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15
DIC
2018

Los protagonistas del desafío global

Los viejos rivales de la guerra fría han vuelto a las andadas. Y los pueblos, convidados de piedra en este debate, dan síntomas de querer recuperar su personería, como parecen querer demostrarlo los tumultos en Francia.

Uno de los rasgos más alucinantes del presente es la ignorancia o la indiferencia que el público masivo tiene respecto al curso de los acontecimientos mundiales. No es una indiferencia casual: es el resultado de décadas de lavado de cerebro –o de rellenado de este-  con materiales estúpidos o deletéreos; lo que los franceses llaman “le bourrage de crâne”. Así las cosas, un día de estos la humanidad se va a evaporar en una nube radiactiva mientras discute en torno a la Copa Libertadores, al milésimo episodio de violencia de género o al quincuagésimo homicidio en ocasión de robo. Cosas maleadas, viles u horribles si las hay y que hablan de la degradación social,  pero que no pueden ocupar el centro del escenario en forma permanente mientras se permanece sordo y ciego a las grandes líneas del espectáculo de un mundo que se descompone.

Una sensación de inquietud y de necesidad de romper con el molde económico que contiene al mundo occidental (el comandado por el capitalismo ortodoxo), es una cosa que se percibe en el aire y en los fenómenos de diverso tipo que se producen en estos momentos. Como la violencia que recorre las calles de París, que ha venido a enturbiar la seguridad en sí mismo del presidente Emmanuel Macron;  o los episodios -jugados en otro diapasón y recorridos de furia vesánica- que se suceden en muchos rincones del globo, con particular énfasis en Estados Unidos, donde menudean más que en cualquier otra parte los enajenados que realizan lo que Dadá y los surrealistas entendían era el acto revolucionario por excelencia: salir a la calle con una ametralladora y regar a la gente con plomo. La diferencia está en que lo que en Tzará, Breton o Aragon era una coquetería intelectual dedicada a “asombrar al burgués” y no superaba la enunciación verbal, en los tarados que circulan hoy en día se ha transformado en una pulsión de muerte que los lleva a matar a cuanta persona se les cruce en el camino y a suicidarse después.

Pero estos no son sino síntomas. Es la realidad que vive en un “motu perpetuo” que aparentemente gira sobre sí mismo, lo que debe  preocuparnos.  Las fuerzas que generan este desorden y fingen querer controlarlo, en el fondo lo promueven para lograr su objetivo final, que no es otro que la hegemonía, ya sea la del gran capital financiero, ya sea la del imperio norteamericano erigido en un fin en sí mismo. Ambas fuerzas comparten una voluntad de dominio irracional, que está inscrita en la psiquis del pueblo norteamericano y de su peculiar manera de haberse configurado como nación, por un lado, y por el otro en la naturaleza profunda del capitalismo como sistema, que no reconoce límites a su apetito de beneficio y tiene a la maximización y concentración de la ganancia como principio rector. En Estados Unidos los demócratas, por una parte, y los republicanos que siguen a Trump por otra, de alguna manera comprimen estos rasgos y les dan una suerte de representación política; pero en cualquier caso hay que tener en cuenta que unos y otros forman parte de la misma ecuación y están determinados a deshacerse de los obstáculos que pueden interponerse entre ellos y su camino a la hegemonía.

El mar y la tierra

Hoy estos obstáculos tienen nombre: China y Rusia, que se perfilan como los candidatos naturales a heredar el predominio ejercido por las potencias marítimas a lo largo de los últimos siglos de la historia. El archipiélago británico primero y luego la isla continental conformada por Norteamérica pudieron mantener el control geopolítico del globo y la supremacía basándose en un aislamiento olímpico respecto a la amenaza de los ejércitos de las potencias rivales. Gran Bretaña corrió sus momentos de riesgo: en 1588, frente a la Armada Invencible; en 1805 cuando Napoleón plantó su campamento en Boulogne y amenazó con desembarcar en la isla, y en 1940,  cuando Hitler planificó la operación León Marino con el mismo objetivo. Pero en todas las ocasiones las amenazas se alejaron rápido. Gracias a lo bravío de las aguas que hundieron a la Invencible, y a la atención que tanto el Emperador como el Führer tuvieron que dedicar al Este, las costas de la Gran Bretaña se mantuvieron invioladas desde los tiempos de Guillermo el Conquistador en adelante.

