A un siglo del estallido de la primera guerra mundial

“Mojones en la ruta hacia Armaggedon”

Así define Winston Churchill, en sus fascinantes memorias sobre la guerra del 14[i], al período comprendido entre el principio del siglo XX y el estallido del conflicto. Es un lapso connotado por un febril armamentismo y por conflictos locales que preanunciaban una explosión mayor. Hemos visto ya como la lucha por los mercados, el crecimiento de Alemania y la botadura por esta de una serie de acorazados modernos que amenazaban a la supremacía naval inglesa, había determinado al Reino Unido a cambiar sus prioridades en materia de enemigos externos. Después del incidente de Fashoda el Foreign Office elaboró una serie de negociaciones con Francia que se sellaron con el surgimiento de “l’Entente Cordiale” en 1904, por la cual Gran Bretaña liquidaba sus contenciosos con Francia otorgándole una serie de ventajas en cuestiones coloniales casi sin contrapartida de parte de esta. Que una diplomacia tan tenaz, aguerrida y hábil como la británica cumpliera semejante acto de renuncia, no podía ser casual; involucraba una alianza que no podía tener otra cosa que a Alemania como objetivo.

Los círculos dirigentes de Alemania percibieron hacia donde se dirigía el viento, desde luego, y en 1905 un viaje del káiser a Tánger implicó un contraataque que sirvió para aumentar la tensión al máximo. Guillermo II afirmó que su país estimaba a Marruecos como un estado independiente y que se opondría a cualquier tentativa de ponerlo bajo la tutela o el protectorado de una potencia extranjera (para el caso, Francia). El gobierno francés retrocedió de momento, pero poco después, en una conferencia general de potencias reunida en Algeciras a propósito del tema, obtuvo el respaldo de de todas ellas, con la excepción de Austria-Hungría, y consiguió, si no todas las ventajas que se había prometido después de la creación de la Entente con Inglaterra, sí lo substancial de estas, mientras que Alemania quedaba desairada.

La indignación en Alemania creció cuando la Entente Cordiale entre Francia y Rusia sumó, tangencialmente, a Gran Bretaña como nuevo miembro, en 1907. Para los alemanes la conjunción ruso-británica aparecía como un fenómeno contra natura, aun más que la alianza con inglesa con Francia. Los diferendos entre Rusia y Gran Bretaña llevaban más de un siglo de duración. Las aspiraciones rusas respecto a Constantinopla y los estrechos de acceso al Mediterráneo, y sobre todo los progresos rusos en el Asia central y en el camino hacia la India, planteaban una amenaza que los gobiernos ingleses siempre habían tomado muy en serio. La parcialidad británica hacia Japón durante el conflicto 1904-1905 había sido más que ostensible: había existido un gran  apoyo financiero y diplomático inglés hacia Japón y se había signado un pacto entre Tokio y Londres por el cual las dos potencias se comprometían a prestarse apoyo mutuo para resguardar sus posesiones asiáticas en caso de un atentado contra ellas de parte de cualquier otra potencia.[ii] Pero el triunfo japonés, al debilitar a Rusia, desarticulaba también las pretensiones de esta en el sentido de penetrar hacia China y la India. Con una Rusia bloqueada en su movimiento hacia el oriente, se hacía posible para los ingleses tratar con ella, y arreglar las cuestiones referidas al Asia central, intercambiando las concesiones rusas allí, con la oferta de otorgar la primacía y una atención preferencial a los intereses rusos en el norte de Persia. Esto hacía de la zona más fértil de este país, por el hecho de la aplastante presencia geopolítica rusa en la región, más que una colonia, una prolongación del imperio moscovita.

Cabía sin embargo poner en tela de juicio la sagacidad o al menos la prudencia de este acuerdo de parte rusa. Había algo de superficialidad en ese compromiso. Bienvenido por los círculos empresarios, que se engolosinaban con las perspectivas que se abrían en Persia y predispuestos a recibir capitales que -suponían- podrían sanear sus finanzas, golpeadas por la guerra en oriente; visto con favor por la burguesía liberal que, enfrentada al zarismo, sentía desagrado por el respaldo que Guillermo II otorgaba a Nicolás Romanov, el acuerdo era también ensalzado por los círculos diplomáticos que se sentían confortados por una gratuita restitución del prestigio perdido en la guerra con Japón. Sin embargo, otros desconfiaban de la magnitud del regalo. La posibilidad de una guerra con Alemania era vista con temor por estos círculos. No había ningún motivo de fricción que fuera inconciliable entre Moscú y Berlín, y el ejército ruso estaba lejos de encontrarse en condiciones de medirse con éxito con el de las potencias centrales.   

