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30
SEP
2008

¿El fin de una época?

¿El sistema capitalista pasa por una de sus crisis habituales o es esta el presagio de su agonía?

Para los apologistas del libre mercado este significa “la libertad para elegir” y una “destrucción creativa”, que hará posible luego el “derrame”, desde las cimas de la acumulación de la riqueza financiera, de cataratas de dinero que descenderán sobre unas sociedades moldeadas por una competencia implacable, pero en suma oxigenante. Los teóricos de la doctrina friedmanita formados por la escuela de Chicago no eran ni son, por supuesto, científicos en sentido estricto; responden a los intereses del capitalismo más concentrado; pero se sienten en diapasón con un sistema que, innegablemente y a pesar de las múltiples atrocidades que cometiera, es el motor que dinamizó a la sociedad moderna. Los costes de esa expansión han sido monstruosos, pero los resultados para el puñado de sociedades que se beneficiaron de ellos resultaban aceptables para su población. Aunque entre esos costes hayan figurado la explotación despiadada del mundo colonial y semicolonial, los choques intraimperialistas que desembocaron en dos guerras mundiales y una concentración de la ganancia que pronuncia día a día la distancia que separa a los sectores sociales, incluso en los países metropolitanos. Pues las crecientes desigualdades entre un estrato y otro inhiben cualquier progresión democrática y de hecho tienden a resolverse en el juego de unas oligarquías políticas que se turnan en la conducción de los asuntos públicos y que se diferencian en cuestiones de matices, pero que en esencia no discuten lo fundamental del sistema.

Ahora bien, si en los tiempos de bonanza es rentable predicar el laissez faire y exigir de los gobiernos que no inmiscuyan en el mercado, cuando las burbujas financieras generadas al amparo del dejar hacer se desinflan y la distancia entre la economía especulativa y la economía real se torna evidente y apunta a precipitar una reacción en cadena, los profetas del mercado libre de pronto descubren la bondad del Estado y exigen de este que venga a corregir el desastre que ellos han montado. Pero su exigencia por supuesto no atiende a los datos que atañen a la economía real y a las personas que se mueven en ella, sino a la supervivencia de la superestructura dineraria que se derrumba y que necesita de inyecciones de fondos que puedan sostener un tiempo más el tinglado en pie y generar una “crediblidad” que, sin embargo, tiende a ser cada vez menos creíble…

No se puede decir que a la escuela de Chicago y a sus muchachos les hayan faltado tiempo ni instrumentos para poner en práctica sus doctrinas. Desde Ronald Reagan en adelante, fueron el referente de hierro de las políticas puestas en práctica desde el primer mundo. La coerción militar y la coerción económica marcharon en todo momento de la mano para romper el espinazo a las resistencias que podían insinuarse y, a partir del derrumbe de la Unión Soviética, los dueños del dinero se sintieron libres de todo freno. Como señala un artículo firmado Stephen Lendman en Global Research, Reagan y Thatcher promovieron la “revolución neoconservadora”, luego redefinida como “capitalismo neoliberal”; George Bush “senior” profundizó la corriente con el “Consenso de Washington”, Bill Clinton la convirtió en una religión y George W. Bush “junior” la proyectó al nivel de un fundamentalismo de mercado. Hoy se tocan los resultados de este desatino. Los Bancos y otras instituciones globales fallan catastróficamente, otros pocos se tambalean al borde del abismo, otros se absorben unos a otros, el crédito se restringe, el desempleo ronda, las commodities se desploman y quienes tuvieron el tupé de dar lecciones al mundo se limitan a reproducir enfáticamente las mismas recetas de antes.

Y sobre llovido, mojado. El hecho de que el pasado fin de semana las cabezas de los bloques legislativos en Washington, los dos candidatos que se aprestan a enfrentarse en las elecciones presidenciales de noviembre y el primer mandatario saliente, resolvieran aprobar el paquete de ayuda de 700.000 millones de dólares para acudir al rescate de los mercados, tropezó el lunes con la rebelión del Congreso norteamericano y su negativa a aprobarlo, al menos en los términos en que estaba redactado, pues en él no se hacía mención alguna a las víctimas directas de la crisis, los sujetos a los fondos de pensión privados y sobre todo los tenedores de hipotecas inmobiliarias que pierden sus hogares como consecuencia de su imposibilidad de pagar créditos otorgados por entidades bancarias que de repente se tornan insolventes como consecuencia del manejo irresponsable de sus fondos y del fraude generalizado.

