A un siglo del estallido de la primera guerra mundial

Febrero

El 23 de febrero de 1917 estalló en Petrogrado una huelga de trabajadoras de algunas fábricas textiles, en coincidencia con el Día Internacional de la Mujer, y lanzaron un pedido de ayuda a los obreros metalúrgicos de la fábrica Putilov para que las secundaran en el movimiento. Nada había sido previsto por las organizaciones obreras, que ya estaban bajo la orientación de militantes socialistas pertenecientes a una u otra fracción en las que se había dividido el movimiento.[i] Pero el llamado prendió en las masas obreras y la represión policial desencadenó una serie de sangrientos choques durante los cuales se verificó un hecho revolucionario: los soldados de guarnición en la capital se negaron a reprimir y, por el contrario, se sumaron a la revuelta atacando a la policía. Los marineros de la flota anclada en Kronstadt se rebelaron, se adueñaron de los buques y parte de sus tripulaciones desembarcaron en la ciudad para participar en la lucha contra el gobierno. Los combates provocaron miles de víctimas y el movimiento repercutió en toda Rusia. A desgana, el zar abdicó en la persona de su hermano. Este a su vez renunció a tan peligrosa distinción y resignó el poder en un gobierno de coalición encabezado por el príncipe Lvov, del partido kadete (demócratas constitucionales) y conformado por representantes de los partidos burgueses y de los “esars”, el partido de los socialistas revolucionarios que representaban la vertiente política del socialismo agrario en que había ido a terminar la corriente del “Movimiento hacia el Pueblo” del siglo XIX. El brazo armado de este partido había realizado un sinnúmero de ataques terroristas contra el régimen zarista durante las décadas anteriores a la revolución. Devenido de la intelligentsia que protagonizara primero el movimiento hacia el pueblo denominado Naródanaia Volia (la voluntad del pueblo) el partido había conseguido hacerse de un sólido apoyo entre el campesinado. El gobierno se completaba con representantes de los partidos menchevique, octubrista y progresista, y se fijaba como meta la convocatoria a unas elecciones constituyentes que debían determinar la constitución y la forma del sistema político. Su programa inmediato contemplaba reformas democráticas de carácter general, pero no tocaba el tema de la finalización de la guerra por medio de una paz separada ni el del reparto de la tierra.

La república había nacido, pero estaba escindida en sus bases: entre un ejecutivo débil, un parlamento asustado y unos Sóviets (Consejo de diputados compuesto por representantes de soldados y obreros, y luego campesinos) que bullían de energía revolucionaria pero que no sabían bien hacia dónde dirigir sus pasos.

 Es el período de lo que Trotsky llamaría “del doble poder”, cuando los protagonistas del drama histórico no saben bien dónde están parados pero gradualmente apuntan en direcciones divergentes, generando una fricción constante tras la cual una de las partes se impone a la otra. O la suprime, directamente.

La gradualidad, en procesos revolucionarios como el ruso, se devora a sí misma en muy poco tiempo. El movimiento de las cosas, la inquietud de las masas, el precipitarse de los acontecimientos en el frente de guerra, la desaparición de la disciplina en las filas del ejército, el hambre de tierra de un campesinado que mira con rencor y codicia las extensiones del latifundio; la penuria y escasez de víveres como resultado de las tensiones en el campo y de la desorganización de las comunicaciones causada por la guerra, componen un cuadro en el cual una evolución ordenada y más o menos pacífica hacia un régimen de gobierno estable es imposible. Esa fricción constante llevaba  inevitablemente a la anarquía y, luego, a la dictadura. La cuestión era saber quién pondría orden en el caos y cuáles serían los intereses que iban a prevalecer en esa lucha por salir de él.

El individuo en la historia

Aquí entra en juego el factor personal, el tema del papel de los personajes llamados a orientar los hechos. Y con él, el viejo debate acerca del rol del individuo en la historia. Pensar una historia contrafáctica puede ser un juego de salón, pero conviene no desestimar del todo esa tarea, pues las cosas no siempre están rigurosamente predeterminadas por la fatalidad social. El “ y si”… qué hubiera pasado si sucedía esto en lugar de lo otro… ,  el “y si”… Lenin no hubiera existido, el “y si”… a Hitler lo hubieran matado durante el putsch de Munich , no son cuestiones académicas o banales, pues si la corriente de los hechos seguramente puede hacer prevalecer en el tiempo a un tipo de ordenamiento social, el camino para llegar a él estará siempre sembrado de encrucijadas y de elecciones de las que dependerá el destino de millones de seres, de cuya evolución se desprenderá a su vez la configuración del mundo del mañana. En ese tipo de coyunturas, la presencia o no de un “hombre providencial” puede influir decisivamente en el rumbo de las cosas y, en consecuencia, ser de capital importancia para un proceso de desarrollo social y para la suerte de cientos de millones de personas. El factor individual no es pues un factor desechable a priori en la evaluación de la historia.

