A un siglo del estallido de la primera guerra mundial

La aviación, los submarinos y los gases tóxicos

Una de las novedades que aparecieron en el curso de la guerra fue el rol de la aviación. Henchida de ilusión por el sueño positivista del avance técnico imparable y beneficioso, la aviación había sido el emblema romántico del progreso. La guerra la hizo avanzar a pasos agigantados, pero su función en ella reveló el carácter contradictorio de la tecnología: apta para ensanchar horizontes, pero también para generar destrucciones a gran escala. En la primera guerra mundial esta segunda naturaleza sólo alcanzó a manifestarse; estaría reservado a la segunda guerra revelar su inconmensurable capacidad demoledora.

Al principio los aviones del 14 se emplearon en tareas de reconocimiento. Esta sería su función principal a lo largo de esos años, pero junto a esta tarea surgió una serie de actividades complementarias que la llevarían a convertirse en un arma autónoma y necesaria. Del reconocimiento se pasó a la protección de los vuelos de exploración y de ahí al bombardeo. Los bombardeos, que en un comienzo se realizaban a mano, arrojando bombas desde la carlinga por uno de los tripulantes, se iban a realizar luego desde aviones bimotores capaces de llevar hasta una tonelada de explosivos suspendidos bajo las alas. También los ametrallamientos a ras del suelo contra las tropas en marcha iban a ser practicados cada vez con mayor frecuencia.

Los aviones de reconocimiento, provistos de cámaras y en forma excepcional de “telegrafía sin hilos” (TSH), debían ser protegidos de los aviones enemigos que intentaban derribarlos. Ahí surgió la aviación de caza. Los primeros duelos aéreos fueron a pistola o a fusil, con los pilotos de observación disparándose desde un aparato a otro. Pronto, sin embargo, aparecieron aviones de uno y otro bando armados con una o con dos ametralladoras, destinados a darles protección. Al principio era peligroso disparar esas armas apuntando el avión contra el enemigo, que era la manera más expedita de hacer blanco, porque las balas podían hacer pedazos la hélice. Entonces aparecieron las hélices de acero provistas de láminas deflectoras que desviaban las balas, evitando que rebotasen hacia el piloto, y en 1915 surgió el mecanismo Fokker, debido a un ingeniero holandés que vendió su invento a Alemania. El artilugio interrumpía el fuego cuando la hélice pasaba ante el cañón del arma. Se reducía un poco la cadencia de tiro, pero la puntería se hacía muchísimo más certera. Las balas trazadoras fueron introducidas también en esa época. Insertadas en la cinta de munición a razón de una por cada cinco balas, permitían marcar el blanco y asimismo actuaban como proyectiles incendiarios, utilísimos para derribar no sólo a los aviones sino sobre todo a los globos de observación enemigos y, eventualmente, los dirigibles, inflados con helio y por lo tanto fáciles de inflamar.

La guerra aérea aumentó en escala a lo largo de todo el conflicto y se transformó en el arma en cuyos rangos se produjo, proporcionalmente, el mayor número de víctimas mortales. Volando en aviones de tela y madera, sin blindaje, sin paracaídas y provistos de dos ametralladoras sincronizadas con la hélice que brindaban precisión en el tiro, la existencia media de un piloto de caza en el momento más álgido de la guerra no excedía las dos semanas. Mucho se habló sobre la caballerosidad de las “peleas de perros” (dogfights) en las nubes, pero parece haber habido más de leyenda que de realidad en esas aseveraciones. Como muchos pilotos provenían de las clases acomodadas o aristocráticas se adujo que persistía entre ellos cierta elegancia que en ocasiones hacía que un as no disparara sobre un enemigo que había agotado sus municiones; pero, dada la enorme cantidad de bajas, la competencia en “anotar” derribos debe haber sido mucho más frecuente que esos raptos de generosidad caballeresca.

Por otra parte los mandos no parecían compartir la creencia en la emulación deportiva que señalaba la propaganda: aunque ya existían los paracaídas, los jefes se negaban a distribuirlos pues pensaban que, si un aviador se encontraba en una situación apurada, podía apelar a arrojarse del avión en vez de continuar el combate…También es verdad que los primeros paracaídas eran incómodos de llevar y que su peso podía reducir la eficacia maniobrera de los aviones.

Un arma que no fue considerada caballeresca en absoluto fueron los submarinos. Claro que esta óptica provenía sobre todo del lado británico, que veía en ellos una amenaza mortal al tráfico marítimo del cual dependía su supervivencia. La guerra submarina era la respuesta alemana al bloqueo, que a lo largo del conflicto iba a estrechar cada vez más el lazo que ahogaba a la economía alemana e intentaba matar a su población por hambre.

