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07
MAR
2015

Ambigüedades de la política exterior de EE.UU.

Netanyahu frente al congreso de EE.UU.
Netanyahu frente al congreso de EE.UU.
La política exterior norteamericana aparece dividida entre el de deseo de no innovar y la necesidad de procurar algún cambio que frene la marcha hacia nuevas y enormes complicaciones.

La semana política internacional aparece entrecruzada por una diversidad de asuntos que no dejan, sin embargo, de tener relación entre sí. Pese a que, en ocasiones, tales asuntos se desarrollen en las antípodas del mundo. La globalización tiene estas fatalidades. El discurso del primer ministro israelí ante el Congreso de Estados Unidos suministra, empero, un punto de convergencia en el cual se pueden atar algunos cabos de esa dispersa trama.

Benjamín Netanyahu aprovechó la ocasión para descargar su habitual catarata de prevenciones apocalípticas contra los peligros que supone el programa nuclear iraní, al que se empecina en describir como a punto de lograr la bomba atómica. Este tipo de afirmaciones chocan con los informes filtrados en estos días a través de Wikileaks publicados por Al Jazeera y The Guardian, los que establecen que el mismo Mossad se ocupó en apuntar, en 2012, que Netanyhahu deformaba la verdad en torno al asunto. Según esos informes Irán no estaba enriqueciendo uranio en cantidades suficientes como para proveer material para un ingenio de esas características. Mientras que el premier afirmaba en las Naciones Unidas que Irán estaba enriqueciendo uranio a niveles del 70 y el 90 por ciento, según la inteligencia israelí esa capacidad no excedía del 5 al 20 por ciento. Ahora Netanyahu ha vuelto a la carga con esos mismos argumentos y nada menos que frente al congreso de EE.UU.

El viejo memo del Mossad de alguna manera desautoriza las nuevas afirmaciones del premier israelí ante el congreso norteamericano. El ex jefe del servicio de inteligencia judío, Meir Dagan, había calificado por aquel entonces a Netanyahu como “mesiánico” (un eufemismo para no llamarlo loco) y el secretario de Estado, John Kerry, expresó en enero pasado, que el jefe actual de la organización de inteligencia judía, Tamir Pardo, le había manifestado que el reforzamiento de las sanciones contra Irán, que Netanyahu no se cansa de exigir, sería contraproducente y sabotearía las conversaciones que los gobiernos de Washington y Teherán realizan en Ginebra. Bueno, esta es la finalidad principal de esas declaraciones.

El discurso del premier israelí ante el Congreso de Estados Unidos representó asimismo una afrenta al presidente de ese país, Barack Obama, toda vez que la presentación de Netanyahu “puenteó” la invitación que debería haberle sido formulada por el jefe del estado. Fue el presidente del de la cámara de representantes, John Bohmer, republicano, quien formuló el convite. Se supone que es el presidente el que convoca a un mandatario extranjero a hablar en el Capitolio y es una norma elemental de cortesía y prudencia diplomática, de parte de este, no precipitarse a aceptar el requerimiento de una fracción del poder legislativo que se encuentra enfrentado con el presidente de la república.

Esto nos da la pauta del crítico estado en que se encuentran las relaciones entre el legislativo y el ejecutivo en Washington, pero asimismo del grado de irritación que puede estar generándose en el seno del establishment norteamericano respecto de la desenvoltura israelí por intentar imponer su propia agenda al gobierno norteamericano. Desde aquí no se pueden formular otra cosa que inferencias respecto a lo que está pasando en el seno de poder en Washington, pero es evidente que a la pugna en torno a asuntos interiores entre el demócrata Obama y el Congreso con mayoría republicana, se ha sumado algo muy parecido a una fractura en el campo de la política exterior. Al menos, en lo que se refiere a los asuntos del medio oriente, pues en lo referido a la actitud ante Rusia parecería existir unanimidad de pareceres. En cambio la cuestión del Levante, con el tema del ISIS y de las relaciones con Irán, más la irritación para lo que muchos parecen estar percibiendo como una ya intolerable intromisión del lobby proisraelí en la política norteamericana, plantearía diferencias de pareceres que refractarían una puja entre -o incluso dentro- la CIA, el Pentágono y el Departamento de Estado, ante los cuales el presidente Barack Obama aparece cada vez más opacado en su capacidad ejecutiva.

