo en apoyo logístico, facilidades de acceso a sus bases en el Atlántico, flujo ininterrumpido de información satelital y de aviones espías para la fuerza expedicionaria británica y provisión de misiles aire-aire SideWinder, de letal eficacia contra la aviación argentina.
Una batalla desigual
Así las cosas y enfrentada Argentina a la alianza militar más poderosa del mundo, la Otan, el resultado de la guerra estaba cantado desde un principio. Lo sorprendente no fue el resultado de la lucha, sino la prolongación de esta a lo largo de dos meses. La debilidad de nuestro país se veía aumentada, por otra parte, por la actitud hostil de Chile (1) y la colaboración que prestaba a la Flota británica. En el resto de los países de América latina la disposición era exactamente la contraria. Esto dio lugar a una de esas “ironías de la Historia” de que habla Hegel y que demostró, de una vez y para siempre, que el destino de nuestro país está atado a la suerte del subcontinente y no a la figuración de un europeísmo presunto, de espaldas a la América profunda, que había fascinado a lo largo del tiempo a nuestras clases alta y media hasta el punto de convertirnos en un pedúnculo del sistema anglosajón. Las porciones de esa nación inconstituida que es América latina prestaron su apoyo diplomático en los foros mundiales (en la OEA y en las Naciones Unidas), mientras que el TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca), que obliga a todos los países del hemisferio a prestarse asistencia mutua en caso de una agresión externa, quedó deslegitimado por el papel jugado por Washington, que no hesitó en volcarse en apoyo de Gran Bretaña al intentar esta restituir una situación colonial en territorio americano. El colmo se produjo cuando el canciller argentino Nicanor Costa Méndez se abrazó en La Habana con Fidel Castro, hasta entonces la bestia negra del régimen militar.
¿Qué había pasado? Pues simplemente que jugaron los lazos implícitos de la comunidad iberoamericana, vivificados por la agresión de que uno de sus miembros era objeto y porque el ataque desnudaba ante nuestros pueblos la condición semicolonial en que estábamos viviendo.
Ese apoyo pudo llegar a traducirse en respaldo militar, en los casos de Perú y Cuba. No fue así porque la Junta Militar argentina no estaba en condiciones, ni ideológicas ni psicológicas, de batirse con un real compromiso en una causa en la cual en el fondo no creía, y porque hacerlo hubiera significado una radicalización social y nacional que se la hubiera llevado por delante. En vez de eso, una vez verificada la pérdida de Puerto Argentino, la dictadura se limitó a repatriar a los combatientes, con tan mala conciencia que los escamoteó de la vista del público e impidió que se sintieran arropados por el calor popular. Este abandono anticipaba el que sufrirían en los años sucesivos, cuando las campañas de “desmalvinización” de que fue objeto el pueblo argentino durante el período democrático hizo que el término Malvinas se convirtiera casi en una mala palabra, y que a los conscriptos veteranos se los bautizara como “los chicos de la guerra”, suprimiendo así toda connotación heroica a su empresa y royendo sus contornos legítimos.
