nota completa

19
NOV
2020
El mundo en este momento está recorrido por el virus, por su aprovechamiento de parte del capitalismo salvaje y por la amenaza de un nuevo intento de globalización asimétrica que podría prohijar el próximo gobierno norteamericano.

Inducida por algún procedimiento deliberado –como sostienen o sugieren las teorías conspiratorias- o fruto de una conjunción de circunstancias que aúnan el deterioro ambiental, el hacinamiento urbano, la multiplicación de los experimentos de laboratorio y la circulación masiva en el mundo globalizado –como tendemos a creer aquí- el caso es que la pandemia del Covid 19 ha planteado un trastrocamiento de las relaciones personales y de las condiciones laborales y económicas que suponen un cambio radical y súbito en las coordenadas en que se venía dando la vida social en el mundo entero. Es posible que la llegada de la vacuna frene este trastorno, pero nada garantiza que, en las condiciones actuales del mundo, fenómenos como este o aún peores no hagan su aparición en los años venideros. Estamos viviendo la revolución de la peste.

Porque se está realizando un brutal reacomodamiento económico y una rápida readecuación de las normas laborales que bien puede terminar aboliéndolas. El trabajo a distancia o “larocéntrico”, que oculta en su núcleo la desaparición parcial de las grandes unidades de producción y la posibilidad del trabajo a destajo; las bruscas oscilaciones en el precio del crudo y de las materias primas, la caída en picado de la producción, el aumento del desempleo como consecuencia de la restricción de la demanda, la masificación de las transacciones cibernéticas, la digitalización de la vida cotidiana, los problemas en el sector inmobiliario, los incrementos siderales de los beneficios de los bancos, de la industria farmacéutica y de las empresas informáticas al estilo de Google, Amazon, etc., plantean un escenario que revolucionará la vida cotidiana.

Esto va a producir –está produciendo, en realidad- una sensación de agobio y resentimiento que agrava la crisis permanente en que vivía el mundo antes de la irrupción del corona virus. Como ha señalado Naomi Klein en “La doctrina del shock o el auge del capitalismo del desastre”, las condiciones generadas por un impacto en gran escala causado por una guerra, una catástrofe natural, una crisis económica o una pandemia, provocan, junto al agobio y resentimiento ya señalados, un desconcierto que permite al gran capital reubicar sus piezas y avanzar con gran velocidad sobre las supervivencias del “estado de bienestar”, haciendo añicos lo que quedaba de resistencia organizada y extendiendo sus tentáculos por el mundo entero. En la medida, por supuesto, de que no tropiece con otra forma de organización social que sea capaz de frenarlo y de ofrecer un modelo de vida más acorde con la dignidad humana. O con potencias que se rehúsan a perder su soberanía y su capacidad para organizarse de acuerdo a normas que escapen al encuadre neoliberal.

Más allá de la evolución de la pandemia, por lo tanto, debemos entrar a un terreno donde esta se convierte en un factor más de un conglomerado de problemas que hacen de este momento una de las encrucijadas más complicadas de la historia.

Viraje a la derecha

La crisis de las izquierdas, que solían ser portadoras de un proyecto de organización racional opuesto al irracionalidad capitalista, y su dilución en una miscelánea de grupos preocupados por temas interesantes pero no esenciales, cuando no absurdos (como su agitación en torno al lenguaje inclusivo), ha dejado a la protesta contra el estado de cosas en manos de masas crecientes de gente en desarraigo, ignorante, sin una clara noción de pertenencia y propensa a la búsqueda de chivos expiatorios caracterizados por alguna diferencia fácilmente reconocible: hispanos, latinos y negros en Norteamérica; emigrantes africanos y árabes en Europa o, con un grado mayor de idiotismo en la selección del blanco, peronistas en Argentina. La derecha ostensible, esa personificada por personajes como Trump o Bolsonaro, puede manipular con eficacia esta disconformidad. Pues, a pesar de su derrota, el fenómeno encarnado por Trump en Estados Unidos ha venido para persistir. No sabemos si seguirá encarnado en su actual representante o si alguna otra figura irá reemplazarlo, pero hay masas que requieren de alguien parecido en quien proyectarse.

En cuanto a su contraparte, el demócrata Joe Biden, no luce mejor: son conocidos los lazos que vinculan a los demócratas con el “Estado Profundo” o “Deep State”. Es decir, la inextricable combinación de “think tanks”, el Pentágono, Wall Street, el complejo militar industrial y los medios masivos de comunicación, que “une la guerra contra el terrorismo, la financiarización y la desindustrialización de la economía estadounidense con la globalización, el surgimiento de una estructura social plutocrática y la disfunción política”.[i]

