Gran Bretaña, Alemania, Francia
Para Gran Bretaña el secreto de su supremacía consistía en el balance de fuerzas. En el ser el amo sin parecerlo. Durante siglos la clase dirigente británica hizo un arte de la política de poder. Partiendo de una base insular con una población relativamente escasa, pero bien dotada de madera y de carbón, construyó un imperio descomunal, mucho más grande que el romano, en base a la inteligencia, la astucia, el poder naval y una comprensión geopolítica muy precisa de sus límites y posibilidades. Siempre se opuso a la configuración de un estado continental en Europa. El equilibrio de fuerzas era el sine qua non de su política exterior. Combatió al despotismo de los Habsburgo, de los Borbones y de los Romanov, es decir, a las católicas España y Francia, y a la ortodoxa Rusia, en un juego de alianzas cambiantes, donde el aliado de hoy podía ser el enemigo de mañana, lo que hizo que se acuñara el célebre tópico acerca de que “Inglaterra no tiene amigos ni enemigos; sólo sus intereses son permanentes”. El poder de la burguesía británica, obtenido a lo largo de inclementes luchas contra el feudalismo y el absolutismo, había rematado a fines del siglo XVII en la “Gloriosa Revolución”, que organizó la herencia de esas larguísimas batallas de clase en un régimen parlamentario que conciliaba esas diferencias y promovía el dinamismo capitalista con una intensidad no alcanzada en el continente. Esa capacidad le permitió ser la punta de la revolución industrial y erigirse en la conductora indiscutida de los asuntos mundiales entre 1815 y 1914.
Alemania llegó tarde al reparto del mundo entre las potencias europeas. Fragmentada en principados, reinos y ducados, lerda en salir del feudalismo y con una vecina poderosa, Francia -el estado nación más sólidamente constituido de la edad moderna- que se esforzaba en mantenerla dividida, Alemania arribó a su mayoría de edad promediando el siglo XIX. Para entonces su retraso respecto a las dos naciones que habían acabado cumplidamente su revolución burguesa (Gran Bretaña y Francia) era patente: Inglaterra había logrado ese objetivo en el siglo XVII y Francia en las postrimerías del siglo XVIII y comienzos del XIX. Sin contar que, aun antes de dar remate a tal proceso, ambas naciones había conocido un proceso unitario cumplido a la sombra del absolutismo. Esta configuración estructural les había permitido enriquecerse y crecer. Fueron las protagonistas centrales de la disputa por el planeta. En ese trámite desgastaron el poder español y despojaron a Holanda de sus conquistas en el océano Índico. La competencia duró hasta que Trafalgar y Waterloo sellaron la disputa a favor de los ingleses.
Alemania realizó la transformación burguesa de su sociedad con retraso. Esto hizo que resultara incompleta. Las supervivencias feudales, aunque superficiales, tenían todavía cierta influencia moral y práctica. La unidad nacional hubo de realizarse no a partir de un proceso de amplia participación democrática sino gracias a la “prusianización” de Alemania; es decir, a través de la atracción centrípeta que ejerció su región más militarizada y burocrática. Ello no impidió que, a la sombra de la nueva situación, se expandiera una gran industria y proliferase un vigorosísimo movimiento socialista; pero un rasgo de dureza y falta de flexibilidad perduró en el seno de la sociedad e influyó de forma perdurable en su política exterior. En cierta medida porque esta quedó en manos de los estamentos aristocráticos, cosa que facilitó al káiser Guillermo II tomar decisiones abruptas y en ocasiones irreflexivas, que costó enmendar luego, y que de todas maneras contribuyeron reforzar el aura de autoritarismo que el nombre de Alemania tenía en el exterior, cosa que sería muy bien aprovechada luego por la propaganda enemiga, cuando llegó a la guerra.