La batalla en sí misma, sin embargo, más allá de las denuncias de mal trato de algunos oficiales para con los soldados que estaban a su mando, que pudieron tener algunos casos puntuales en los cuales engarzarse, fue sin embargo disputada con resolución por las tropas en el terreno y por la aviación y la armada. (2) La incompetencia política, la ignorancia de las realidades mundiales y el pobre papel del alto mando en la batalla, no suprimieron ese hecho, abonado por el sacrificio de cientos de vidas inmoladas en el aire, en la tierra y en el mar. Sacrificio que tuvo una pesada contrapartida en las bajas y daños sufridos por los británicos: una parte muy importante de la flota inglesa fue destruida o dañada, poniendo por un momento a la fuerza expedicionaria británica al borde de la derrota. Paul Kennedy ha expresado que sólo “bajo el paraguas de la alianza occidental pudo Gran Bretaña comprometer a los tres cuartos de su flota de combate en un escenario a ocho mil millas de distancia, sin preocuparse por las consecuencias estratégicas (que tal acto) podía tener en otros lados… La operación de recuperación de las Malvinas recibió todo tipo de asistencia (inteligencia, logística) de parte de Estados Unidos, sin lo cual las cosas podrían haber resultado muy diferentes…” (3)
Norte contra Sur
El compromiso tomado por los países de la Otan en respaldar a Inglaterra y la decisiva contribución norteamericana a la victoria británica ponen también a la guerra de Malvinas como un factor premonitorio de lo que vendría después. La actitud soviética durante el conflicto, apagada y neutralista, no sólo atestiguó la falta de preparación diplomática de la batalla de parte de la dictadura militar, sino también el repliegue de la URSS ante una circunstancia mundial que empezaba a sobrepasarla. Por otro lado, el carácter desigual del conflicto entre Gran Bretaña y Argentina anticipaba la guerras posteriores a la caída de la Unión Soviética, significadas por una abisal diferencia entre la capacidad militar de la Otan y la de los países que eran objeto de sus “atenciones”. La desigualdad militar puesta de manifiesto en el conflicto austral sería reproducida en una escala aun mayor en el episodio final de la guerra en los Balcanes, la separación de Kosovo del cuerpo de la ex Yugoslavia, y en las guerras –que pudieron considerarse como poco más que ejercicios de tiro- llevadas adelante por Estados Unidos en las dos guerras del Golfo y en Afganistán. Al menos, en el caso iraquí, mientras se trató de batallas convencionales contra tropas regulares. Lo que sucedió después, durante la ocupación estadounidense de esos escenarios, es otra historia, que está lejos de haber terminado.
En ese sentido puede decirse que Malvinas fue un conflicto bastante más equilibrado que los que vinieron después, y esto debe ser puesto en el activo de la pericia técnica y el coraje de los aviadores argentinos. De cualquier manera la guerra austral fue el primer acto de una pieza que estaba comenzando. La antinomia Norte contra Sur reemplazaría a la confrontación Este-Oeste que había distinguido a los años de la guerra fría. En realidad ese desplazamiento del eje de la acción respondió a una realidad que estaba presente desde mucho tiempo atrás, aunque había sido disimulada por la confrontación ideológica entre el comunismo y el liberalismo burgués. En el fondo, de lo que se trataba y se trata es de las luchas de liberación nacional contra el imperialismo.
En este cuadro lo que importa no son sólo, o no son tanto, los contenidos ideológicos como la situación objetiva de los contendientes en el desarrollo desigual que califica al mundo. Entre un país “civilizado” que funda su vigencia en la supresión de la posibilidad de civilizarse que tienen los otros, la elección no puede fundarse en el presunto refinamiento que ha alcanzado el primero sino en la necesidad que los segundos tienen de desarrollarse libremente.
La alianza noratlántica ha avanzado en la ruta de una globalización entendida a la medida de sus necesidades. Recién ahora, ante la emergencia de una crisis económica también global que refleja la falencia de un modelo basado en la concentración de la ganancia y en la explotación implacable de los recursos de terceros países, ese esquema ha comenzado a ser puesto en entredicho. Pero que se observen sus falencias no significa que quienes comandan el juego estén dispuestos a revisarlo a fondo. La decisión de controlar el mundo apropiándose de sus reservas naturales y ganando un posicionamiento geoestratégico que asegure la supremacía, sigue actuando de forma relevante. Incluso se ha desnudado explícitamente la amenaza nuclear para mantener este estado de cosas. Un conflicto en Medio Oriente que involucrase a Irán y comprometiese la situación de Israel y de las tropas de Estados Unidos en el área podría tener como respuesta la utilización de armas atómicas. Las amenazas en este sentido ya son explícitas, aunque se las refiera a artefactos de utilización táctica y dirigidos a destruir búnkeres subterráneos que podrían alojar “armas de destrucción masiva”. Como si las bombas atómicas no lo fueran…
En este sentido la guerra de Malvinas fue también anticipatoria. Aunque no se ha podido saber qué grado de consistencia tenían los rumores acerca de que Margaret Thatcher estaba decidida a “bombardear con cohetes nucleares el complejo militar de Córdoba” en el caso de una derrota de la fuerza expedicionaria, el dato del desplazamiento de un submarino equipado con ese tipo de misiles desde una zona de vigilancia que amenazaba a la Unión Soviética a otra que no afectaba a la URSS pero que ponía a la Argentina dentro de su radio de alcance, no es cosa de poco. Una humillación militar hubiera puesto frenética a “la dama de hierro”, que en ningún caso hubiera querido resignar el papel de Churchill de pacotilla que se había asignado y que le valió un perdurable control del gobierno cuando este vacilaba en medio de la crisis de la reconversión capitalista de comienzos de los años ’80.