Semejante aparato desde luego no puede quedarse quieto y requiere de una constante expansión para mantenerse en pie. El capitalismo siempre se ha caracterizado por esta movilidad y por su insaciable apetito de ganancias. Tras el derrumbe de la URSS este rasgo se acrecentó a niveles descomunales: Rusia fue el primer objeto de la ofensiva, con la devastación practicada por Boris Yeltsin y la privatización mafiosa de gran parte de la economía. Simultáneamente vino el desmembramiento del imperio soviético, alentado por la CIA: se desestabilizó el Cáucaso, con la separación o los intentos separatistas producidos en Georgia, Chechenia, Azerbaiján; se fueron los estados bálticos, y finalmente Ucrania fue objeto de un golpe de estado con perfiles neonazis que terminó de desgajarla de su asociación con Rusia, respecto a la cual ya se había declarado independiente, para pendular hacia occidente, la Unión Europea y la OTAN, a las cuales todavía espera pertenecer. Y hoy, en Bielorrusia, se observan remolinos que preanuncian un intento de “revolución de color” al estilo de las que prohijaron las escisiones anteriores. Desde principios del siglo Vladimir Putin y el conglomerado de fuerzas que le responde ha venido a poner coto a este desquicio y está devolviendo a Rusia el rol que le competió en los asuntos mundiales hasta 1990, pero todavía no ha terminado de limpiar la purulencia de la era Yeltsin ni de remontar el atraso económico en que la dejó esa traumática experiencia, ni de desligarse de los oligarcas que se han comprometido en el apoyo a Putin. Solo la aproximación a China, que el líder ruso fomenta junto al chino Ji Xing Ping, promete (con gran alarma de los anglosajones) generar el súper-estado capaz de asumir el rol de dueño del “heartland” y con ello cumplir la hipótesis de Halford Mackinder acerca de la preeminencia del pivote del mundo. “Quien rija el Este de Europa comandará el Heartland. Quien rija en el Heartland comandará la Isla del Mundo (Eurasia). Quien rija en la Isla del Mundo comandará el Mundo”. Años más tarde, uno de los discípulos de Mackinder, Nicholas Spykman, redondeó la tesis anunciando que “el mundo anglosajón debe establecer un cordón sanitario frente a Rusia, un Rimland”.

¿Salto adelante o salto al vacío?

Este principio gobernó la geopolítica anglosajona incluso antes de que fuera concebido. Su sistematización en un mensaje le otorgó unidad y consistencia, pero no fue hasta el 11/S, con la caída de las Twin Towers, que el expansionismo norteamericano, con el fiel concurso del Reino Unido y el más renuente de la Unión Europea, desencadenó la ofensiva general dirigida a consumar el proyecto neoliberal de globalización asimétrica, y a frenar la marcha ascendente de la principal potencia rival, China. La espectacular hecatombe de Nueva York le suministró el pretexto que necesitaba para poner en marcha su proyecto del Medio Oriente Ampliado o Gran Medio Oriente, destinado “poner fin a sesenta años de excusas y tolerancia de las naciones occidentales respecto a la falta de libertad en Oriente Medio y anunciar una activa política de libertad en la región…” A esa falta de libertad se le achacaba “la creación de una capa de individuos económica y políticamente desposeídos, que sería el caldo de cultivo del terrorismo, el crimen internacional y la migración ilegal que amenaza a la seguridad de la región y a las propias naciones del G-8[ii]. Sobre estas premisas se desencadenaron las invasiones a Afganistán y a Irak, el derrocamiento y asesinato de Gadafi y la destrucción de Libia; el fomento de la guerra civil siria y el intervencionismo desaforado en este conflicto con el envío de mercenarios y de fanáticos wahabitas que se regodeaban en practicar ejecuciones masivas y degollar a rehenes en cámara. Curiosamente estas actividades que practicaban los grupos más combativos del fundamentalismo (como Al Qaeda, Al Nusra y el Isis o Califato Islámico) eran repudiados de labios para afuera por los grandes medios occidentales, que no se sonrojaban al apoyar a monarquías feudales, corruptas y bárbaras como las de Arabia Saudita mientras las fuerzas de Estados Unidos y de otros miembros de la OTAN reducían a cenizas a estados que buscaban (dentro de las formas que les consentían las sociedades a las que regían) aproximarse a los parámetros de occidente. Como era el caso de la Libia de Gadafi e incluso el Irak de Sadam Husein, para no hablar de Siria, un país avanzado que hubiese perecido de no haberse replanteado el equilibrio estratégico de la zona gracias a la intervención rusa y a la aparición de Irán en la palestra.

Conviene advertir que el trastorno sembrado por el imperialismo en el Medio Oriente tiene un propósito multidireccional. Es parte del asedio a Rusia, en la medida en que sembrando el caos en la zona impide que esta gravite hacia algunas alianzas con Moscú. Completa el cerco que la OTAN viene montando en la frontera occidental de Rusia, con un despliegue de tropas y misiles interceptores que anularían en parte su capacidad de retaliación en el caso de un conflicto. También es por supuesto una forma de controlar el área del Medio Oriente sumiéndola en el caos e impidiéndole darse una vía propia, mientras se asegura el control directo de los yacimientos energéticos. Y es asimismo, fundamentalmente, una cuña contra la progresión china, expresada en la Ruta de la Seda, a la que se interceptaría en uno de sus tramos estratégicos.                                                               

China es ya, en todos los aspectos, el rival número 1 de Estados Unidos. Demonizarla y cercarla es el objetivo de operaciones psicológicas que se multiplican en el ámbito mediático. Está siendo objeto de una guerra comercial, de la que Trump ha sido el abanderado, pero fue el demócrata Obama el que se encargó el primero en designar a China como el mayor peligro que afronta Estados Unidos al declarar que el Pacífico era de ahora en más el principal escenario estratégico de la Unión, derivando el 60 % de su dispositivo aeronaval a esa zona. Joe Biden, que fue su vicepresidente, es obvio que no va a innovar en esa política, denominada como “reequilibrio” en la distribución del poder militar de Estados Unidos, reduciendo su presencia en Europa y volcándolo hacia la región Asia-Pacífico con el propósito de “contener” a China.

