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07
FEB
2017

Preguntas en la niebla

Donald Trum y Vladimir Putin.
Donald Trum y Vladimir Putin.
Muchas cosas están cambiando en el mundo, que plantean interrogantes con respuesta azarosa. ¿Qué se propone Trump? ¿Qué suerte correrá la derecha radical en Europa? ¿Adónde va la Unión Europea? ¿Las izquierdas, existen todavía?

Es inevitable en estos días volver una y otra vez sobre el tema Donald Trump. Ello es así porque por primera vez en muchos años se están produciendo movimientos en la cúspide del poder mundial que reflejan la irrupción de tensiones y modificaciones que vienen generándose en el corazón del sistema dominante y en el escenario global desde hace décadas y que ahora amenazan con salir a la luz. Que estos movimientos vayan a desembocar en modificaciones positivas respecto al régimen o si, por el contrario, terminen resolviéndose en una reconfirmación de las tendencias hasta ahora vigentes, es un asunto imposible de pronosticar. De momento estamos asistiendo a la puesta en evidencia de la crisis que recorre al sistema sin ninguna indicación clara de hacia dónde esta ha de orientarse. Las dos primeras semanas del gobierno Trump acrecientan la incógnita.                                                 

Es evidente que el nuevo presidente norteamericano quiere impresionar por su capacidad de liderazgo al tomar decisiones que pretenden destacar su perfil de hombre fuerte: a su mussoliniana manera de adelantar la mandíbula se suman decretos y declaraciones en catarata que interponen obstáculos a la inmigración, apuntalan el proyecto de un Muro en la frontera con México, reconfirman la decisión de apartar a Estados Unidos del Tratado Transpacífico y dicen querer forzar a las empresas a fomentar el empleo en el interior de Estados Unidos. Al  mismo tiempo, no le importa seguir enajenándose a franjas importantes de la opinión pública al atropellar al feminismo, desdeñar los tratados con los pueblos indígenas refrendando la construcción de gasoductos que cruzan sus tierras (lo que pone de relieve la despreocupación de Trump respecto de uno de los temas caros al progresismo ecologista), para terminar pateando al cajón de los desperdicios al Obama Care, el programa del anterior presidente que intentaba poner un parche al desamparo sanitario de la población de menores recursos.

A Trump no parece preocuparlo lo incoherente que resulta, respecto a su anunciada política de apertura a Rusia, el nombramiento del general James “Mad Dog” Mattis en la secretaría de Defensa. Ni tampoco la designación del general Michael Flynn como como consejero de seguridad nacional, siendo este un fundamentalista anti-islámico y anti-iraní, mientras que el presidente construyó parte de su plataforma en torno al proyecto de alejar a Estados Unidos de los líos del Medio Oriente y de las guerras que consumen el prestigio y el erario de la nación en aras de un proyecto globalizador que entiende él, con buen tino, no refleja el interés de sus habitantes sino más bien el del establishment que controla Estados Unidos. Es decir, el complejo militar-industrial y financiero, y del think tank neoconservador agrupado en torno al lobby sionista conformado, entre muchos otros, por figuras como Robert Kagan, Victoria Nuland, Madeleine Albright, Paul Wolfowitz o el difunto columnista del New York Times William Safire.

En el plano psicológico (más aún que en el ideológico) el proyecto globalizador sostenido por Washington se ha fundado en la convicción de que Estados Unidos tiene un “destino manifiesto”. Esta creencia mesiánica en el liderazgo y el “excepcionalismo” de la nación se marida  naturalmente con el apetito universal del “turbocapitalismo” y aparece también como un componente contradictorio más en la composición del gobierno del nuevo presidente y en su discurso. ¿Obedece esto a una convicción en el sentido de que de momento debe nadar en aguas turbulentas, buscando compensar a las fuerzas que lo acechan en el seno de su mismo partido; o a la mera confusión, que le hace dar manotazos de ciego mientras busca un punto de equilibrio?

Si buscamos alguna coherencia en los procederes de Trump tal vez podamos encontrarla, sin embargo, en el mismo carácter contradictorio que reviste su política. Al menos en un caso: China. Exteriormente, todo parecería apuntar a que quiere confrontar con el gigante asiático; muchos ven incluso su presunta predisposición a amigarse con Rusia como una forma de intentar separar a las dos potencias excomunistas. Sin embargo, la denuncia del TPPA (Transpacific Partnership Agreement) daría a entender que las cosas no son tan así. En efecto, el TPPA había sido propulsado por el gobierno Obama y tenía como objetivo bloquear la penetración de China en Asia y Oceanía,  no sólo en el plano comercial sino también en el estratégico, para lo cual se pondría a las vías de tránsito marítimo chinas en un virtual estado de asedio. La renuncia de Trump a ese proyecto parece indicar que su beligerancia respecto a Pekín es relativa. Y debiera serlo así, pues una guerra comercial con el país detentor de la mayor cantidad de bonos de la deuda norteamericana podría resultar suicida.

