Los cipayos de todo pelaje que manifestaban en la calle o arengaban en la tribuna eran más o menos conscientes de lo que podía significar el ingreso argentino a la guerra, pero en el fondo no les importaba demasiado. Total, no eran ellos ni sus hijos los que zarparían para Europa sino los conscriptos de tez oscura que irían a llenar los huecos abiertos por el fuego alemán en Francia. Ricardo Rojas hablaba de la conveniencia de “templar el alma argentina, ennobleciéndola en la experiencia de un ideal heroico”.[i] El notable escritor no se refería a reconquistar las islas Malvinas, sino de ir en socorro de quienes las usurpaban.
A diferencia de lo que ocurrió en la segunda guerra mundial, en la cual la neutralidad argentina fue impugnada sobre todo por Estados Unidos, mientras que Inglaterra se manifestaba bastante laxa al respecto, en la guerra 14-18 la presión era uniforme. La razón era que Gran Bretaña se sentía segura de su predominio económico en Argentina y no creía que pudiera ser impugnado por la Unión, mientras que en la segunda guerra mundial la agresiva expansión norteamericana la estaba desalojando de todas partes. En la primera guerra podía, entonces, reclamar su “libra de carne”. La expresión “carne de cañón” se popularizó por esos años en muchos países del mundo: “cannon fodder”, la llamaban los ingleses, “chair a canon” le decían los franceses.
Un ejemplo del empleo de esa carne humana empaquetada en batallones lo suministró el caso de Portugal, cuyo cuerpo expedicionario en Francia fue prácticamente destruido por la ofensiva alemana de marzo y abril de 1918. Sobre esas tropas poco preparadas, que sostenían una porción del frente británico, cayó lo más duro del envite alemán. Murieron 8,000 portugueses muchos miles más fueron heridos y cedieron más de 18.000 prisioneros. Los portugueses tuvieron que ser retirados del frente y la recompensa que recibieron fue convertirse en motivo de befa de parte de sus aliados. En palabras de Desmond Young, el biógrafo de Rommel, “más tarde ni siquiera los italianos llegaron a superar a los portugueses en mala fama como combatientes” en la opinión corriente de los soldados británicos. Esto habla de la arrogancia malevolente del imperio, pero también de la criminalidad de quienes, sentados detrás de sus escritorios, enviaron al muere a una muchedumbre de reclutas que no tenían la más pálida idea acerca de por qué estaban combatiendo.
Hindenburg y Ludendorff deciden jugar el todo por el todo
A fines de 1917 se precisan las líneas que definirán la guerra. En Alemania, pese a que el curso de la guerra submarina no había arrojado los frutos que debían decidir el conflicto y pese a que el hambre, el descontento y el desconcierto crecían en el interior del país, la liquidación de Rumania y sobre todo la desintegración del enemigo ruso como consecuencia de los reveses en el frente y de los episodios revolucionarios de febrero y octubre, hicieron creer a los personeros de la gran industria y de los partidos de centro y de derecha -que eran los vectores más decididos de las miras de aquellos-, que la victoria estaba al alcance de la mano. Como único obstáculo tenían, más allá de la resistencia de unos pocos representantes del ala izquierda del partido socialista, al canciller Theobald Von Bethmann Hollweg. A pesar de haber cargado con pesadas responsabilidades en la serie de procesos que llevaron al estallido de la guerra, Bethmann en el fondo era un moderado que percibió muy pronto las dificultades que tendría Alemania para evitar una catástrofe y que se sentía pesimista acerca de las posibilidades de darle un corte triunfal al conflicto.
La crisis en las provisiones y el ingreso de Estados Unidos en la guerra adensaban las nubes de tormenta que se avizoraban en el horizonte. Esta percepción no escapaba ni a Bethmann ni a los políticos de centro izquierda que, a mediados de 1917, presentaron en el Reichstag una resolución que pedía negociar la paz. Empero, uno de los requerimientos de estos representantes de la moderación en el parlamento consistió en solicitar la dimisión del canciller como expediente previo a la formalización de la propuesta, pues lo consideraban una rémora para negociar con los aliados.[ii] Al hacer esto jugaban a favor del binomio Hindenburg-Ludendorff, que querían la misma cosa, pero con objetivos radicalmente diferentes. El alto mando se iba a hacer cargo de forma efectiva a la política germana poniendo en el lugar de Bethmann Hollweg a una nulidad como Georg Michaelis, quien daría curso sin rechistar a las órdenes que le llegaban desde el estado mayor ante un Reichstag cada día menos complaciente, pero de cualquier manera incapaz de hacerse valer por peso propio.
Los escarceos en pro de la paz quedaron así en agua de borrajas. De cualquier modo su fracaso podía darse por descontado, pues los objetivos de guerra de Alemania y de los aliados eran excluyentes y además la difícil situación interna de la primera era quizá mejor conocida por los gobiernos de la Entente que por los mismos políticos alemanes.
