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01
SEP
2022
Argentina parece condenada a repetir el mito de Sísifo: una y otra vez hay que recomenzar a partir de cero. Pero esta no tiene porqué ser una condena perenne: el país rebosa de oportunidades, sólo hay que hacerles espacio.

Los últimos desarrollos de la situación en nuestro país remiten inexorablemente a la imagen del círculo vicioso: las cosas se repiten una y otra vez, a veces como tragedia, otras como tragicomedia, pero sustancialmente siempre iguales a sí mismas. Es patético, pero llega un momento en que esta persistencia, para quienes hemos vivido muchas de sus reiteraciones, llega a hacerse grotesca. Y a provocar rabia o, aún peor, cansancio. Cansancio porque aparentemente somos incapaces como nación de aprender nada; porque nos empeñamos en repetir viejas antipatías o adhesiones cuyos móviles tendríamos que haber racionalizado hace mucho tiempo, por poco que nos hubiéramos preocupado en analizar sus causas o habernos preocupado de leer los muchos libros que han versado sobre ellas y que han esclarecido una y otra vez (con matices, pero con nitidez) los motivos que explican la grieta que nos divide.

Parece mentira, pero la vieja dicotomía entre porteños y provincianos que habitó al país desde el momento de la independencia sigue gobernando nuestros actos. Desde luego con todos los cambios que acarrea el decurso de la historia, pero en lo sustancial muy parecida, si no idéntica: se trata de organizar al país de acuerdo a una comprensión federal amplia, o de acuerdo a una concepción que genéricamente se podría denominar como porteño-céntrica. Es decir, según un proyecto que tome en cuenta al conjunto del territorio y de las clases sociales que lo habitan, y otro que se ocupe exclusivamente del núcleo poseedor del capital concentrado en pocas manos y que controla las finanzas y el intercambio con el exterior, cuya renta en todo momento se ha esforzado por apropiársela sin distribuirla. [i]

Desde luego que, en el caso de que esa hipotética distribución de carácter positivo hubiera existido o existiese, no se trataría de una distribución generosa; no creemos en la existencia de un capitalismo filantrópico. Pero sí creemos en la posibilidad de que el  sector dirigente sea consciente de las oportunidades que están a su disposición si comprende las opciones que se le ofrecen al proponer un desarrollo que involucre al conjunto del territorio y de las riquezas sobre las cuales ejerce o puede ejercer su dominio. Esta comprensión redundará en su propio provecho, a la vez que en beneficio de las opciones de progreso del país sobre el cual ejerce su autoridad. Este es el secreto de las burguesías del norte desarrollado, que han crecido paralelamente al crecimiento de las sociedades que gobiernan, las cuales participan, si bien de manera desigual, del producto de las ganancias del sector concentrado de la riqueza.

Burguesías

Esta ecuación representa la cara positiva de la” teoría del derrame”, que tanto se esfuerzan por vender los propagandistas del sistema. Pero sucede que una cosa es la burguesía propiamente dicha, y otra la burguesía “compradora”. Es decir, la que ha nacido a partir de un mercado interno, y otra que funciona como correa de transmisión de un poder externo interesado en mantener subdesarrollado al espacio del cual se sirve para satisfacer sus necesidades. Al hacer esto ese poder imperial usa al segmento local que se le ofrece como cómplice, la burguesía “compradora”. Esta no se representa a sí misma como la dueña de un espacio soberano, sino más bien como gerente o capataz de un amo imperial al que desea ligarse simbióticamente.

Se engendra así una relación psicológica viciada que se transmite a la población del país sometido al influjo de la casta dominante, a través de la historia oficial y de los medios masivos de comunicación, en su inmensa mayoría en manos del sistema. De esta manera se crea una suerte de niebla cultural de la cual a menudo son víctimas incluso quienes tratan de liberarse de la tela de araña con que el sistema los envuelve. Es común entonces, sobre todo en países como el nuestro, cuyas capas sociales medias son de cuño inmigrante, caer en la falsa dicotomía de los “buenos” y los “malos”, sin llegar a comprender la contradicción fundamental del problema. Esta no pasa por la antinomia de “progresistas” contra “fascistas” ni por la contraposición de “corruptos” contra “gente decente” o “gente como uno”, y menos aún por la de “milicos” contra civiles. Pasa más bien por la persistencia de una casta habiente que se las ha arreglado para aferrarse a su privilegio gracias al control de la banca, el poder judicial y los medios de comunicación, y a la posesión de la renta agraria y de otras riquezas extractivas que se propone comerciar con el exterior sin aportar un reembolso fiscal que sea proporcional a su nivel de ingresos y que contribuya, por lo tanto, a un crecimiento armónico de la sociedad.

