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11
OCT
2020
El Consejo de Derechos Humanos de la ONU, en Ginebra.
El Consejo de Derechos Humanos de la ONU, en Ginebra.
El ambiguo curso de la política exterior argentina es un reflejo de las indecisiones, limitaciones y debilidades que informan a nuestro escenario interno, así como también de una coyuntura regional muy negativa.

El voto argentino contra Venezuela en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU es, para hablar con cautela, deplorable. Más allá de las declaraciones complementarias que la Cancillería sacó, al día siguiente de la votación, en el sentido de que nuestro país sigue oponiéndose a la injerencia y la intervención militar contra Venezuela, la naturaleza justamente injerencista de declaración de la ONU es imposible de negar. Las adendas no corrigen nada: no hacen otra cosa que poner de manifiesto una peligrosa esquizofrenia que parecería estar recorriendo los pasillos del ministerio de Relaciones Exteriores, para no decir del gobierno todo.

No vamos a entrar al detalle de los documentos que fundamentan la resolución de la ONU: basta señalar que, en última instancia, esta no se ha basado en una investigación de campo en torno a los crímenes cometidos, sino en la recopilación, efectuada por “expertos”, de informaciones de prensa, noticias aportadas por las redes sociales y afirmaciones provenientes de los sectores más encallecidos de la oposición al gobierno de Nicolás Maduro.

Hubiera sido más razonable que Argentina recurriera a la abstención, como lo hicieron México y otros países. De esta manera habría mantenido cierta coherencia con los pasos iniciales del gobierno de Alberto Fernández en materia de política exterior, cuando nuestro primer mandatario visitó a Lula en prisión, dio asilo a Evo Morales y a Álvaro García Linera y se negó a reconocer a la embajadora nombrada por el autodesignado presidente de Venezuela Juan Guaidó, a quien endosan el ejecutivo y el Congreso de los Estados Unidos.

Todo esto representa una inflexión clara –o más bien oscura- en el curso de la política exterior de nuestro país, que parecería estar devolviéndonos al carril miserable transitado por el gobierno de Mauricio Macri. Ahora bien, pese a todo, la valoración del paso dado no puede hacernos perder de vista el conjunto del panorama. Como dice el refrán, “la necesidad tiene cara de hereje” y la debilidad en que se encuentra el país como consecuencia de la catastrófica gestión Macri, que destruyó la economía y nos endeudó perdurablemente para saciar el apetito del “capitalismo de amigos” fomentando la fuga masiva de dinero al exterior, más un encuadre regional absolutamente negativo, nos han puesto de espaldas a la pared. En este marco, el acuerdo con los bonistas privados en torno a la postergación de los pagos de la deuda, trajo alivio al gobierno, mientras que las negociaciones con el FMI para lograr un acuerdo para gestionar la devolución del enorme préstamo concedido al gobierno de Cambiemos y dilapidado por este, se espera que puedan llevarse a cabo también en términos medianamente razonables.  

La bondad, sin embargo, no es materia que se curse en política. Todo tiene un precio. Y no hay que pensar mucho para caer en la cuenta de que el voto respecto a Venezuela es una forma de pagar los presuntos favores recibidos y de adelantar el pago de los que se espera recibir a propósito de la negociación de la deuda con el FMI.

La cuestión que queda pendiente es saber si estos movimientos servirán para algo o si no son otra cosa que un punto de inflexión en el curso no sólo de la política exterior del país, sino también de la ya débil beligerancia que el gobierno está demostrando frente a la obstrucción política, judicial y mediática que, en ciertos momentos de agitación urbana, se transforma en una pulsión agresiva y manifiestamente desestabilizadora.

Hay que reconocer que la coyuntura que le toca enfrentar a Alberto Fernández es tenebrosa: una crisis económica heredada de una profundidad mayúscula, un frente externo de características absolutamente negativas, con gobiernos regionales alineados a la derecha –Brasil, Chile, Paraguay, Uruguay, Ecuador, Colombia, Perú y Bolivia- y una pandemia que envuelve al planeta entero y profundiza los problemas de una economía global que se tambalea. No hay salida a la vista y esto impone una flexibilidad acomodaticia a los dictados del Gran Hermano del Norte. Pero hay límites para esta, en especial en perspectiva de futuro. ¿Cuál será el límite para las concesiones? ¿Vamos admitir que se acote el margen de maniobra del país para negociar, por ejemplo, con China? ¿No se requerirán, en algún momento, facilidades en torno a la presencia de efectivos extranjeros en la zona, pongamos por caso, de la Triple Frontera?

