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18
OCT
2008

El paracaídas agujereado

Los mercados se desploman. Falta la confianza en el mundo. Pero mientras tanto hay quienes amontonan ganancias y se diseña un probable recrudecimiento de las tensiones internacionales.

El deslizamiento de la economía global hacia el descalabro recesivo, antesala de una depresión tal vez similar a la de los años ’30, ha continuado inexorablemente esta semana. De nada ha valido la monumental inyección de efectivo aplicada por el Tesoro de Estados Unidos y por los bancos centrales de la Unión Europea para frenar el pánico que parece haberse adueñado de las principales Bolsas del mundo. Más que de una inyección, podría hablarse entonces de un paracaídas agujereado.

Ocurre que lo que está en juego es la confianza. Y difícilmente la confianza va a volver con declaraciones como las del presidente George W. Bush, quien anuncia que la intervención del Estado en el mundo de las finanzas es “pasajera” y que no bien se pueda se volverá a la economía del libre mercado desregulado, dudosa panacea bajo la cual, desde hace tres décadas, se hunde a los países pobres del mundo y se concentra el dinero a niveles inverosímiles en los países desarrollados y entre las castas privilegiadas de los que no lo son. Es difícil también que se restituya la confianza porque, en este reviente de la burbuja especulativa, se sabe que hay fuerzas que se apropian de enormes ganancias aprovechándose de las locas oscilaciones de la Bolsa… que ellos mismos han inducido.

Ahora bien, el desastre de estos días es la culminación de un proceso que tuvo comienzo a mediados de los ‘70 y que dio al traste con el sistema económico moderadamente regulado de los anteriores 30 años. Hasta ese momento los gobiernos de Occidente habían hecho frente a la tierra baldía que habían dejado la Depresión en Estados Unidos y la segunda guerra mundial en Europa a través de prácticas keynesianas. Una ponderada, pero vasta y sistemática, intervención del Estado en la economía incrementando el consumo y el empleo dio lugar a las tres Décadas de Oro, como las llamó Eric Hobsbawm. Fue la época de auge del Estado de Bienestar. Pero cuando el ascenso económico en los países centrales se detuvo porque había alcanzado sus límites naturales (la clásica crisis de crecimiento), el sistema capitalista obedeció a su propia lógica. Esta exige siempre la maximización de la ganancia. Por lo tanto buscó multiplicar sus ingresos a través de la ofensiva neoliberal, que adujo que la presencia del Estado alimentaba la inflación y obstaculizaba el recorte de los costes dirigidos a procurar cierto equidad social. Estos recortes debían hacer posible el aumento de los beneficios, el único auténtico motor de la economía capitalista. La economía capitalista debía tornarse desaforadamente especulativa, según los profetas de la escuela de Chicago, como único expediente para sostener el crecimiento dinerario incesante, aunque con esto se despegara de los datos de la economía real y se remontara a las alturas, en una burbuja llena de aire viciado.

Los teóricos del neoliberalismo o turbocapitalismo, como también se lo ha llamado, tuvieron éxito en adueñarse de las palancas del poder, presumiblemente porque los gobiernos de las grandes potencias encargados de poner en práctica sus recetas eran su propia consecuencia o porque –aventuramos la opinión- los personeros de la socialdemocracia europea, que deberían habérseles opuestos, eran hijos de la explosión individualista y anárquica del mayo francés, estaban en buena disposición para contagiarse de cualquier teoría antirreguladora y eran muy sensibles al encanto del dinero. Piénsese en un Felipe González, por ejemplo. La economía mixta, que había distinguido a las décadas del Estado de Bienestar, cedió su lugar, por lo tanto, a un feroz saqueo de los países y estratos menos privilegiados, con la promesa de un “efecto derrame” que nunca se materializó. Esta política exigió salvajes prácticas represivas –de las cuales Argentina y otros países hicieron una terrible experiencia-, tras cuyo shock estas sociedades quedaron inermes psicológica y políticamente para defenderse del aluvión que desguazaría al Estado nacional y le arrebataría sus propias riquezas.

Ahora la burbuja se ha pinchado. El dinero que juega con el dinero se evapora por los aires y la brusca deflación del crédito amenaza a la economía real, de la cual todos vivimos y que es la que suministra el referente sólido del dinero, de hecho la única base de la que dispone el juego malabar de los billetes para sostener su propio valor.

Esto significa un brusco retorno a la realidad. Razón por la cual no hay que quejarse de la catástrofe de Wall Street. Antes al contrario, hay que verla con un regocijo que tiene que ver con una justicia retributiva. Lástima que esta justicia es más que nada teórica, porque el gasto de este desastre no han de pagarlo quienes son sus responsables, sino las mismas víctimas del sistema, a través de la generalización del desempleo y la incertidumbre del mañana.

Pues más allá de lo que nos pase a nosotros, que quizá podamos defendernos de la crisis si actuamos de consuno con los otros países de la región y pensamos en la autarquía y el mercado interno, esta conmoción se da en un mundo aun más complicado que el de 1929. Aunque Estados Unidos modere el proyecto hegemónico que ha estado llevando adelante con brutalidad desde el 2001 en adelante, en razón de que la crisis puede obligar al recorte de sus gastos militares, es un hecho que, en un mundo multipolar en acelerado crecimiento demográfico, la carrera por el control de los recursos naturales no renovables va a seguir. Y, consecuentemente, la posible disputa armada en torno de ellos.

En la década de los ’30 la pugna intraimperialista estaba informada por elementos ideológicos que aceleraban la lucha por la hegemonía mundial entre las potencias satisfechas y las potencias del Eje, estas últimas ávidas de equiparar o superar a las primeras. Hoy no hay nada que programáticamente se asemeje al nazismo, pero hay urgencias aun más críticas que las de aquel entonces, que pueden dar lugar a choques brutales quizá menos concentrados pero igualmente destructivos o peores. Y en este sentido nunca estará de más observar que un repliegue, aun parcial, de Estados Unidos respecto de sus ambiciones hegemónicas en el planeta, no lo conducirá a un aislacionismo dentro de sus propias fronteras, sino más bien a un aislacionismo entendido como hemisférico, que no dejaría de afectarnos. La IV Flota no es una casualidad.

La emergencia de poderes regionales que contrapesen la sofocante presencia norteamericana en muchas partes del mundo es casi inevitable. Pas d’argent, pas de suisse. Si no hay dinero, no hay suizo, se usaba decir en la época de las monarquías absolutas, que tenían a los mercenarios suizos como las tropas más fiables del mundo… siempre y cuando se les pagase puntualmente. Si el presupuesto militar norteamericano se achica, se hace probable una retirada de Irak y Afganistán. Ello convertiría a Irán en la gran potencia emergente de la región, y agigantaría el rol de Rusia y China en un Asia Central que nunca han dejado de entender que esta forma parte de su Hinterland y al no piensan renunciar.

Pero, ¿aceptarán la casta de los petroleros y el complejo militar-industrial bancarse este retroceso? Diríamos que no. Economía y guerra han estado siempre estrechamente ligados. Y en la actual corrida económica es seguro que una selecta categoría de potentes especuladores es capaz de manipular el mercado en un sentido o en otro en el momento que considere oportuno. Ellos y los señores de la guerra y de la energía bien pueden paliar los datos de la crisis con un “keynesianismo militar”. No sería la primera vez que ocurre algo parecido. Después de todo Estados Unidos salió definitivamente de la Depresión de los años ’30 con el estallido industrial inducido por la segunda guerra mundial.

No tiene porqué ser así hoy en día, pero los tiempos que se avecinan serán difíciles.

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