La sociedad argentina está trabajada por un proceso de decadencia que a mi entender arranca de 1955, cuando se pronuncia la reacción oligárquica y las fuerzas que pugnaban por revertirla se revelan incapaces de volcar la balanza en su favor. Se abre en ese momento un impasse durante el cual se suceden muchos episodios, algunos terribles, pero sin que se verifique un vuelco definitivo en un sentido o en otro hasta que, en la década de 1990, en la estela del derrumbe del comunismo y el auge del consenso de Washington, el menemismo utiliza el carácter popular del peronismo para reventarlo desde dentro y usarlo como el arma idónea para destruir todo lo que hasta ahí ese movimiento había sostenido. Por ejemplo la conciencia del rol del estado como viga maestra para planificar y fomentar el desarrollo, la inclusión social y la educación.
Las consecuencias de este golpe de furca pudieron ser revertidas en alguna medida durante los gobiernos kirchneristas, pero volvieron a expresarse después de la victoria electoral de Cambiemos, que asestó un golpe formidable a las expectativas a futuro del país al endeudarlo sideralmente para cumplir con las obligaciones del capitalismo mafioso. El interregno del gobierno de Alberto Fernández no cumplió con las expectativas que cabían esperar de él (aunque pudo invocar como legítima excusa el peso de la herencia recibida, la pandemia y una sequía sin parangón). La combinación de esa ecuación con fatiga, desencanto, hartazgo, lastre gorila y vaciamiento de cerebro operado desde los grandes medios de comunicación de masa desde tiempo inmemorial, remataron en el acceso al poder de un irresponsable pero astuto personaje predispuesto a cualquier aventura que satisfaga su narcisismo y su convicción autoritaria acerca de un anarquismo capitalista que, en suma, lo único que hace es crear las condiciones para que el capitalismo de amigos que nuclea a los mismos individuos que fabricaron la debacle del gobierno Macri, lo rodee, controle o despida, según lo que requieran las circunstancias.
El escepticismo, la falta de fe en un destino nacional y el apremio de unas circunstancias económicas que son agravadas por un plan de ajuste que corre a tontas y locas, sin preparación política alguna, están invitando a la proliferación de hechos de desorden e inseguridad que muchos pronostican como inevitable. Anticipo de esa tormenta es la situación en Rosario, aunque por cierto el fenómeno narco tiene allí una manifestación muy anterior y que responde a peculiaridades específicas. De cualquier manera el fenómeno se articula con una situación nacional caracterizada por la renuncia al control de los resortes que hacen a la soberanía y con un “laisser aller” y” laisser faire” que están llevando la Argentina a la perdición.
Los hechos de Rosario son de una gravedad extrema y no pueden disimularse aduciendo que no revisten la magnitud de las “maras” salvadoreñas o ecuatorianas. Gradualmente, de un año para otro, las bandas de narcotraficantes en Rosario han ido creciendo, se han conectado con otras redes en el país y ahora están lanzando ataques asesinos que parecen ser el embrión de un terrorismo narco al estilo del que practicara Pablo Escobar en Colombia, en un espacio connotado por la corrupción política, judicial y policial. A modo de reacción por la represión al narco en las cárceles puesta en práctica por el gobernador Pullaro, sicarios reclutados por las bandas mataron al azar a dos taxistas, al conductor de un ómnibus y al cuidador de un estacionamiento. Para paliar la situación el gobierno nacional ha prometido la militarización del territorio, convocando a las fuerzas armadas a operar sobre el terreno, a pesar de que ha trascendido que los altos mandos, o al menos una parte de ellos, están en desacuerdo con ese cometido, que juzgan ajeno a su verdadera misión.
No se puede sino estar de acuerdo con este punto de vista. Las FF.AA. no están preparadas para ejercer funciones de policía, su cometido es la guerra. El resultado de traerlas a desempeñar tareas para las que no están preparadas ha sido malo en otros países. En México, Ecuador y Colombia, por ejemplo. El poder corruptor de las enormes cantidades de dinero que circulan en el ámbito del tráfico de droga, suele terminar inficionando a los organismos llamados a combatirlo, que deben consagrar gran parte de sus esfuerzos a purgarse de esa plaga. Las fuerzas armadas tienen como real interés la defensa de la soberanía, no las tareas de policía. Es cosa resabida que la doctrina de seguridad norteamericana persigue justamente el objetivo contrario; es decir, apartar a los militares de los países subdesarrollados de ese espacio de reflexión y acción, para enredarlos en el ámbito siempre más ambiguo del accionar policial, que inevitablemente debe, incluso por la necesidad de recopilar información, ponerse en una disposición familiar con el delito, lo que propicia el contagio. La existencia de los departamentos policiales de Asuntos Internos, tan popularizados en las películas, es un reflejo de esta necesidad de profilaxis e implica una difícil dialéctica, una tensión constante entre lo que es y lo que debe ser, típica del quehacer policíaco. Argentina cuenta con cientos de miles de agentes pertenecientes a los cuerpos de seguridad, a menudo bien equipados y profesionalmente orientados, que deberían bastar para llenar la misión de contención y represión del narcotráfico. La cuestión pasa porque exista la voluntad política que es necesaria para hacerlo, y no en extraer y arriesgar recursos de los ya muy escasos de que disponen nuestras FF.AA.