A 27 años de la guerra de Malvinas es hora de que se la evalúe en su justa dimensión. Estuvo mal concebida y dirigida con torpeza por hombres cuyos antecedentes los descalificaban para la tarea, pero promovió una emoción nacional que estuvo lejos de ser innoble, mal que les pese a ciertos exponentes de la tilinguería progresista, como una comentarista de temas literarios por televisión que en una oportunidad denominó a la Plaza de Mayo del 2 de Abril como “la plaza de la vergüenza”. Vergüenza debería sentir ella que, en su pedantería pseudo ilustrada, tiende a identificar toda efusión popular como el producto de la ignorancia más grosera y de la disposición a dejarse llevar ante cualquier oferta “demagógica”. Las debilidades de la psicología nacional pueden haberse puesto de manifiesto, en efecto, en la puerilidad de algunas de sus manifestaciones (“el que no salta es un inglés”) y sobre todo en la desinformación que sembró, de motu propio, gran parte de la prensa escrita y televisiva, ya que los comunicados oficiales solían ser bastante serios y exactos. Pero esas debilidades no pueden ser evaluadas desde arriba con un mohín de desprecio sin mirar primero a las propias falencias y, sobre todo, no pueden ser usadas para escamotear lo sustancial del asunto, que no es otra cosa que una afirmación identitaria mal servida o traicionada por los gobernantes.
Malvinas fue una derrota que todavía estamos pagando. A causa de ella el país se liberó de la dictadura militar, pero en los años que siguieron el imperialismo nos siguió pasando la cuenta, con gran regocijo de los estratos económicos que habían acompañado con renuencia irónica a la aventura y que encontrarían un acompañamiento más acomodaticio en una clase política incapaz de elaborar seriamente la naturaleza de la guerra. Los Alemann, los Klein, los Cavallo y el conjunto de intereses que representaban, primeros beneficiarios de la represión de las clases populares por la dictadura, iban a seguir enquistados en los gobiernos democráticos que seguirían a esta y promoverían una multiplicación de la deuda externa, una timba financiera, una devastación económica y un desguace industrial que arrojarían a la Argentina a la indigencia más absoluta.
Hoy ese período parece haber remitido. Pero persiste en volver, en esta ocasión a través de una súbita reviviscencia de las tesis retrógradas y suicidas de un país volcado tan sólo a la producción agraria. Nada está aislado en la historia. En la guerra de Malvinas se puso de manifiesto la necesidad de contar con una potencia física que sólo puede derivarse del desarrollo estructural de la nación. Y asimismo se hizo evidente que la única forma de compensar la falta de peso específico de esta pasa por su integración en un bloque latinoamericano que realice las aspiraciones incumplidas de la revolución por la Independencia. En este marco, la experiencia bélica de Malvinas resulta iluminante, tanto por sus errores como por la victoria potencial que estaba encerrada en ella.
[1] A modo de descargo de la actitud de Chile cabe mencionar que ese país estaba regido por otra de las dictaduras del Cono Sur, la encabezada por el general Augusto Pinochet Ugarte, y que ella era previsible en un gobierno que, apenas cuatro años antes, había estado a punto de entrar en guerra con Argentina por la resistencia de la dictadura militar a aceptar el laudo pronunciado en torno de la cuestión del Canal de Beagle.