El poderío industrial de Alemania, su cohesión y disciplina social, y su creciente productividad estrechada por las mallas de unos competidores nada proclives a facilitarle el paso hacia el mundo, por fuerza había de tomar una tonalidad agresiva. Al no encontrar los espacios apetecidos, se preparó activamente para ponerse en condiciones de reclamarlos. La primera acción que tomaron el joven emperador Guillermo II y su ministro de marina, el almirante Von Tirpitz, fue la creación de una flota de alta mar diseñada con el propósito desafiar o, más bien, de “torear” a Inglaterra. No parece haber sido una decisión juiciosa. La política exterior de Gran Bretaña, a fines del siglo XIX, todavía estaba fijada en la rivalidad con Francia, que competía con ella a propósito de África. Pero rápidamente se hicieron ostensibles las razones por las cuales ese antagonismo pasaba a convertirse, por primera vez en siglos, en un antagonismo secundario. No escapaba a los especialistas del Foreign Office el formidable crecimiento económico de Alemania. Y, como lo afirmó el memorándum Crowe, que oficializó las bases de la política antigermana en 1907, “la estructura y no el motivo era lo que determinaba la estabilidad”. Como dice Henry Kissinger, “en esencia las intenciones alemanas no importaban; lo que contaba eran sus posibilidades”.(1) Los datos del viraje de la política británica estaban definidos por las posibilidades objetivas de antagonismo con Alemania, agudizados por la creación de una flota germana capaz de competir con la inglesa o al menos de terminar con la “ecuación dos más uno” que era la fórmula en la cual los británicos cifraban su seguridad en materia naval. Por cada navío de batalla que sus eventuales rivales pudiesen botar al mar, Londres debía estar en condiciones de poner otras tres unidades en astillero. El Imperio británico tenía su corazón en un archipiélago y la supervivencia de este dependía de poder mantener despejadas sus líneas de acceso.
El crecimiento del poder alemán y el costo cada vez más grande de las construcciones navales hacían evidente que no habría posibilidades de sostener esa paridad por mucho tiempo. Las torpezas de la política exterior alemana, fruto de su inexperiencia diplomática y de la fatalidad psicológica resultante del autoritarismo prusiano, no hacían sino aumentar el peligro. Cuando al crecimiento de la flota de alta mar alemana se sumó la construcción del ferrocarril a Bagdad, fruto de la alianza que Berlín tejía con Constantinopla y que evidenciaba la proyección de Alemania hacia el pivote estratégico del Medio Oriente, el Canal de Suez (nudo de las comunicaciones del Imperio británico con su más preciada colonia, la India), la situación empezó a hacerse insostenible.
En cuanto a Francia su situación estaba marcada por el deseo de cobrarse la derrota de 1870 y recuperar Alsacia y Lorena, las provincias perdidas de etnia alemana que hubo de ceder al nuevo Imperio Alemán, y también por la necesidad de sus estamentos bancarios e industriales de no ser contrastados por Alemania en la lucha por los mercados. Esa pasión y este interés informaba incluso a figuras de la literatura y la política, como Maurice Barrés, Paul Daudet, Georges Deroulède, Teophile Delcassé o Raymond Poincaré.
Todo esto conformaba un conjunto de elementos que no impedían –en la generalidad de las naciones europeas- el mantenimiento de relaciones bien educadas entre los gobiernos y la apariencia de una civilizada armonía entre los pueblos. Pero esa superficie era trabajada por pulsiones internas que expresaban la irracionalidad del capitalismo y las alteraciones de una psiquis colectiva atrapada en los flujos y reflujos del cambio social. Frente a estos remolinos la sensatez de unos hombres de estado que eran a su vez tironeados por esas mismas inquietudes, difícilmente prevalecerían en el momento de la verdad.
Los detonantes
La compleja trabazón de intereses contradictorios entre las potencias directoras del viejo mundo se veía agravada por la existencia de tres grandes imperios en crisis, cuyos problemas internos los situaban en el contexto europeo como una mecha encendida al lado de un barril de pólvora. Rusia, Austria-Hungría y Turquía eran estados plurinacionales, recorridos por tensiones que sus dirigentes no estaban en condiciones de resolver y que por consiguiente estimulaban su huída hacia adelante, con todos los peligros que acompañan a la política aventurera.