El acuerdo ruso-británico hizo que en Berlín sonaran todas las alarmas. Los síntomas de la creación de un cerco en torno a Alemania eran más que evidentes. La prensa conservadora e híper nacionalista estimulaba estos temores; bien fundados, por otra parte. La conformación de la “Entente” no anunciaba una guerra a corto plazo, pero hacía verosímil que, en un próximo futuro, cuando Rusia se hubiera recuperado de su derrota frente Japón, las pretensiones pangermanistas respecto de las minorías étnicas en los países limítrofes y los proyectos de expansión colonial en África y el Medio Oriente quedarían definitivamente bloqueadas. Los llamados a favor de librar una guerra preventiva antes de que fuera demasiado tarde empezaron a escucharse con más insistencia y la temperatura comenzó a subir en todos los rincones de Europa. No sólo los militares alemanes se sentían tentados a desencadenar un choque antes de que su superioridad hubiese sido neutralizada; la figura más conspicua de la armada británica, el almirante John Fisher, llegó incluso a proponer –sotto voce, por supuesto- un ataque preventivo contra la flota alemana cuando esta se encontrase en el puerto; algo así como un Port Arthur potenciado. Los ingleses tenían ya un antecedente en este sentido, cuando destruyeron la flota danesa en Copenhaguen, sin previa declaración de hostilidades, durante las guerras napoleónicas. Pero la partida en este caso era mucho más difícil y la proposición no pasó de ser otra de las ocurrencias del viejo almirante.[iii]

El Plan Schlieffen y la carrera armamentista

La guerra hacía tiempo que rondaba como una hipótesis plausible en la mente de los hombres de estado y en los Estados Mayores. Los planes de contingencia para la hipótesis bélica eran trabajados hasta el mínimo detalle y reconocían en ellos las variantes que la realineación de las relaciones entre las potencias introducía en cada oportunidad. Tales planes, por supuesto, eran secretos, pero como se sabe los secretos del enemigo, aun los mejor guardados, al menos se intuyen en sus grandes líneas. Para Francia, en inferioridad numérica respecto a Alemania, la alianza con Rusia era primordial, pero no menos lo era el vínculo con Gran Bretaña. En esta iba abriéndose paso la convicción de que la nueva guerra no podría librarse de acuerdo a las normas que habían caracterizado a las otras participaciones inglesas en las guerras del continente. Se empezaba a comprender que la restricción en la participación británica con tropas de tierra o el compromiso de estas en zonas marginales al lugar donde se libraba la batalla principal, iba a resultar imposible de mantener si se quería que el aliado francés no sucumbiese ante el peso del ejército alemán. No era cuestión de disputar sólo el dominio de los mares, sino de mantener a los alemanes alejados de los puertos del Canal de la Mancha. Para esto hacía falta un ejército en el terreno. La neutralidad de Bélgica, creada como estado tapón luego del triunfo británico en las guerras napoleónicas, se convertía en un dato esencial. Podía darse por sentado que la violación de Bélgica iba a precipitar el ingreso británico a la guerra. Y los únicos que estaban en condiciones y disposición para invadir Bélgica eran los alemanes.

Su Estado Mayor, en efecto, a través de las elaboradas consideraciones del Plan Schlieffen, había predispuesto un vasto movimiento envolvente que debía atravesar Bélgica para encerrar al ejército francés en una tenaza de hierro y conquistar París en seis semanas. De acuerdo a la teoría clausewitziana, la toma de la capital enemiga y la destrucción de la masa principal del ejército francés, debían traer la victoria. Era una fórmula que anticipaba la blitzkrieg que pondría de rodillas a Francia en 1940.

La urgencia alemana estaba determinada por su necesidad de librar la guerra en dos frentes. Había que lograr una victoria decisiva en occidente para trasladar de inmediato el esfuerzo de guerra hacia oriente. Con este objeto el autor del plan, el mariscal Alfred von Schlieffen, aceptaba sacrificar vastas porciones de Prusia oriental, donde avanzarían los rusos ante una reducida oposición alemana: de los cuarenta cuerpos de ejército alemanes, sólo cinco eran destinados a sostener el frente oriental. La violación de la neutralidad belga y el ingreso de Gran Bretaña en la guerra como consecuencia de ella eran para él “apenas un corolario del teorema principal”[iv]. Pero Schlieffen se había retirado en 1905 y murió un año antes de que estallara la guerra, de manera que su plan fue ligeramente modificado por quien hubo de ejecutarlo. Esa modificación se revelaría nefasta.