Desde su posición de poder, la oligarquía ha saboteado los intentos de cambio y si no ha conseguido revertirlos del todo, los ha frustrado en gran parte, reduciéndonos a la situación de impasse en la cual actualmente nos encontramos. Es importante, sin embargo, comprender que todas las cosas tienen su contrapartida: ese predominio no ha sido exclusivamente parasitario; ha ido acompañado por una tecnificación relativa de las tareas rurales y por la creación de sistemas avanzados de explotación, que han sentado la base para un avance armónico de la sociedad en su conjunto. A pesar de ser coartados, hostilizados por golpes de mercado y por los golpes de estado, los esfuerzos para hacer progresar la industria y la tecnología han marcado una huella  y Argentina ha llegado a disponer de unos cuadros científicos y técnicos que son cualquier cosa menos irrelevantes. En la actual coyuntura mundial, que requiere de todo lo que nosotros producimos y de más, esto representa una oportunidad estratégica. Una vez más la ruleta de la historia ha dado una vuelta que pone frente a nosotros una ocasión que no se debe desaprovechar. Pero para ello hay que resolver primero el problema de la excrecencia oligárquica y de la burguesía compradora. ¿Estamos en condiciones de aprovechar esta oportunidad?

Lawfare

Nada es menos seguro. El “lawfare” desatado contra Cristina Fernández de Kirchner muestra que el establishment está de pie y huele sangre. Cree que el peronismo ha perdido sustento popular y que es posible terminar con él y moldear sin obstáculos la factoría dependiente y privilegiada que fue una vez la Argentina, bajo el paraguas protector del imperio británico. Se propone bloquear la condena histórica que sobre él ha recaído desde hace mucho tiempo y que hasta ahora se las ha ingeniado para evadir. Obstruir el paso a una eventual candidatura presidencial de la ex presidenta puede parecerle una manera de seguir obturando todo posible intento de cambio de rumbo. Para eso montó una farsa judicial sin precedentes en Argentina, sin pruebas, sostenida tan sólo por la retórica vacía del fiscal Luciani, inflada por el trompeteo incansable e insufrible de los trolls disfrazados de periodistas que le batieron el parche durante una semana. La reacción popular ante tanto veneno devolvió afortunadamente el problema a sus proporciones. 

Ahora bien, convengamos que esa maniobra tuvo colaboradores involuntarios entre los integrantes del FdT. En el rifirrafe producido por estos días con el lawfare contra Cristina y en la reacción del peronismo se notaron  las hendiduras del Frente de Todos. Si bien la protesta fue unánime, la CGT ponderó su apoyo, indicando incluso que no recurriría a ninguna medida de fuerza en el caso de que se produjera la proscripción de la expresidenta. En cuanto a las manifestaciones en apoyo a esta producidas frente a su domicilio dejaron entrever el carácter sectorial del mismo –los jóvenes agrupados en La Cámpora, principalmente-, que pueden inspirar mucha simpatía por su alegría y entusiasmo, pero resulta ridículo compararlos, como se hace, con la ola de fondo que removió al país el 17 de octubre de 1945.

Son cosas que no se dicen, pero cuyo planteo es indispensable si se quiere contar algún día con una herramienta política que sea capaz de acabar con el viejo régimen o de tornarlo incapaz de hacer daño. Las grietas internas del frente nacional deberían ser investigadas y explicadas hasta lograr una catarsis. No va a ser recurriendo a la liturgia de los cánticos, las consignas y la marcha que se va a lograr ese objetivo. Simultáneamente a la lucha por cerrar el paso a la reviviscencia del gorilaje que contemplamos estos días, hay que poner sobre el tapete problemas como los años de plomo, la ruptura del frente político-sindical producida al final de la primera presidencia de Cristina, las connivencias con la traición del menemismo y muchos otros temas que deben ser revisados para comprender adónde se va y hasta dónde se quiere ir.

Se dirá que no hay tiempo, que no es el momento, que lo primero es cerrar el paso a la reacción conservadora. No creo que esto último se pueda hacer si junto a esta tarea no se ejercita un autoexamen de los propios errores y limitaciones. Podrá ser un autoexamen reflexivo o de puertas adentro, pero si no se lo asume en este momento, cuando las papas queman, no sé cuándo se encontrará la voluntad para realizarlo.

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[i] “Porteños y provincianos” debería ser una expresión arcaica para definir los problemas del presente, pues esa problemática original ha terminado por cruzar transversalmente al país entero. Piénsese si no en la CABA y el AMBA, la gran aglomeración citadina donde se entrecruzan las corrientes de pobladores que configuran el país. Sin embargo conserva algo de vigencia. Lo hace manteniendo de alguna manera la famosa grieta en el trazo que separa a la capital del conurbano. El linde sur de la capital, sobre todo, con su población de clase media baja, con grandes masas que oscilan entre la pobreza y la indigencia, provenientes de la emigración interior que se gestara al calor de una industrialización amputada por el serrucho neoliberal, a las que se suman las masas de emigrantes de nuevo cuño arribados desde los países limítrofes, contrasta con la Capital Federal, en su mayor parte fresca y pimpante, cuya autonomía, sancionada por la reforma constitucional propulsada por el pacto de Olivos entre Menem y Alfonsín, supuso un inaudito paso atrás respecto al rescate de la ciudad porteña que para la Nación había logrado Julio Argentino Roca en la breve pero cruenta revolución de 1880.

 

 

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