Cuando Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, desembarcó del tren que lo traía desde su exilio en Suiza, el 3 de abril de 1917, se imprimió un rumbo a la revolución rusa que no estaba previsto por nadie salvo por él y por poquísimos de los revolucionarios profesionales que integraban la dirigencia del partido bolchevique. El jefe de la fracción mayoritaria del partido socialdemócrata ruso traía un programa bien firme en su cabeza: había que acabar con la guerra, realizar una reforma agraria y llevar al proletariado al poder a través de su vanguardia autoelegida, la facción socialista que se había formado en torno a su persona. “¡Paz, pan y tierra!” fue la proclama que lanzó apenas descendió del “vagón precintado” en la estación de Finlandia en Petrogrado.[ii]

El proyecto leninista causaba escozor incluso entre sus más próximos seguidores. Fue la intransigencia de Lenin y su categórico sentido de la autoridad sobre quienes tendía a ver más como discípulos que como a conmilitones, lo que llevó al partido a tomar la línea de conducta que lo llevaría al poder. A Lenin se le sumó Trotsky, que compartía sus puntos de vista y que años atrás los había llevado más lejos todavía, pues cuando Lenin aun creía en la posibilidad de instaurar una dictadura proletaria que consumase tan sólo las transformaciones democráticas de que estaba necesitada la sociedad rusa, él había sostenido que sería imposible detenerse en ese paso y que la revolución debía ser “permanente”. Es decir, que no podía detenerse en su fase burguesa sino que debía  buscar el cumplimiento de las metas del socialismo, pasando en un solo acto del capitalismo a la antesala del comunismo.

Estas dos figuras fueron los factores decisivos para la reorientación de la revolución, junto a los revolucionarios profesionales formados en la lucha clandestina, la prisión o el exilio que los acompañaron. Lenin fue el factor determinante, pues contaba tras de sí a un partido organizado, mientras que Trotsky ingresó a él con unos pocos seguidores.

Es importante trazar aquí un retrato comparativo de ambos personajes. Trotsky estaba  provisto de un estilo y una capacidad de persuasión que si bien eran maravillosamente aptas para guiar a las masas, no eran de igual eficacia para moverse en los corredores del poder y para jugar a sus intrigas. Su momento era el de la crisis, el de la hora decisiva, pero sus capacidades no se adecuaban al día a día de la fase de estabilización. Era un revolucionario, un gran orador y escritor, un teórico de enorme capacidad y fulgurantes intuiciones, y un gran administrador –a él se debió la construcción del Ejército Rojo y fue él quien lo llevó a la victoria en la guerra civil-, pero era un pobre político. Aunaba –cosa poco común en la historia- las dotes del intelectual y del hombre de acción, pero fracasaba a la hora de tejer, con la infinita paciencia que en cambio ostentaba Lenin, la red de alianzas que sustentaría el camino al poder del que más adelante sería su enemigo implacable y su verdugo, Iósif Stalin. Fuera de su círculo íntimo, Trotsky ofendía por la simple manifestación de su inteligencia. Nunca se preocupó en disimular su superioridad, lo cual tendería a aislarlo aún más en el seno de un partido donde su proximidad a Lenin suscitaba el resentimiento de otros viejos militantes que no dejaban de verlo como a un advenedizo de genio.

Lenin, por el contrario, era un constructor minucioso. Poco brillante, machacón en sus explicaciones, maestro de disciplina y cautivante interlocutor, aunaba estas cualidades a una autoridad intransigente. Con esto quizá no hacía sino repetir, hacia el interior del partido, lo que Edmund Wilson llamó “la física social de Rusia”. Esto es, que “el abismo cultural entre el pueblo y las clases educadas era tan profundo, que un dirigente del pueblo tenía indefectiblemente que dirigirlo desde arriba.” [iii] Esta alquimia estaba presente incluso en una formación política tan educada como la bolchevique.