El EI

La irrupción del Estado Islámico en gran parte de Irak y de Siria ha sido el detonante de esta crisis, toda vez que es el fruto envenenado de la política que la OTAN ha venido desarrollando para derrocar a Bashar al Assad del poder en Damasco y abrir así el frente que hubiera servido para aislar a Irán y, si era posible, finalmente despanzurrarlo. Los fanáticos, extraviados o mercenarios que forman en las filas del ISIS nunca hubieran podido convertirse en una fuerza militar y económica efectiva si no hubiera existido una connivencia entre ellos, la CIA, el Mossad y los servicios turcos. De otra manera no se comprende cómo miles de vehículos erizados de combatientes hubieran podido atravesar cientos de kilómetros de territorio turco sin ser detenidos antes de cruzar la frontera. En la actualidad la secta controla la mayor parte de los pozos de petróleos de Siria y muchos otros en Irak y en apariencia no tiene dificultades para usar la red de contrabando de petróleo que abarca el norte de Irak, el noreste de Siria y el sur de Turquía, que ha funcionado durante décadas y que estaría suministrando al semiestado del DAESH ingresos millonarios en dólares.

Ahora bien, si el Estado Islámico es el genio maléfico al que se le ha permitido salir de la botella, resulta obvio que la única manera de controlarlo es invirtiendo las prioridades que Washington había tenido hasta ahora y que apuntaban a destruir a Siria e Irán, primordialmente. El esquema de la derecha israelí encarnada en Netanyahu está cuestionado por esta nueva realidad, y lo mismo está sucediendo con las pretensiones de los más extremistas de los “halcones” de Washington. No es rara entonces la histeria del primer ministro hebreo, que el 17 de este mes debe enfrentar unas elecciones legislativas que probablemente lo alejen del poder. Su salida allanaría el camino a una recomposición de las relaciones entre Tel Aviv y Washington y haría más fácil un acuerdo con Teherán que, casi con seguridad, no debería girar sólo sobre el presunto proyecto de la bomba iraní, sino sobre el rol mucho más concreto que cabrá a ese país en una eventual reorganización del medio oriente.

La cosa puede sonar disparatada. Sin embargo, hay no pocos signos que preanuncian algún arreglo por el estilo. La irrupción del ISIS no ha venido sino a poner de manifiesto los riesgos de que todo el concierto del medio oriente se vaya al diablo como consecuencia de las políticas llevadas adelante hasta ahora. No hay mayores dudas de que los sectores más empedernidamente hegemonistas de la CIA, del Pentágono y de la derecha republicana querrían persistir en el curso de acción llevado adelante hasta ahora, pero cada día son más los llamados para redefinir la política norteamericana hacia la región. Los proyectos que pululan en torno a este asunto son muchos, y van desde los que podrían denominarse como razonables a otros que intentarían políticas no muy distintas a las aplicadas hasta ahora.

Para nombrar un par de ejemplos de la primera tendencia tenemos el de la Rand Corporation, el principal “think-tank” del lobby militar-industrial, que modificó drásticamente su posición en el sentido de destruir a Siria, por otra que sostiene la necesidad de mantener a Bashar al Assad en el poder como expediente para sostener la política de Estados Unidos e Israel en esa región del mundo. En el mismo sentido, pero desde una perspectiva más amplia, se pronunció el Council of Foreign Relations, una agrupación que ejerce gran influencia en el ámbito de la política exterior de Estados Unidos, y que urgió a la administración a cuidarse de las divisiones que amenazan la imagen de autoridad que tiene en el mundo, llamando a convocar una comisión o a una especie de “consejo de cerebros” del que participasen personalidades como Henry Kissinger y Zbigniew Brzezinski, para revisar a fondo la política exterior.