La rebelión del Congreso, frente a la aquiescencia de sus máximos exponentes partidarios para con el gobierno de Bush, es un síntoma peligroso para el sistema. Aunque, como es de prever, en definitiva se acceda a un acuerdo consensuado. Y ello no tanto porque la renuencia legislativa refleje la capacidad de obstrucción de los legisladores a los planes para “salvar la economía”, como porque parece estar expresando su reacción ante la catarata de mails que están recibiendo de parte de sus electores, quienes de forma abrumadora se oponen a cualquier salvataje que no tome en cuenta a las víctimas de la crisis. Entre la mayoría de los legisladores que se oponen al proyecto hay republicanos tanto como demócratas. Sea porque se rebelen espontáneamente, sea porque quieren conservar un sitial que saben que en definitiva depende de quienes los han votado, el caso es que una agitación legislativa está en curso, y que esta puede no ser más que la punta del iceberg: la primera manifestación de una inquietud social que empieza a recorrer Estados Unidos y que bien puede no terminar aquí o erigirse en el preanuncio de futuras convulsiones.

¿Hacia la ley marcial?

Hay un dato significativo. El Army Times acaba de reportar que la primera brigada de combate de la 3ra. División, de servicio en Irak, acaba de ser llamada al territorio norteamericano. Será afectada a tareas que pueden vincularse a los escenarios que podrían deducirse de unos ataques terroristas de carácter químico, biológico, nuclear o con altos explosivos…, así como a atender las situaciones que podrían derivarse de la inquietud civil y a controlar multitudes, que presuntamente se agitarían como consecuencia de esas potenciales catástrofes.

¿Será pecar de desconfiados presumir que, más que a responder unos improbables ataques terroristas, la primera brigada tenga como cometido esencial estar lista para lidiar con unos posibles tumultos civiles determinados por el colapso financiero y su impacto en la caída de los fondos de pensión, los seguros de vida y el derrumbe de los créditos hipotecarios que amenaza dejar sin techo a cientos de miles de personas? La fecha para tornar operativa esa unidad de combate es el 1 de octubre. Octubre, el mes anterior a las elecciones…

Una brigada de combate en este caso no estaría concebida solamente para proveer defensa del territorio patrio y  defender a las autoridades civiles, sino también para involucrarse en choques internos. Para Estados Unidos se trata de un procedimiento inédito. Implica que el ejército asuma funciones policiales, moverse hacia el posible establecimiento de una ley marcial en determinadas circunstancias y hacer abandono de unos puestos de batalla en el exterior (Irak o Afganistán), lo que produciría huecos que sólo podrían ser rellenados por tropas mercenarias.

Es un momento muy singular el que se vive en el mundo globalizado. Estamos evolucionando hacia un desorden muy acentuado. Cuál será la deriva que tomarán en los acontecimientos es un misterio. ¿Se dirigirá el mundo desarrollado hacia formas más equitativas de reparto de la riqueza y morigerará sus pretensiones respecto de los países emergentes? Es dudoso. El capitalismo es, en sí mismo, una fuerza que expresa un darwinismo social para nada contemplativo con los débiles. Y en la actualidad su carácter irresponsable se ve reforzado por el automatismo de los mercados, por la imposibilidad de controlar las transacciones electrónicas instantáneas y, en consecuencia, por el predominio de las máquinas: estas pueden despedazar en una milésima de segundo una estabilidad lograda con dificultad.

Es posible que los gobiernos y los organismos de crédito norteamericano, europeos, japoneses o chinos de momento consigan pilotear la crisis, insuflen aun más fondos y consigan así deprimir la extrema tensión que se percibe en los mercados del dinero, devolviendo cierta confiabilidad ficticia al sistema y evitando la corrida contra los bancos, cosa que tendría un efecto catastrófico en el mundo entero.

Los datos generales de la situación mundial, sin embargo, no son alentadores. Esta crisis debería servir de toque de atención al sistema para que las autoridades que creen gobernarlo buscasen una reversión de las líneas de acción que en la actualidad desarrollan. Lo cual implicaría controlar el mecanicismo financiero y detener el expansionismo y el furibundo armamentismo que busca ejercitar sus músculos en las áreas críticas del planeta, dejando o más bien ayudando a que estas encuentren su propia estabilidad y, en consecuencia, escapen del torno económico-militar que las oprime, dándose las formas de gobierno que más les convengan y en las ecuaciones regionales que mejor les sirvan. Pero esto, que sería racional, suena bastante a utopía. Sólo la presión popular, con las masas en la calle y afrontando los riesgos que ello comportaría, podría desbalancear la situación y evitar que, como en el Gatopardo de Lampedusa, algo cambie para que todo siga igual.

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