El trámite entre la revolución democrática de febrero y la revolución bolchevique de octubre (o de noviembre, si nos atenemos al calendario gregoriano) estuvo sembrado de episodios dramáticos en los que se jugó el destino de Rusia y la marcha de la guerra mundial. El gobierno provisional era un conglomerado de partidos cuyos representantes tenían por principal misión continuar la guerra. En realidad el reconocimiento de su autoridad por los aliados occidentales había dependido de su voluntad de seguir en el conflicto. Ingleses y franceses estaban persuadidos de la putrefacción de la monarquía de Nicolás II y entendían que un nuevo poder podía manejar la guerra de una manera más eficiente. Se equivocaban, pues la situación interna de Rusia no daba para más y el mismo ejército  estaba en fase de disolución. Un millón y medio de deserciones se habían registrado desde 1916, y los soldados habían empezado a confraternizar con los alemanes en muchos lugares del frente, estableciendo por su cuenta una especie de paz separada. Cuando, a pesar de ello, el gobierno provisional les exigió un nuevo esfuerzo, otra gran ofensiva en Galitzia, hizo falta mucha persuasión para convencer a las tropas de que atacasen. La ofensiva se frustró al coste de 60.000 bajas y en ese momento el ejército ruso entró en fase de disolución. Los soldados campesinos desoían las promesas de una reforma agraria que les prometía tierras tras el final victorioso de la guerra. “¿Para qué quiero la tierra entonces si al final de la guerra estaré muerto?”, decían o más bien argumentaban polémicamente frente a los oficiales y al gobierno. Millones de soldados abandonaban  las trincheras y a volvían a casa. Los oficiales que se les oponían eran asesinados o debían huir. Rusia había dejado de existir como factor militar y ello abría expectativas impensadas para el mando alemán y  el curso de la guerra. Y también abría un capítulo trascendental en la historia del mundo.

Julio, Octubre y el problema del poder revolucionario

Después del fracaso de la ofensiva de junio las tensiones en Rusia y sobre todo en su capital Petrogrado, se intensificaron. En los soviets los representantes obreros  y soldados recibían día a día la presión de los delegados de fábrica, la guarnición  y los marineros de Kronstadt para que produjesen el derrocamiento del gobierno provisional. Las masas se echaban espontáneamente a la calle. Sin el apoyo del único instrumento colegiado que las representaba orgánicamente, una insurrección prematura podía acabar en fracaso y abrir las puertas a la reacción. Esto fue lo que sucedió en las Jornadas de Julio. Los bolcheviques se habían opuesto a que los marinos, las milicias obreras y los soldados se echasen a la calle, pero cuando el movimiento se expandió y derivó en choques sangrientos, prefirieron encabezar el combate en vez de dejarlo sin cabeza. Durante un tiempo su entidad como partido e incluso su supervivencia física se vieron amenazados. Los rebeldes fueron batidos, Lenin hubo de escapar y esconderse en Finlandia, y Trotsky y muchos otros dirigentes fueron a parar a la cárcel. Una campaña de infundios contra Lenin, denunciándolo como espía alemán, se sumó al ataque concentrado de la derecha. Por un momento, pareció que todo estaba perdido.

Lo que vino a rescatar a los bolcheviques y a la facción del partido social revolucionario que estaba próximo a su programa, fue la sublevación de Kornilov. Kornilov era un general cosaco de brillante carrera, nombrado general en jefe tras el derrocamiento del zar. El gobierno provisional, después de la salida del príncipe Lvov y de los ministros kadetes, que expresaban a la facción más puramente burguesa del gabinete, se había concentrado alrededor de la persona de Alexander Kerensky, un social revolucionario originario de Simbirsk, la misma ciudad en que había nacido Lenin, de quien era coetáneo. Kerensky era lo exactamente opuesto al líder bolchevique. Se lo ha descrito como  una personalidad henchida de vanidad, poseedor de una oratoria fluida y vacía, y un intrigante político. Su carrera en el gobierno provisional fue meteórica, pero asimismo vana. Hay una famosa secuencia en el film mudo “Octubre”, de Sergio Eisenstein, que lo describe subiendo siempre el mismo tramo de una escalinata, mientras los intertítulos mencionan los cargos que iba sumando: subsecretario de gobierno, ministro de guerra, ministro de marina, primer ministro, en una clara indicación de su agitación exterior y de su inmovilidad de fondo.