¿Es esta atmósfera turbulenta de iniciativas detonantes pero imprecisas una cortina de humo para velar el comienzo de la retirada de Estados Unidos como líder del proyecto hegemónico, que debía consagrar las coordenadas de una globalización asimétrica y el “nuevo siglo americano”? ¿O es simplemente una muestra de la confusión que reinaría en la mente de Trump, lanzado a una aventura basada en adhesiones circunstanciales, sostenida precariamente por una opinión carente de sustento ideológico o impregnada de un rancio conservatismo, incapaz de ver más allá de su propio desasosiego? El tiempo lo dirá, y suponemos que no andando mucho.

Mientras tanto Rusia recupera día a día su estatura de potencia, guiada por una diplomacia muy fina y persistente en sus objetivos. Procediendo un poco a la manera de un luchador de jiu-jitsu, que sabe poner la fuerza del envite adversario a su propio servicio, en los últimos tiempos  ha reaccionado admirablemente frente a las agresiones de que ha sido víctima. El golpe en Ucrania llevó a la reincorporación de Crimea a la madre patria y a la separación de la Ucrania rusófona de la que no lo es[i]; el putsch descargado por la CIA contra Erdogan en Turquía para castigar su coqueteo con Moscú llevó al presidente turco a cambiar las tornas de su política exterior y a aproximarse a los rusos; y la guerra civil siria, propulsada por Estados Unidos, lejos de derribar al gobierno de Bachar al Assad y de fragmentar a ese país, abrió el camino para el regreso en fuerza de Rusia al Medio Oriente y le dio la oportunidad para erradicar o al menos dañar gravemente al ISIS, un enésimo invento de los neocons estadounidenses para practicar la estrategia del caos no sólo en la región, sino en el mundo entero.

Al mismo tiempo, por primera vez desde la caída de la URSS, Rusia empieza a asomarse a Europa. No lo hace como una amenaza militar o como una presunción de subversión ideológica, sino como un socio posible, con una política cuyo contenido no puede sino seducir a los adversarios del establishment. Que, por una paradoja de estos tiempos, tienden a  encontrarse a la derecha del espectro ideológico más que a la izquierda. Mientras las gobiernos de centro derecha y de centro izquierda coinciden con placer o con desvergüenza en las pautas económicas del neoliberalismo y  en el sostén a una Unión Europea controlada por Alemania y de una OTAN al servicio de Estados Unidos, partidos como el Frente Nacional en Francia, el “transversal” 5 Stelle o la Lega Nord en Italia[ii], apuntan a una “Europa de las Naciones”, cara a la imaginería gaullista. La originalidad de estas propuestas cobra todavía más fuerza si se la compara con la evolución de los dos principales movimientos que en el sur de Europa parecieron encarnar hasta hace poco la esperanza de una ruptura del estatus quo desde la izquierda: Syriza en Grecia y Podemos en España. El primero tuvo el fin que conocemos: su líder Alexis Tsipras no hesitó en traicionar el mandato popular que recibió en el referéndum que él mismo había convocado para rechazar el “diktat” que le imponían Bruselas y el Banco Europeo, y puso en práctica un desaforado programa de privatizaciones y ajustes que envidiarían nuestros Cavallos, Sturzeneggers y Dujovnes locales, reduciendo a la nada los propósitos combativos de los que había alardeado. En cuanto a Podemos, en los últimos meses se ha contemplado el paso de su jefe, Pablo Iglesias, del izquierdismo radical a un súbito moderantismo, que lo torna en un político bastante aceptable para el establishment.

Este es el panorama, hoy, cuando Donald Trump reina en la Casa Blanca. En nuestra América, por otra parte, el domingo se vota en Ecuador. Habrá que esperar para ver si los guarismos de esa elección reconfirman o revierten la oleada reaccionaria que ya desde hace un par de años embiste contra nuestras playas.

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[i] Aquí habría que hacer una salvedad en el sentido de que, en aras precisamente de la prudencia y el tino diplomático, Putin tal vez desaprovechó la oportunidad de hacer con el Donetsk lo mismo que había hecho con Crimea: aprovechar oleada popular que propugnaba el reingreso a Rusia para ocupar la zona y poner a la OTAN ante el  hecho consumado. Total, las sanciones del bloque atlantista contra Moscú difícilmente hubieran ido más lejos de las que efectivamente se tomaron con el pretexto de sancionar la reincorporación de la península. La política de Putin, sin embargo, parece aliar la prudencia con la firmeza y no dar nunca un paso más allá de lo que es preciso para frenar la ofensiva del adversario.

 

[ii] Esta última ha modificado, tras la elección de Matteo Salvini como secretario general, su postura secesionista centrada en la septentrional “Padania” para  transformarse en un movimiento nacional extendido al sur de Italia, próximo a las posiciones anti UE y nacionalista del Frente Nacional francés conducido por Marine Le Pen. 

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