El rumbo que llevan las potencias en el mundo, pandemia o no pandemia, es de colisión. El capitalismo norteamericano no está acostumbrado a la derrota ni al repliegue y es posible que, con los demócratas en el gobierno, acentúe la presión en todos los frentes para, como afirma Joe Biden, “de recuperar el liderato norteamericano abandonado por Trump… Como el mundo no se organiza solo, los Estados Unidos deben reescribir las reglas como lo han hecho durante 70 años tanto bajo presidentes demócratas como republicanos, hasta que arribó Trump.”[iii] Esto no excluirá una reaproximación a la Unión Europea, descuidada por el presidente saliente, y en consecuencia un reforzamiento de las políticas de “contención” –léase presión- contra Moscú, volviendo a jugar con fuego en las fronteras rusas.

Un olor a chamusquina, así sea diplomática, se desprende de la convocatoria que Biden se apresta a formular apenas ascienda al gobierno: un llamado a una Cumbre Mundial por la Democracia (de la que estarían excluidas Rusia y China). “Participarán las naciones del mundo libre… que están en primera fila en la defensa de la democracia”. La Cumbre decidirá una “acción colectiva contras las amenazas mundiales… Ante todo para contrariar la agresión rusa, manteniendo las capacidades (militares) de la Alianza e imponiendo a Rusia costos reales ante cualquier violación de las normas internacionales… Simultáneamente, se esforzará en construir un frente unido contras las acciones ofensivas y las violaciones de los derechos humanos por parte de China, que está en proceso de extender su alcance mundial”. [iv]

¿Qué califica a Biden o a los Estados Unidos para erigirse en juez y parte de los asuntos mundiales y dictaminar quién es o no es demócrata en el planeta? Está bien, es una pregunta tonta: es obvio que los califica la fuerza. Pero ello no debería impedir la reflexión sobre el sentido final de todo esto. La plutocracia internacional conduce un vehículo derrengado pero poderoso y dirigido no sabemos si hacia el suicidio o la destrucción del género humano. Rusia y China son hoy su objetivo. De manera que se las abruma con epítetos y sanciones que no merecen. ¿A quién están agrediendo, en efecto? Las políticas expansivas, intervencionistas y en progresión constante pertenecen más bien a la alianza atlántica.

Ahora bien, si Rusia y China quieren evitar lo peor tienen que estrechar su alianza hasta hacerla invencible. Para esto necesitarían también definir la naturaleza social de su estado. Rusia ha involucionado hacia el capitalismo, sin duda. Pero, ¿qué es China, por ejemplo? ¿Un capitalismo de estado o un capitalismo a secas, pero controlado por el estado? ¿Qué deriva puede tener esta situación habida cuenta del carácter movible e incorregible del dinero? Después de todo la NEP soviética no fue finalizada sólo por el pánico burocrático al resurgimiento del capitalismo sino también porque las tendencias espontáneas del mercado: el dinero llama al dinero y el estado soviético, en la década de los años 20, era aun terriblemente frágil. China no se encuentra en esta situación. Está en la punta de la ola del desarrollo económico y tecnológico, aunque todavía no iguala a Estados Unidos. Qué emergerá de esa sociedad es todavía una incógnita, pero parece evidente que el PCCH todavía regula firmemente la marcha de la nación: la tierra es de propiedad pública, las grandes empresas estatales son mayoritarias frente a las de propiedad privada y estas últimas se encuentran a su vez rigurosamente vigiladas desde el estado, que no sufrió (porque no lo permitió) la injerencia de consejeros extranjeros expertos en neoliberalismo como los que ajustaron sin piedad a Rusia durante los años 90. Por otra parte, lejos de arrojar el pasado revolucionario por la ventana, como hicieron los moscovitas, los gobernantes chinos han mantenido una fidelidad no sólo formal a los lemas y principios del pasado maoísta sino que de alguna manera los ponen en práctica a través del manejo estatal de los bancos, de la moneda y del comercio exterior. En un marco infinitamente más flexible y eficaz, desde luego. ¿Se podrá mantener este modelo?

-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

[i] Mike Logfren, ex agente del Congreso de EE.UU., citado por Observatorio de la Crisis (observatoriocrisis.com)

 

[ii] Discurso de George W. Bush en noviembre de 2003. Fuente: Wikipedia.

 

[iii] Joe Biden en “Foreign Affairs”, marzo-abril de 2020, citado por Manlio Dinucci en” Globalisation”.

 

[iv] Ibíd.

 

 

Nota leída 14581 veces

comentarios