Este personaje ha dado lugar a un término, “kerenskismo”, que suele estar asociado a las expresiones que la ultraderecha prodiga hacia quienes considera como títeres que abonan el camino al poder a la extrema izquierda. En  realidad, el caso de Kerensky fue exactamente lo contrario: lo que quería era cerrar el camino de los bolcheviques al gobierno y para ello apelaba a una conducta inevitablemente oscilante, fruto de la imposibilidad de controlar una situación que se deterioraba, cohesionando fuerzas divergentes como la democracia en un sentido genérico y los oficiales patriotas que querían la prosecución de la guerra y terminar con poder de los soviets, si era posible exterminándolos. Si Kerensky aceptaba esa decisión quedaba en manos de los militares, sin contrapeso que oponerles y con la perspectiva de un dictador ad portas, en la persona de Lavr Kornilov.

Tras intrigar con Kornilov para usarlo como ariete para acabar con los bolcheviques, el jefe del estado se apercibió de esta situación y dio marcha atrás. En vez de llamar al Kornilov sublevado en su auxilio, apeló a los soviets para oponerse a la insurrección. Tuvo mucho más éxito del esperado. Los soldados y los obreros se levantaron en bloque contra el golpe y ambos, dirigidos por los bolcheviques, lanzaron una campaña para subvertir a las tropas que se aproximaban a Petrogrado. Los ferroviarios cortaron los accesos a la capital y en un abrir y cerrar de ojos incluso los regimientos cosacos que encabezaban la columna se revolvieron contra sus oficiales. El coup d’état se frustró y Kornilov, tras pasar una breve temporada en prisión, huyó al sur de Rusia para formar las primeras unidades del ejército blanco que libraría una feroz guerra civil contra los bolchevique. Kornilov fue muerto meses después, durante la guerra civil, por una granada del ejército rojo que cayó en su cuartel general.

Tras el fallido golpe los hechos se precipitaron. Los bolcheviques alcanzaron la mayoría en el soviet de Petrogrado, la agitación creció y en octubre lanzaron la insurrección que los llevó a organizar el gobierno y a implantar la dictadura. No fue una decisión unánime en el seno del partido. Los colaboradores más cercanos a Lenin, Grigori Zinoviev y Lev Kamenev, disentían con la tesis revolucionaria que propulsaban Lenin y Trotsky y llegaron a manifestar su disenso en la prensa, lo que de alguna manera equivalía a delatar la insurrección. Los mencheviques se oponían rotundamente a esta argumentando que las clases populares no estaban educadas y carecían de la madurez necesaria para gestionar un cambio. El resultado de la revolución no podía ser otro que una dictadura que probablemente degeneraría en tiranía.

No era una argumentación vana, pero no había otras opciones, sin embargo. El quiebre del frente incentivaba las contradicciones políticas en el interior de Rusia. Campesinos y obreros repudiaban la guerra y querían  terminarla a cualquier costo. Los movimientos nacionales de los pueblos alógenos o que se diferenciaban de los gran rusos por alguna particularidad idiomática o por un vestigio cultural –bielorrusos, ucranianos, letones, polacos-, se proclamaban independientes o se aprestaban a hacerlo. La única fuerza política en condiciones de recoger ese torrente de aspiraciones y de darle una respuesta fáctica era el partido bolchevique. Sus consignas eran radicales y no hesitaban en sostener la necesidad de terminar la guerra, ya fuera con Rusia sola signando una paz por separado con el imperio alemán, ya sea arrastrando en esa decisión al resto de los países en guerra.

Esta propuesta y el carácter extremo de su postura sosteniendo la necesidad de que los sóviets tomasen el poder, encrespaba el odio que hacia ellos existía en las fuerzas del establishment y en la clase media, e incluso en sus correligionarios socialistas europeos, a los que asustaba la radicalidad de esas propuestas y estaban persuadidos de que Rusia no estaba preparada para una revolución socialista, que su atraso hacía imposible la maduración de una sociedad igualitaria y democrática, que un nuevo régimen no podría sostenerse contra las fuerzas de la reacción interna y contra la hostilidad del extranjero y que, en suma, semejante proyecto estaba irrevocablemente condenado al desastre.