Producido el derrumbe ruso las ambiciones del estado mayor alemán no reconocieron límites y se fijaron unos objetivos que serían recogidos 24 años más tarde por Adolf Hitler cuando se lanzó al asalto de la Unión Soviética. Hindenburg y Ludendorff sólo admitirían una “paz victoriosa”. Un síntoma de cuáles serían las dimensiones de esta pacificación triunfante fue dado por las cláusulas del tratado de Brest Litovsk que los bolcheviques hubieron de firmar para conseguir la cesación de las hostilidades en el frente oriental. Los alemanes otorgaron la independencia a Ucrania, la ocuparon y se extendieron hasta el Mar Negro y el Cáucaso, mientras afirmaban su dominio sobre Polonia y los futuros estados bálticos, y desembarcaban tropas en Finlandia.[iii] Pero así como el triunfo alemán en el oeste, durante la segunda guerra mundial, hizo inevitable la prosecución de la guerra contra Inglaterra y Estados Unidos, así el dominio alemán que se insinuaba en el este durante la primera guerra mundial tornaba imposible cualquier eventual arreglo con el bando aliado. Las dimensiones del triunfo de Alemania, de consolidarse, la proyectarían al estatus de potencia mundial, hegemónica en el continente europeo. Ni los ingleses ni los norteamericanos iban a admitirlo. Decidieron por lo tanto apurar el trámite de la guerra contra Alemania en la esperanza de derrotarla antes de que pudiese organizar los recursos de los que se había hecho en el este. La guerra se formalizó entonces como una especie de carrera a dos puntas. Del lado alemán se trataba de aprovechar la breve superioridad numérica que brindaba la posibilidad de retirar tropas del este antes de que llegasen los norteamericanos, mientras que en el bando aliado la cuestión era aplastar a Alemania antes de que, pasando algunos años, pudieran organizar su recientes conquistas en el este.
No había espacio para la negociación. Los objetivos de guerra de los contendientes eran diametralmente opuestos y muy exagerados. Ludendorff no quería renunciar a Alsacia y Lorena, ni a la ocupación de Bélgica como prenda de paz, y él y Hindenburg estimaban que en el este de Europa había que ocupar una amplísima zona de influencia que asegurase que Alemania jamás volvería verse amenazada por una guerra en dos frentes. Los gobiernos aliados por su parte estaban convencidos de que debían terminar con Alemania como factor capaz de alterar el equilibrio europeo y estaban decididos a reducirla a su mínima expresión.
Los aliados además estaban muy al tanto de las dificultades por las que atravesaba su enemigo como consecuencia del bloqueo y de la pavorosa sangría que la guerra le había provocado y por lo tanto querían aprovechar el agotamiento de Alemania, habida cuenta de que los recursos del imperio británico y del francés, más la enorme potencia económica norteamericana, les aseguraban que podían mantenerse en liza por más tiempo que su enemigo. Tanto sus servicios de espionaje como su diplomacia eran mucho más afinados que los de los alemanes y los mantenían bien informados y de ahí extraían sus deducciones.
Por ejemplo en lo referido a lo que sucedía en la trastienda de la corte austrohúngara.
En 1916 había muerto Francisco José, el anciano emperador de Austría-Hungría. Fue sucedido por su bisnieto, Carlos I de Austria y Hungría. No bien instalado en el trono designó como su ministro de Relaciones Exteriores al conde Czernin, un diplomático húngaro de vistas más amplias que sus antecesores y que estaba convencido de la urgente necesidad de que los imperios centrales se salieran del conflicto a través de una paz negociada. Czernin redactó en tal sentido un informe a su emperador, poniendo de relieve la imposibilidad de Austria de continuar la guerra más allá del otoño de 1917. Convencido el emperador Carlos, de motu propio y cometiendo una enorme torpeza, elevó entonces una propuesta al presidente francés Poincaré ofreciéndose a mediar con Alemania para que esta cediera Alsacia-Lorena a Francia como expediente para lograr una paz de compromiso. Era un movimiento al menos imprudente, pues no sólo se realizaba a espaldas de su aliado, sino que fue interpretado como una muestra de debilidad de parte del enemigo y publicado meses después por el primer ministro francés Georges Clemenceau. A ello se sumó el hecho de que el informe Czernin llegó a manos del Room 40, el mismo departamento del Intelligence Service británico que había descifrado las claves navales alemanes. Esto terminó de persuadir a los gobiernos aliados de que los imperios centrales estaban acabados. Bastaba aguardar a que llegasen las tropas norteamericanas para volcar la balanza. Por lo tanto ninguna oferta de paz, así hubiera sido moderada en sus términos (lo que no era el caso en lo referido a Alemania) iba a ser rechazada. Los dados estaban echados.
Pero en el ínterin todavía habría de producirse un terrible sobresalto.
Notas
[i] Citado por Jorge Abelardo Ramos en “Revolución y Contrarrevolución en la Argentina”. Plus Ultra, 1965.
[ii] Bethmann Hollweg era mala palabra para muchos a causa de sus errores durante la crisis de julio de 1914. Creyó entonces que podía manipular la marcha de los acontecimientos y fogonear el conflicto entre Austria y Serbia sin precipitar la intervención rusa y francesa. Cuando esto se reveló imposible ofreció su renuncia al káiser Guillermo, quien la rechazó respondiéndole: “Tú cocinaste este asado; ahora, ¡cómetelo!”
[iii] No está de más hacer notar la similitud de esas imposiciones con las presiones y las políticas que actualmente la OTAN lleva a cabo contra Rusia.