Estados Unidos, por su parte, después de su independencia estuvo más alejado aún de cualquier amenaza externa. Cosa que no es de extrañar puesto que él mismo era la principal amenaza para sus vecinos, meros pigmeos en relación a su fuerza. Al  revés de Gran Bretaña, que se encontraba en vecindad a un continente que alojaba a fuerzas que podían sobrepasarla y a las que mantuvo a raya practicando una delicada política de balance de poderes que aprovechaba sus disensos para enfrentar a unas contra otras, Estados Unidos no tenía vecindades peligrosas: ni los países de la balcanizada América morena ni Canadá contaban en algún sentido. De los indios ni hablemos: sus cadáveres pavimentaron el camino al Oeste y sirvieron para afilar los sables de la caballería. En cuanto al mar, los dirigentes norteamericanos lo visualizaron siempre como la vía natural para realizar sus metas; hasta el punto de que uno de sus más brillantes estrategas navales, el almirante Alfred Thayer Mahan,  escribió un libro que se convertiría en uno de los textos más influyentes de la geopolítica: “La influencia del poder naval en la historia”.

Desde la guerra con España en 1898 Estados Unidos se preparó activamente para desempeñar un rol global, con los océanos como vía hacia el predominio. La primera demostración de esa potencia fue la participación en la primera guerra mundial. Pero fue solo en la segunda cuando ese poderío tocó realmente su cenit y proyectó a EE.UU. al rango de primera potencia mundial. La URSS compitió durante más de cuarenta años por igualar esa fuerza o al menos no dejarse arrollar por ella, pero finalmente cedió por insuficiencias internas que le imposibilitaban seguir manteniendo el reto económico y tecnológico.

A partir de ese momento pareció que el objetivo se encontraba al alcance de la mano. Sin oposición militar externa a la altura de los recursos norteamericanos el camino estaba, aparentemente, expedito. El mundo bipolar había terminado, no había una contracara ideológica al capitalismo triunfante y todo parecía cuestión de disciplinar a los estados díscolos que no se acomodaban a la nueva realidad y llegar a acuerdos con los poderes fácticos que de alguna manera contaban aún por su peso económico y su influencia regional. Sin embargo, la irracionalidad connatural al sistema arruinó rápidamente esa perspectiva.

La puesta en práctica de políticas agresivas contra los países del por entonces llamado “tercer mundo”, que prolongaban las utilizadas durante el período de la guerra fría, agravadas por la gigantesca hipocresía con que se las velaba a través de una propaganda que glosaba temas como el de “las guerras humanitarias”, el “derecho a intervenir para proteger a los pueblos de sus propios tiranos” y los “asesinatos selectivos” para erradicar tanto a terroristas como a dirigentes nacionales a los que se hacía pasar por tales, fue la constante de los años ’90 del pasado siglo. Formó y forma parte de un proceso lanzado por la OTAN dirigido a reconfigurar el Asia central, el medio oriente, los Balcanes y el área caucásica de acuerdo a los intereses de occidente. Los ataques terroristas del 11/S brindaron el pretexto perfecto para redondear esos planes, que en última instancia tenían como objetivo anular a Rusia y contener a China. En el primero de estos casos la embestida fue muy pesada y pasó no sólo por la disolución del imperio soviético sino por su brutal transformación económica, practicada por una neoburguesía mafiosa formada o amparada por funcionarios de la vieja “nomenklatura”, de los cuales Boris Yeltsin constituyó el estereotipo y a quién los asesores de la escuela de Chicago proporcionaron todos sus buenos oficios.

Las consecuencias de esa transformación fueron terribles. Como dijo Josep Fontana, “lo que iba a producirse en Rusia a partir de entonces no sería una transición hacia el nuevo un mundo feliz del capitalismo neoliberal, sino una catástrofe”.  En menos de diez años el producto nacional se redujo a la mitad, el consumo de carne cayó en un 23 por ciento y el de leche en un 28 por ciento; la situación sanitaria se deterioró hasta niveles de miseria  y la esperanza de vida cayó 64 a 58 años en los hombres.[i] Sólo Vladimir Putin, el emergente de la vieja policía política, la KGB, fue capaz revertir este curso y de repotenciar a Rusia haciendo hincapié una vez más, como parece ser la fatalidad de la historia de ese estado, en la fuerza militar, la policía secreta y una suerte de autoritarismo consensuado y en gran medida popular. Al hacerlo denunció, de manera aparentemente sincera, los propósitos internacionalistas y materialistas del viejo poder soviético, y proclamó su intención de sumarse a la economía de mercado. Pero, por una ironía de la historia, la hostilidad de occidente y el apetito del capitalismo globalizador lo han empujado a reconstruir el que había sido el más grande y esperanzador éxito del régimen soviético, por desgracia de corta duración:  la alianza chino-rusa, es decir, la aproximación al otro socio comunista de los tiempos de Stalin y de Mao. 