Rusia tenía una gigantesca cuestión social irresuelta. Instalado históricamente sobre una base social inorgánica, el estado había fungido siempre como el principio rector de la vida rusa. Era la única forma de extraer a esa sociedad del atraso. Pero, al proceder así, había deformado el crecimiento y generado una pesada costra burocrática, lerda y brutal, propensa a la explotación inmisericorde de la población campesina sometida a servidumbre, mientras aplicaba el saqueo fiscal a los estamentos más dinámicos de la economía. La reforma agraria patrocinada por Alejandro II había modernizado de manera tramposa las relaciones sociales en el campo, pues al romper las primitivas comunidades agrarias introduciendo la explotación capitalista del ámbito rural había quitado la base de sustento a un sector importante de la población campesina. Esto determinó una emigración interna que proveyó a la incipiente industria de una reserva de trabajo a partir de la cual se produjo una portentosa expansión de su producción. A pesar de su retraso, tras unas décadas los campesinos devenidos obreros comenzaron a organizarse, desafiando la persecución gubernamental. Mientras tanto en el campo las distintas capas del campesinado seguían insatisfechas, pues una parte de ellas, la que había podido adquirir tierra, explotaba a la que había quedado fuera del reparto, a la vez que se sentía robada por el fisco, que la hacía pagar grandes obligaciones impositivas por los lotes que les había vendido el gobierno, mientras que los grandes propietarios, que retenían lo mejor de las tierras fértiles, eran indemnizados al asignárseles una tasa irrelevante, en cierta manera subsidiada por el monto que debían pagar los campesinos redimidos del servicio de la gleba. El rencor bullía en la sociedad y día a día se hacía más evidente que el estado, tal como era, no representaba ya un factor ordenador de la sociedad sino un obstáculo que pesaba como una losa sobre las aspiraciones del pueblo. El estado de cosas propiciaba las huidas hacia delante como forma mágica de evitar los problemas. Este tipo de fugas, sin embargo, suele terminar en un precipicio. La vía para un escape ruso que proveyese de prestigio al estado y de negocios a los grupos empresariales estaba en el Extremo Oriente, en Manchuria y en una China ofrecida como una presa para el saqueo imperialista. Pero allí la Rusia de los zares iba a tener que competir con un poder joven y fuerte, recién advenido a la palestra internacional: el Japón salido de la restauración Meiji.
Austria-Hungría, por su parte, bien que organizada más modernamente, estaba tironeada también por pulsiones centrífugas. Aunque las dos identidades nacionales dominantes, la austríaca y la húngara, habían resuelto sus problemas y logrado un estatus quo que funcionaba, una miríada de otras nacionalidades pugnaban por escaparse de la red. Checos, eslovacos, polacos, rumanos, búlgaros, croatas, serbios e italianos estaban contenidos en ese espacio y reclamaban sus derechos, a veces contra el poder central con sede en Viena, a veces unos contra otros. Los serbios en particular reaccionaban con violencia a lo que juzgaban la opresión germano-magiar y buscaban -y encontraban- en Rusia un valedor de sus aspiraciones, que se asociaban naturalmente a un paneslavismo muy difundido en los círculos dominantes y también en el imaginario popular ruso.
La bomba de tiempo de todas estas contradicciones anidaba en los Balcanes, cuyos pueblos estaban todavía sometidos en parte al diktat del tercer imperio en decadencia, el imperio turco. “El enfermo de Europa” como se denominaba al imperio osmanlí, ya no podía con su cuerpo. Estaba en manos de un sultanato retrógrado, incapaz de progreso y que se extendía desde el Cáucaso hasta las profundidades de Arabia, mientras retenía importantes posiciones en el territorio continental europeo. Albania, partes de Grecia y Serbia y zonas de Bulgaria soportaban cada vez menos el yugo turco, mientras que en todo el Levante, desde Siria al Canal de Suez, y desde Constantinopla al extremo de la península arábiga, hervía el descontento de los árabes.
Estos fueron los factores que estuvieron en el fondo de los complejos procesos que se combinaron para llevar a la primera de las grandes guerras europeas después del período napoleónico. Guerra que se transformaría en mundial al poco tiempo y que representaría una partición de aguas tras la cual nada volvería a ser como era.
Nota
Henry Kissinger: “La diplomacia”. FCE, México, 1996.