Injerencia o invasión
Ahora bien, el crecimiento de la violencia y la inseguridad en Rosario ha venido a coincidir con un despliegue diplomático-militar anglosajón que alcanza toda la región y que nos involucra. Días pasados la Administración General de Puertos (AGP) firmó un convenio con el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos “para incrementar la eficiencia de nuevas capacitaciones en aspectos de la gestión de puertos y vías navegables… así como en el desarrollo de la infraestructura, entre otras áreas”. A partir de ese convenio la famosa Hidrovía, o sea el eje troncal que se desenvuelve a lo largo de los ríos Paraguay y Paraná, quedaría bajo supervisión del Comando Sur, que ya está preparando una base en las proximidades de Ciudad del Este, en Paraguay, para vigilar las muchas veces denunciada y nunca demostrada existencia de nidos terroristas de origen iraní o árabe, a los que ahora se sumarían los potenciales atentados del narcotráfico.
Con la autorización del despliegue de efectivos estadounidenses en el territorio nacional por parte del gobierno, se procede a invertir una de las líneas de fuerza de nuestra política exterior, la marcada por el pacto de Santa Cruz de la Sierra entre Bolivia, Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, que excluía la participación de otras entidades estatales que no fuesen las registradas en acuerdo para la gestión y vigilancia de nuestras aguas interiores.
Este proceso se verifica sobre una de las principales vías de agua del mundo, por la que sale el 80 por ciento de nuestros productos exportables a través de una variedad de puertos privados que se encuentran en manos extranjeras y responden a firmas como Bunge, Cargill, Dreyfuss, la china COFCO y otras. La enorme masa del tráfico que se canaliza por esos canales privados es propicia para la circulación de droga, pues se presume que por allí pueden eludir o traspasar con más facilidad los controles aduaneros. Y si se piensa en la eventual abolición del peso y su reemplazo por el dólar –el objetivo de Milei y del establishment - el aflojamiento de la resistencia a las filtraciones del tráfico podría devenir en una laxitud absoluta.
Hace unos tres años atrás caducó la concesión que el menemismo había firmado con la firma belga Jan de Nul para el control y la administración de la Vía Troncal Navegable. Inexplicablemente, o no tan inexplicablemente, el gobierno de Alberto Fernández no recuperó para el estado argentino esa potestad, ni licitó una nueva concesión. El asunto siguió siendo objeto de consideraciones indefinidas a lo largo de ese período, y así llegamos a la actual situación en la que el aventurerismo de Javier Milei aprovecha la ventana abierta por su éxito electoral para romper con una hasta aquí inviolada norma de la política argentina que prohíbe el ingreso de tropas extranjeras al territorio nacional sin un previo acuerdo del Congreso.
Por si esto fuera poco el tema del control de la Vía Troncal Navegable se complementa –o complica- con la firma con Uruguay de un convenio por la ampliación del puerto de Montevideo y el Canal de Punta Indio en detrimento del Canal Magdalena y de puertos nacionales. A esto, y en estos mismos días, se suma la decisión británica de ampliar en 166 mil kilómetros cuadrados el territorio marítimo circundante a las islas Malvinas, que se añaden a los 283 mil km2 ya puestos como zona de exclusión británica para la navegación y la pesca en torno a las islas. La visita del canciller inglés David Cameron a las Malvinas hace unas semanas no fue el fruto de un rapto turístico que sirvió para excitar, cuando mucho, el humor irónico de nuestra canciller Diana Mondino: fue parte de un emprendimiento o serie de emprendimientos que se aprestan a poner en valor la utilidad geoestratégica del archipiélago; se construiría un puerto comercial que no solo serviría para incentivar la extracción pesquera y petrolera en la región, sino para servir de punto de apoyo y calzada hacia la Antártida. Si observamos la coincidencia de la expansión británica hacia el sur y la renuncia argentina a mantener sus vías interiores al amparo de presencias militares extranjeras, ¿no cabe percibir una especie de reedición del expansionismo anglofrancés en los tiempos de Rosas? Solo que Rosas enfrentó esa injerencia con los cañones de Obligado, mientras que Milei, Mondino y compañía parecerían sentirse halagados por la atención que las potencias nos prestan…
¿No hay un perfume a desintegración en el aire? Si atendemos a la confusión política, al carácter renunciatario y entreguista del establishment y al pasmo en que parece haber caído gran parte de la opinión pública, la respuesta tendría que ser que sí. Pero si nos fijamos en los momentos del pasado en los que alguna convocatoria apasionada movilizó a la sociedad en pro de una causa superior, no hay que desesperar todavía. Esta es todavía una sociedad joven en un continente joven. No se trata de vejez, sino de inmadurez. Pero cuidado, la fruta joven también se pudre. No sigamos perdiendo el tiempo.