China también experimentó un gran cambio desde la muerte de Mao, hasta el punto que los analistas no terminan de ponerse de acuerdo acerca de la naturaleza de su estado. La impresión de que se ha convertido en una nación capitalista-imperialista como otras, aunque adornada con rasgos originales, cunde entre mucha gente; pero no termina de parecernos certera. Tal vez una definición más apropiada sería considerar a la fase actual del desarrollo chino como la puesta en ejercicio, a una escala mucho más grande y menos recorrida por la tensión, de una NEP o Nueva Política Económica al estilo de aquella con la que Lenin sacó a Rusia del comunismo de guerra luego del fin del conflicto civil. En qué se hubiera transformado Rusia de haber seguido ese camino en vez de virar bruscamente hacia la colectivización y militarización de la economía –obligada en gran medida por las amenazas que se cernían por entonces sobre ella- no es cosa que pueda saberse, como no lo es el remate que pueda tener la actual evolución de China. Pero un sistema que tiene al 35 % de sus empresas nacionalizadas, que vigila muy atentamente a las restantes y que retiene la propiedad de la tierra, arrendándola pero no cediéndola a la población campesina, no puede ser calificado como capitalista a secas. Mucho de la evolución que pueda producirse en tiempos venideros dependerá de los desequilibrios que existan el seno de esa sociedad y del mismo factor que incidió en la evolución de la sociedad soviética durante las décadas veinte y treinta: la presencia de amenazas internacionales que induzcan a endurecer los controles y a proseguir el desarrollo rompiendo por la fuerza los obstáculos que quieran creársele.

Las políticas de occidente o, mejor dicho, de Estados Unidos, que es el verdadero mandante de la escena, aportan preocupación en este sentido. Su nuevo presupuesto militar de 716 mil millones de dólares es 15 veces superior al ruso y 4 veces al chino. No es raro que estos países se inquieten y preparen contramedidas que procuran concentrarse en sistemas de armas enfocados a la destrucción del poderío naval norteamericano y a la construcción de misiles estratosféricos de cabezas múltiples supersónicas, que anularían cualquier defensa y pondrían nuevamente al escenario global a la sombra de la “destrucción mutua asegurada”, conocida en la época de la guerra fría como Mutual Assured Destruction, que al leerla en su sigla inglesa M.A.D. significa  simplemente “loco”. O “loca”, como gustéis.

Esa locura nunca se produjo, aunque hubo un par de ocasiones, en 1962 con la crisis de los misiles en Cuba, y en 1983, con la crisis de los misiles Pershing norteamericanos y los SS 20 rusos, en que se rozó peligrosamente el abismo. ¿Es sensato suponer que si entonces no pasó nada tampoco pasará nada en el futuro? Un documento elaborado por la National Defense Strategy Commision, una comisión bipartidista del Congreso estadounidense, resumió en un documento publicado el 13 de noviembre las directrices estratégicas dirigidas “a garantizar la primacía de EE.UU. en el mundo”. Ahí se habla del uso de “armas nucleares no estratégicas”. Es decir, tácticas. Esto implica que los legisladores norteamericanos están contemplando la posibilidad de una guerra nuclear limitada en Europa, con probabilidad en Ucrania y el Mar Negro; así como en el medio oriente  y en China o en sus proximidades.

Propugnar una política de este tipo es moverse en un terreno minado: en algún momento alguien pisará mal y la guerra –fría o tibia- se transformará en caliente. Si ella involucra a las grandes potencias el nivel de daños, aunque no se llegue a la guerra total, será espantoso, no pudiendo excluirse que las hostilidades escalen hasta el último peldaño. Estas consideraciones pueden parecer exageradas pero nadie puede excluirlas, sobre todo si se toma en cuenta cómo se gestó y en qué desembocó la “paz armada” que precedió al período de las guerras mundiales.