Mientras los estados mayores cocinaban febrilmente sus planes, un enorme incremento del gasto militar seguía a estos como la sombra al cuerpo. Por un lado los franceses, para compensar la superioridad numérica alemana, extendían el servicio militar de dos a tres años. Por otro el estado francés alentaba grandes inversiones en Rusia para ampliar la red de vías férreas que debían movilizar a los ejércitos de mujiks hacia el frente. Los ferrocarriles eran por entonces la clave de toda operación militar de envergadura, pues eran la única opción para transportar grandes cantidades de tropas y artillería hacia las líneas del fuego. La motorización no existía o existía en forma apenas incipiente. Esto haría también, más tarde, que el control de los nudos ferroviarios se convirtiera en el factor principal para la consecución de la victoria o la derrota.

Los gastos para sostener “la paz armada” como se denominaba al estado de cosas en Europa, crecían exponencialmente. Quizá en ningún campo pueda medirse esa progresión geométrica tan bien como en el caso de la construcción naval inglesa. Espoleado por el reto alemán y por las dos personalidades que en ese momento lo encabezaban, el joven Winston Churchill y el viejo almirante Fisher, el Almirantazgo británico se lanzó a un ambicioso programa de reformas que incluyó la complejísima y revolucionaria tarea de reemplazar al carbón por los aceites minerales en la provisión del combustible para sus barcos. El petróleo permitía aumentar el tonelaje de los acorazados, su velocidad, su blindaje y el calibre de sus cañones hasta extremos considerados inverosímiles hasta ese momento. Del cañón de 305 mm., capaz de disparar un proyectil de 285 kilos, se pasó al cañón de 381 mm., capaz de enviar una granada 870 kilos a 32 kilómetros de distancia. La secuela de todas estas modificaciones era una verdadera revolución en materia de fuentes de aprovisionamiento y en el diseño de los buques dedicados a transportar el combustible, más la creación de barcos capaces de acompañar a la flota para reabastecerla en el camino.

Pasar del carbón al petróleo suponía asimismo un importante redireccionamento para la inversión en el exterior. Bajo la orientación impresa por el Almirantazgo se procedió a firmar la Anglo Persian Oil Convention, y a crear luego a la Anglo Persian Oil Company y a la Anglo Burmah Oil Company, generándose así una serie de empresas que derivarían en el tiempo en trusts de diversos nombres y que siguen siendo hoy uno de los motores más dinámicos y peligrosos de la actividad imperialista mundial.

Las inversiones en readecuaciones y cambios que se introdujeron entonces ilustran sobre el desmadre de los gastos militares, que se estaban tornando, de elementos disuasorios de la guerra, en un estímulo para esta, en tanto y en cuanto tanta inversión requería, al menos teóricamente, un empleo, y en razón de que contribuía a recalentar las desconfianzas y las tensiones entre los bloques contrapuestos. La guerra comenzaba a verse no sólo como una posibilidad sino como un desahogo necesario, en especial porque casi todos los especialistas tendían a creer que se trataría de un conflicto breve, pues nadie estaría en condiciones de soportar el peso económico de un conflicto abierto durante mucho tiempo. Y bien, contrariando todos los pronósticos, fue esto último lo que sucedió, resultando en la conmoción y la ruina económica de colectivos enteros, que dejarían cambiado al mundo en el fondo y en la forma.

 

Notas

[1] Fue el caso de Roman Malinovsky, por ejemplo, próximo consejero de Lenin e instalado por este como cabeza de la representación bolchevique en la Duma en los años anteriores a la guerra mundial. Era un espía, como lo era Yevno Azev, el jefe de la “Organización de Combate”, la rama terrorista de los socialistas revolucionarios. Malinovsky al fin fue desenmascarado, pero cuando estalló la revolución de octubre regresó desde Alemania a Rusia para ponerse a disposición del gobierno soviético. Fue detenido en el acto, juzgado y fusilado.

[2] Orlando Figes: “La Revolución rusa 1891-1924”, Edhasa, 2000.

[3] León Trotsky: “1905”. Ruedo Ibérico, 1971.

4] Figes, op. Cit.

[5] Un mir era una comunidad campesina cuyas tierras se poseían y labraban en común. Las parcelas se otorgaban a las familias en orden al número de sus miembros.

(6] Bertram D. Wolfe: “Tres que hicieron una Revolución”, José Janés editor, Barcelona 1956.

[7] Ibíd. 

[8] W. S. Churchill: “La crisis mundial. 1911-1918”, José Janés editor, Barcelona, 1944.

[9] E. Tarlé: “Historia de Europa 1871-1919”

[10] El almirante Jack Fisher era una de esas figuras pintorescas y poderosas que pueden ser tan admirables por su voluntad de trabajo, ingeniosidad e inteligencia práctica, como peligrosas por su humor arrebatado, generador de ocurrencias extremas que, a partir de un presupuesto teórico determinado, son capaces de cometer actos cuyas consecuencias son imposibles de calcular.

[11] Churchill, Op. Cit.

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