En otro lugar, más bien enfrentado a este tipo de posiciones, se encuentra la firma Raytheon, primer constructor de misiles, que a través de su lobista Stephen Hadley manifiesta que hay que destruir primero al estado islámico y luego a Siria, hasta acabarla. Este punto de vista maximalista no es sostenido por ningún responsable político, pero sí impregna a los mass media con una propaganda de guerra que la concibe en la más vasta escala posible. Aquí se percibe empero una inversión de prioridades: lo que antes era básico, destruir a Siria con el apoyo de los fundamentalistas, se convierte ahora en liquidar a los islamitas antes de acabar con Bachar al Assad.

Sobre estos carriles es que circula la política exterior de Washington en lo referido al medio oriente. Su ambigüedad es evidente. Parecería que hay un sector que trataría de liberarse un poco del pesado fardo político que supone el respaldo irrestricto a Israel, y otro que persiste en el desarrollo de políticas extremistas que tienen a ese estado como el pivote sobre el que giran todas sus expectativas. Lo que lo convierte, automáticamente, en intocable.

Asesinato

Estas idas y venidas sobre el atormentado escenario de la zona que tiene la desdicha de ser el mayor repositorio de petróleo del mundo y de constituirse en el enlace estratégico entre oriente y occidente, no afectan sin embargo, por el momento, a la dirección que Washington ha impreso a su política respecto a Rusia. El conflicto en el Donbass ha remitido sólo de forma parcial tras el acuerdo de Minsk patrocinado por Francia, Alemania, Ucrania y Rusia. Es evidente que volverá a encenderse a una escala mayor y más peligrosa si el gobierno de Kiev, rearmado por los norteamericanos –que no asistieron a esa reunión- intenta reducir por la fuerza a los “separatistas” de Novorossia. El misterioso asesinato de Boris Némtsov, en Moscú, es otro elemento que esparce sospechas acerca de la injerencia de los servicios extranjeros en Rusia.

Némtsov era o había sido un destacado miembro de la oposición “neoliberal” a Putin, y uno de los políticos más en vista de la era Yeltsin. Jugó un rol muy importante en la brutal transición al capitalismo que arruinó a la sociedad postsoviética. Sus acciones estaban en baja y ahora no representaba gran cosa dentro del panorama ruso, pero su extraña muerte –lo acribillaron a tiros en un puente sobre el Moscova, a 200 metros del Kremlin, pareció urdida como para dar lugar a un escenario de revolución naranja. Mijaíl Gorbachov no vaciló en denominar al crimen como un intento de desestabilización de Rusia. Movido quizá por un deseo de recuperar algo del protagonismo que había perdido, Némtsov, quien ya se había pronunciado en contra de la recuperación Crimea, proclamó  pocos días antes de su asesinato su apoyo al gobierno Kiev y respaldó la lucha de este contra los insurrectos del Donetsk. Esto lo convirtió en el acto en un blanco apetecible para una operación de “falsa bandera” que buscara convertir a la Plaza Roja en otra plaza Maidan.

El cálculo, de haber existido, se reveló errado, pues pocos se movieron para agitar el caso, que por otra parte fue categóricamente condenado por el gobierno. Quiénes indujeron el crimen es un misterio, y probablemente permanecerá como tal. Sin embargo, aplicando el principio del “cui bono”, esto es, "a quien beneficia", es bastante obvio que no puede ser el FSB el que haya estado detrás del crimen. Más bien cabría pensar en los servicios secretos de Ucrania y sus eventuales inspiradores externos, en híper nacionalistas gran rusos o en algún ajuste de cuentas mafioso.

Tirarle un muerto a otro, fingiendo que ha sido este quien ha cometido el crimen, se ha convertido en una práctica muy difundida en estos días. Incluyendo en ella, por supuesto, a nuestro país.

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Fuentes: Thierry Meissan en Red Voltaire, y Serge Halimi en Rebelión.

 

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