Al filo del precipicio

Como siempre, la previsión y el recuerdo del pasado no resuelven nada respecto de los dilemas contemporáneos, pero al menos nos dan indicaciones útiles respecto a la forma en que el peligro –o la apariencia de este- induce a reacciones automáticas en los grandes cuerpos administrativos. Ninguno de los gobiernos que entraron en guerra en agosto de 1914 se proponía saltar al abismo en ese preciso momento, pero las décadas de preparación y la sospecha de que los estados rivales iban a aprovechar la ocasión para adelantarse e infligir daños irreparables a los mecanismos de movilización, empujó a todos a apresurarse a no dejar que el enemigo diera el primer golpe. Y en esa época no existían, a la escala en que existe en el presente, los medios de comunicación capaces de motivar, confundir o insensibilizar a la opinión respecto a lo que está ocurriendo. Como dijo Noam Chomsky, “La población no sabe lo que está pasando y ni siquiera sabe que lo sabe”.

Sin embargo, esas poblaciones confundidas  están comenzando a despertar en Europa, que hasta ahora, puesta bajo la égida de la OTAN, es decir de las directrices estratégicas de los Estados Unidos, seguía meciéndose en un bienestar relativo, acunada por los restos del “welfare state”  administrado por las supervivencias del socialismo reformista. Hace tiempo que esas fuerzas de presunta izquierda tiraron la toalla y se convirtieron en la correa de transmisión del diktat del capitalismo financierizado.  El ajuste neoliberal y el rebote de las políticas guerreras e intervencionistas de occidente en el medio oriente y en África han provocado una situación nueva, cuyos rasgos son el desempleo, el empobrecimiento de las clases medias y la desestabilización de la vida urbana, debida en buena medida a la irrupción creciente de masas de inmigrantes que huyen de los estragos que los mismos europeos han causado o están causando en sus inmediaciones. Esta oleada inmigratoria no va a amainar con invocaciones mágicas. O es frenada por la fuerza bruta, o es revertida por una inversión copernicana de las políticas hacia esas regiones, que abdique los presupuestos imperialistas y saqueadores de las conductas seguidas por occidente hasta aquí y se abra a una efectiva y leal contribución al desarrollo de esas zonas. Lo cual, si se lo solicitamos a las fuerzas que hoy comandan efectivamente al mundo, es como pedir peras al olmo.

Los movimientos populares europeos que están trastornando el mapa político de países como Italia y Francia, representan una ambigua esperanza. Tienen elementos de derecha e izquierda populistas en su seno; la cuestión es saber si bascularán hacia uno u otro extremo del espectro ideológico o si conseguirán una nueva síntesis. No es un interrogante menor. La presencia masiva en los “gilets jaunes” de seguidores de Marine Le Pen y de Jean Luc Melenchon –de Alianza Nacional y el Movimiento de los Insumisos, derecha e izquierda radicales- así como la coexistencia de fuerzas como el Movimento Cinque Stelle y la Lega en el gobierno de Italia, presentan un problema interpretativo que seguramente desconcertará a la progresía, pero que estaría indicando la existencia de un terreno fértil para la experimentación política, a poco que quienes abominan del actual estado de cosas sean capaces de escapar a la camisa de fuerza de la rigidez doctrinaria y comprender al pensamiento crítico como una herramienta dialéctica capaz de redefinir sus objetivos en orden a reformar el mundo de acuerdo a una realidad que empieza manifestar indicios de cambio.

Por supuesto que hay que contar con la intervención imperial en estos escarceos de ruptura con el estado de cosas. La presencia de Steve Bannon (ex asesor de Trump, consejero de Jair Bolsonaro y cofundador de Breitbart News, una plataforma de noticias en línea de extrema derecha) en el cónclave que reunió a los partidos de la derecha alternativa en Bruselas, está indicando que las cosas son complejas y que la mano de al menos un sector del establishment estadounidense está ansioso por comprometerse y meter mano en el asunto.

Hacerse cargo de la complejidad de la situación y tratar de recuperar el sentido de las cosas en un mundo en desorden es una de las formas –quizá la única al alcance de la mano- de incidir sobre la realidad que nos rodea. En este sentido la necesidad de informarse y de comprender las cosas un paso más allá de la escualidez del panorama que nos rodea es el primero de todos los deberes.  

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[i] Josep Fontana, “El siglo de la revolución”, Crítica, Barcelona 2017.

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