Por eso un toque de discreción en la votación en Ginebra, una abstención en vez de una condena como la aplicada a Venezuela, habría servido no sólo para salvar la cara, sino también para no alentar las expectativas de la diplomacia norteamericana en el sentido de que será muy fácil convertir la actual predisposición favorable hacia este gobierno, en el abrazo del oso.

¿Existe, en las filas del Frente de Todos, una conciencia respecto a estos problemas? No parece que esté muy difundida. Aparte de la resonante y ejemplar renuncia de Alicia Castro a la embajada en Moscú, en protesta por el voto argentino en torno a la cuestión venezolana, no ha habido, que yo sepa, ninguna manifestación de explícito desacuerdo. Por supuesto que esas diferencias existen, pero no parecen estar en disposición o en condiciones de articularse de manera coherente y en torno a un programa inequívoco de movilización, que atienda tanto a la faz exterior como a la interior de la actual gestión de gobierno.

La derecha se reinventa

Parece mentira, pero por primera vez en nuestra historia reciente la derecha gorila se ha hecho dueña de la calle. Caravanas de autos y manifestantes enojados contra todo, aunque aparentemente en primer lugar contra la cuarentena impuesta por el gobierno a causa de la pandemia, recorren la avenida 9 de Julio exteriorizando, más que nada, su disgusto contra todo lo que huela a peronismo. Nada parece oponérseles. ¿Es sólo el temor a agravar la situación sanitaria lo que impide que otra gente salga a la calle para enfrentarlos, o se trata de que existe un clima de apatía generalizada entre los sostenedores del oficialismo?

En realidad la cosa es más compleja y está vinculada a un proceso social que supera las fronteras de nuestro país: la lenta pero indetenible licuación del proletariado en occidente como consecuencia de la globalización de la economía, la revolución tecnológica y los sucesivos embates del neoliberalismo contra el Estado de Bienestar. En Argentina el proceso 1976-1982, pero sobre todo los gobiernos de Menem, De la Rúa y Macri, generaron un genocidio social que barrió, debilitó o precarizó a la clase obrera. La política antiindustrialista del sistema nos ha dejado con un ejército de desocupados o de trabajadores en negro, en vez de las antiguas masas obreras movilizadas y prestas a acudir a la plaza de Mayo al sonoro rugir del cañón. Y esto no es una figura retórica prestada del himno de México, sino una evocación del sacrificio que muchos consumaron el 16 de junio de 1955 frente al Ministerio de Marina.

En vez de sindicatos movilizados hoy tenemos a piqueteros o a “okupas” que ofrecen una resistencia tumultuosa pero inconducente a un aparato de seguridad que, por ahora, está contenido por el carácter responsable de un gobierno elegido por el pueblo y de vocación legalista. Pero intenten pensar en lo que pasaría si los amos de ayer volviesen al poder dispuestos a “poner orden” tras desalojar con un golpe “blando” al actual gobierno…

Así las cosas, habría que reconocer que ha llegado la hora de que el Frente de Todos trate de encontrar o restaurar cierta coherencia en sus filas. Soy consciente de que el papel del observador que pronostica o aconseja desde la distancia siempre es un poco ridículo. Una cosa son los toros vistos desde la barrera y otra sentirlos en el ruedo. Pero la cosa es así: si se deja que los sectores más cerriles de la oposición impongan su agenda, la suerte del gobierno puede quedar sellada. Habría que prepararse a un crescendo agresivo que culminase en un desorden que podría convocar a algún tipo de golpe, casi seguramente institucional; o aceptar una mediatización de la labor del FdT que dejase las cosas más o menos como están, sin dar los pasos esenciales para comenzar a subir la cuesta. Hay que confesar que hasta ahora se ha visto poco de esto. Y lo que se ha visto no ha sido muy brillante que digamos. Las marchas y contramarchas en torno al caso Vicentín, la lenta gestión parlamentaria para aprobar el impuesto -¡por una única vez!- a las grandes fortunas para ayudar a la lucha contra la pandemia; el silencio respecto a la indispensable reforma tributaria de carácter progresivo, dato clave para empezar a construir una Argentina mejor y más moderna, y la forma en que se están empantanando las negociaciones en torno a la reforma judicial (¿para cuándo la ampliación del número de jueces de la Corte Suprema?) auguran una repetición del trámite lento y en definitivo infructuoso que han tenido todos los intentos de reforma en la Argentina, desde 1955 en adelante.

No hay duda de que el gobierno de Alberto Fernández debe ser apoyado. De momento es la única tabla de salvación que existe. Pero para que ese apoyo sirva, el gobierno debe parchar sus eventuales grietas, pensar hacia un futuro que supere el límite electoral y recuperar la iniciativa.

 

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