En un comienzo los submarinos germanos procedieron de acuerdo a las “leyes de la guerra”. Interceptaban a los buques aliados o neutrales, consentían que la tripulación abordase los botes y luego torpedeaban al navío. En el caso de los neutrales solían inspeccionarlos para ver si contenían un cargamento que pudiese juzgarse como aporte a la economía bélica. De ser así lo enviaban también al fondo. Pero este tipo de procedimiento era engorroso y pronto se reveló peligroso. Los británicos, en efecto, comenzaron a botar mercantes armados, los barcos Q, buques de guerra a todos los efectos, que actuaban a modo de señuelo: se dejaban interceptar, y cuando el submarino estaba al alcance, mientras una parte de los marineros abordaba las lanchas salvavidas y daba la impresión de que evacuaba el buque, otros tripulantes hacían caer las portañolas y disparaban sus cañones contra el U-boote. Varios submarinos alemanes se perdieron así, lo que determinó que el almirantazgo alemán hiciera circular la orden a sus unidades de atacar sin previo aviso y en condición sumergida. Esto iba a acarrear inconvenientes diplomáticos de gran envergadura con los neutrales, en primer lugar con Estados Unidos, lo que hizo que durante un lapso bastante largo la guerra submarina discurriese casi en estado de latencia, hasta que en 1917 el almirante Von Tirpitz decidió relanzarla de manera irrestricta, con consecuencias letales no tanto para los aliados como para los alemanes por el alcance político que tuvo esa medida.

Otro hallazgo que reportó mala fama a los alemanes y elevó la mortandad en el combate de manera por demás repulsiva, fue la invención de los gases asfixiantes. El fosgeno, los gases de cloro y la iperita destruían los pulmones de quienes eran sus víctimas y las sofocaban hasta hacerlas morir en condiciones indeciblemente crueles. Los que eran menos afectados por los gases podían quedar ciegos o minusválidos por el resto de sus vidas. Empleados primero por los alemanes produjeron una justificada repulsión en todo el mundo. No estuvo muy claro el sentido que tuvo la utilización de ese recurso: sólo podía tener sentido por el efecto sorpresa, pero ese efecto se acababa con su revelación. Los alemanes lo aplicaron por primera vez parece que a título experimental y consiguieron abrir una brecha en las líneas aliadas, pero no habían previsto efectivos de reserva para explotar ese éxito. Los aliados replicaron el arma y a su vez la emplearon masivamente, y con mayor éxito que los alemanes, pues la orientación preponderante de los vientos en el frente occidental iba en dirección a las líneas alemanas y no al revés. Primitivas al principio –un trapo sobre la boca y la nariz- las máscaras antigases pronto se multiplicaron e ilustraron de una manera siniestra la imagen de los combatientes.

 

Falkenhayn reemplaza a Moltke

Después de la batalla del Marne, el descorazonado jefe del estado mayor alemán, Helmuth Von Moltke, fue reemplazado por el general Erich Von Falkenhayn, un militar muy competente y pródigo en ideas, aunque estas no siempre fueran necesariamente buenas. En un principio Falkenhayn distinguió correctamente el dilema que enfrentaban sus ejércitos. No podían lograr la ruptura en el Oeste, donde se había esperado ganar la guerra a corto plazo. En consecuencia era preciso atrincherarse allí y resistir los embates del enemigo, y actuar limitadamente contra Rusia en el este por un triple motivo: uno, esperando ganar batallas de ruptura, pues allí las líneas del extensísimo frente eran más delgadas y se suponía, con cierta razón, que los rusos no estaban en condiciones materiales apropiadas para resistir los ataques. Les faltaba artillería pesada, estaban cortos de municiones y habían perdido muchos cuadros, caídos en los combates de agosto y septiembre. Dos, porque de esa manera ayudaban al tambaleante aliado austrohúngaro. Y tres, porque se suponía que las contradicciones de la sociedad rusa harían flaquear en algún momento la determinación de un estamento gubernamental en el que no faltaban los que estaban a favor de un entendimiento con Alemania. Falkenhayn estimaba en esa temprana fecha que “no perder la guerra en el este sería como ganarla”, y bregaba por un entendimiento con Rusia para que esta  retomase la asociación con Prusia que había tenido vigencia durante gran parte del siglo XIX. Era de la opinión de Bismarck y creía que Alemania no debía distanciarse jamás del gran vecino oriental.[i] En el fondo, juzgaba a las potencias occidentales como los reales enemigos de su país. Esto hizo que su estrategia siguiera un camino ambiguo y su posición se debilitara frente al lobby Hindenburg-Ludendorff, que opinaban que el frente del este era el más importante y propendían a buscar la resolución de la guerra en él, para volverse luego contra el oeste.  