Convengamos en que no eran observaciones banales. De hecho, a la vuelta de 97 años, muchos piensan  que estaban justificadas. Pero, al argüir así, no se toman en cuenta los factores que calificaban al momento en que le revolución se precipita, ni a la enorme gama de cambios en la sensibilidad social que la revolución bolchevique del 17 posibilitó, de manera directa o indirecta, en el casi un siglo que ha transcurrido desde su estallido. En el plano de la coyuntura en la que el fenómeno se produjo, la revolución no era una apuesta desesperada sino realista. ¿Qué otra solución quedaba, para unos ideólogos consecuentes con el compromiso social y humanista del socialismo, que oponerse a la matanza universal y proponer una salida a ella a través del experimento de un nuevo modelo de sociedad? El utopismo de los jefes bolcheviques respondía a la distopía imperialista; a la masacre inmotivada, a la carnicería consumada para preservar los intereses del capitalismo concentrado y a la bestialidad de una dirigencia que manejaba a los pueblos que dirigía poco más o menos como si fuesen ganado.

No es que Lenin o Trotsky ignorasen las enormes dificultades del desafío que asumían: la insuficiencia de la estructura económica y productiva de Rusia y los riesgos de una revolución que podía quedar librada a sí misma en el medio de un mundo hostil. Pero su iniciativa se fundaba en una esperanza que solo podía ser comprobada a través de la experiencia: la difusión de la revolución en Alemania –en razón del fortísimo componente obrero de su sociedad-,  y en su posterior propagación al resto de Europa. Era un error, pero a decir verdad tenían en ese momento buenos motivos para creer  que estaban en lo cierto. La sociedad europea vacilaba sobre sus cimientos. Durante varios años el comunismo ruso se erigiría en el espantajo del capitalismo y las sacudidas que se propagaron desde Rusia al resto de Europa parecieron durante un tiempo presagiar un  terremoto.

Su legado posterior fue más oscuro y problemático, pero podemos estar seguros de que, sin esa experiencia y los enormes sacrificios que ella comportó, el mundo capitalista no hubiera experimentado los cambios que llevaron a la implantación de una mayor justicia social y al estado de bienestar en occidente, ni a las insurrecciones coloniales que, por un momento, amenazaron las bases del estatus quo imperialista. Ahora esas conquistas están siendo atacadas por un capitalismo que, al librarse de la amenaza del sistema que había competido con él, intenta la demolición de lo dificultosamente conseguido por lo que fue, más allá de sus oscilaciones, su degeneración o sus  crímenes, la gran revolución inconclusa del siglo XX.

 

 

Notas 

[i] No podemos referir aquí los complicados avatares del socialismo ruso en los años previos a la primera guerra mundial y a la revolución. Bastará decir que los representantes de los grupos exiliados o arribados clandestinamente desde el interior de Rusia se habían dividido en el Congreso de Londres de 1903 en dos facciones: los bolcheviques (mayoritarios) y mencheviques (minoritarios). Los primeros estaban encabezados por Vladimir Lenin, y los segundos por una serie de brillantes intelectuales entre los que destacaba L. Mártov. Lenin sostenía la concepción de un partido rigurosamente organizado y centralizado, abierto sólo a militantes seleccionados, es decir, a la organización clandestina, y Mártov defendía la concepción de un partido más abierto al juego democrático y, por consiguiente, más propenso a la colaboración con otras formaciones políticas. En el momento de la revolución existía otra corriente, la de los “meyarontsi”, afín a los bolcheviques y capitaneada por Trotsky, que se fusionaría con estos.

[ii] “Vagón precintado”. Así se denominó al convoy que trasladó a Lenin y su grupo desde Suiza hasta Finlandia, cruzando por Alemania. Los revolucionarios rusos tenían prohibido poner el pie fuera del tren. Las autoridades alemanas estaban muy interesadas en que un agitador revolucionario que preconizaba renunciar a la guerra llegase a Rusia para propagar allí lo que ellas consideraban un “mensaje disolvente”.  Punto de vista que era compartido por todos los partidos rusos burgueses e incluso socialistas. Ello ayudó a fabricar la leyenda de Lenin como agente alemán, que pondría su vida en serio peligro durante las jornadas contrarrevolucionarias de julio.

[iii] Edmund Wilson, “Hacia la estación de Finlandia”, Alianza Editorial 1972.

Nota 2 - 2 de 2 [Total 2 Páginas]

<<anterior 1 2
Ver listado de Publicaciones