En consecuencia, a pesar de que los ingleses y los franceses empezaron a tantear pronto las líneas alemanas en ciertos sectores, entre octubre de 1914 y marzo de 1915 el mando alemán no vaciló en trasladar 25 divisiones del frente occidental al oriental. Las ofensivas que lanzaron en dirección a Varsovia fracasaron en medio de una gran mortandad, pero en mayo de 1915 los alemanes y los austrohúngaros lanzaron una serie de operaciones en las estribaciones de los Cárpatos, conocidas como la ofensiva de Gorlice-Tarnow, que consiguió resultados espectaculares. El frente ruso en Galitzia se hundió y centenares de miles de soldados rusos murieron, fueron heridos o hechos prisioneros. En esa ocasión los alemanes usaron en gran escala los gases que habían experimentado un mes antes en el frente occidental, y con mayor éxito que allí. Pero el derrumbe de los rusos no se debió sólo a la aparición de esta nueva y horrible arma, sino al hecho de que su economía de guerra estaba llegando a un colapso.

Rusia había entrado en el conflicto con 5.000 cañones y 5.000.000 millones de proyectiles; durante los tres primeros meses de lucha hicieron 45.000 disparos por día. La producción de las fábricas rusas no excedía los 45.000 proyectiles por mes.[ii] La dificultad para aprovisionar el frente era patente; como hemos señalado antes, los alemanes podían acercar a la línea de fuego 400 trenes por día, mientras que los rusos apenas podían llegar a los 90.[iii] A estas dificultades se había añadido la aparición de un nuevo enemigo, Turquía, que en octubre de 1914 había iniciado las hostilidades contra Rusia. Esto no sólo les abría a los rusos un nuevo frente en el Cáucaso, sino que convertía el Mar Negro en un mar cerrado y les bloqueaba el paso a través del mar de Mármara y el estrecho de los Dardanelos. Siendo el Báltico un punto de casi imposible tránsito por la presencia de la flota alemana, sólo quedaban la remota y poco útil ruta del Ártico y una no menos difícil a través de Persia para que los aliados los aprovisionasen de los elementos que más desesperadamente requerían.

Las dificultades de los rusos animaron aun más a los generales franceses e ingleses a impulsar su doctrina de la ofensiva a cualquier costo. Además era tentador aprovechar el debilitamiento de los efectivos alemanes por el traslado de parte de estos al frente ruso,  para atacar los dos puntos del frente enemigo que aparecían como más expuestos, en el Artois y la Champagne. Este punto de vista seducía a Joffre, Foch y Haig, pero no era unánime. El general francés Fayolle expresaba a fines de noviembre de 1914, después de una conferencia para fijar las perspectivas para el año siguiente, que “jamás he escuchado tantas estupideces… Ataquen, ataquen, eso se dice fácil. Es como querer voltear una pared a puñetazos… La única manera de tener éxito, según ellos, es hacer matar a montones de gente…”[iv]

Las ofensivas que se realizaron en los sectores seleccionados se sellaron en sonoros fracasos. Los ingleses se estrellaron en Loos, cerca de Ypres, y los franceses consiguieron unas exiguas ganancias de terreno al coste de una mortandad pavorosa en Champagne.

Con Rusia aislada y casi in extremis, y con un frente occidental donde se comenzaba a percibir las dificultades que habría para horadarlo, se hacía necesario a los aliados encontrar alguna salida al estancamiento en que habían caído. Inglaterra, la potencia naval que era dueña indiscutida de los mares, venía especulando sobre diversas soluciones para atraer a otros países para que se sumasen a su bando y sobre las opciones a las que podía apelar para encontrar un alivio a la angustiosa situación del vital aliado ruso. Así nació la idea de forzar el estrecho de los Dardanelos, que daría lugar a una de las batallas más sangrientas de la guerra: Gallípoli.

 

 

[i] Norman Stone, Breve Historia de la Primera Guerra Mundial, Ariel, 2013.

[ii] Churchill, op cit.

[iii] Marc Ferro, op. Cit.

[iv] Ibídem 

 

 

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