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14
MAR
2014

“La grande bellezza”

Sabrina Ferilli y Toni Servillo.
Sabrina Ferilli y Toni Servillo.
El filme de Paolo Sorrentino es una elegía a Roma y un juicio aplastante sobre una casta de privilegiados que se aburren. Fellini dirige la batuta desde el más allá.

El filme de Paolo Sorrentino “La gran belleza” es una rara avis en el panorama del cine actual, dominado por la estridencia del “thriller”, los efectos especiales y las imágenes pixeladas, que por lo general cubren un inmenso vacío interior. “La gran belleza”, por el contrario, implica un planteo técnico convencional y un contenido muy reflexivo en torno de temas tan serios como la decadencia, el amor y el sentido o el sin sentido de la vida. Está construido con gran talento cinematográfico, sin recurrir para nada a la parafernalia tecnológica al uso. Su estilo maneja con libertad los tiempos del relato y se detiene con ternura y sensibilidad plástica en esa protagonista eterna de la historia que es Roma. La película ganó el Oscar al mejor filme en lengua extranjera, lo cual no tiene porqué ser un mérito, pero tampoco es un dato desdoroso.

Sin perder ilación, la obra se articula de forma episódica más que como un relato lineal. Aunque no pierde en ningún momento su perspectiva, gracias a la presencia de un personaje que reúne en sí a todos los hilos de la trama, se construye sin embargo como una línea de puntos más que como una narración continua. Las cosas van y vienen, los flashbacks iluminan la trayectoria del protagonista –el periodista Jep Gambardella- y los acontecimientos discurren en torno a asuntos como la vida, la muerte, el hastío y la existencia artificial de personajes que, más allá de la verborragia intelectual, se agitan movidos por apetitos hedonistas. Por encima de esta decadente agitación la ciudad preside ese movimiento con una suerte de tierna indiferencia: con sus fantásticas perspectivas, sus piedras inmutables, el ocre de sus edificios y el atardecer entre los pinos, Roma es una serena presencia, una eternidad ostensible.

Es obvio el parentesco entre “La grande bellezza” y “La dolce vita”. Sorrentino lo sabe muy bien, por supuesto, y se ocupa de subrayarlo con citas explícitas a la obra de Federico Fellini. Por ejemplo cuando Jep invita a Ramona a ver un monstruo marino, en alusión al final de esa película; en la reunión de los intelectuales y amigos de juventud que evoca, en una clave más feroz, al cónclave en el que se reúne una fauna parecida en el departamento de Steiner; en las escenas de las orgiásticas fiestas en que se adentra el protagonista; en el desfile de curas y monjas o en la secuencia de la jirafa en las ruinas de lo que posiblemente sean las termas de Caracalla, que tiene no poco que ver con el “asa nisi masa” de la escena del mago en el final de “8 ½”.

La presencia de Fellini sobrevuela toda la película: está en la elección de los personajes, en la desmesura de ciertos tipos femeninos, en la omnipresencia de la Iglesia y en el perfil de su principal protagonista, que sigue punto por punto al del Marcello de “La dolce vita”. Si bien ha escrito una novela de éxito al principio de su carrera, Jep es también, como el personaje de Mastroianni, un periodista de sociales, que ha renunciado al esfuerzo y ha preferido dedicarse a vivir materialmente muy bien en su departamento con terraza que da al Coliseo. Llegado a los 65 años Jep percibe la vanidad de su sueño de ser, como se lo había propuesto cuando llegó a la urbe, “el rey de la mundanidad”; la vida se le presenta como una sucesión de días vacíos de sentido. Al revés del Marcello de Fellini, sin embargo, Jepp no tiene ni siquiera los arranques de entusiasmo que por momentos redimían a aquel de su aburrimiento. Parece aceptar que las cosas son como son y que hay que dedicarse a vivirlas esforzándose, cuando mucho, en no sufrir ni hacer sufrir a nadie. Cosa que es imposible, como bien lo sabe y experimenta en la relación con su hijo.

En realidad, Sorrentino no cita solo a Fellini; es a toda una época memorable del cine italiano a la que se remite. Es decir a las películas de los años 60, 70 e incluso un poco más acá; al cine de Ettore Scola y Michelangelo Antonioni. Se trata de un cine traspasado por el desencanto. Desencanto de la política, de las relaciones humanas y de la existencia, contra el cual sólo se levanta la presencia de unos seres ingenuos, los turistas (a los que Sorrentino dedica su película), que deambulan por toda Roma deslumbrados por un esplendor del que no terminan de percibir los repliegues. La escena inicial que muestra la muerte súbita de un turista japonés rendido, desde la cumbre del Gianicolo, a la belleza de la ciudad que se tiende a sus pies, puede ser una manera de significar el recóndito maleficio que esta ejerce sobre quienes la abordan ingenuamente, sin estar preparados para aprehenderla en su totalidad. “Roma o Morte”, el lema grabado al pie del monumento a Garibaldi y que sirve de acápite al filme, adquiere así un ambiguo significado.

Ahora bien, más allá del acabado cumplimiento estético del filme de Sorrentino, ¿aporta este algún elemento renovador al cine o se limita (lo que no es poco) a rescatar la fibra artística que debe habitarlo en tanto expresión humana y no como simple expediente comercial desaprensivamente usado para descerebrar a la gente?

Me parece que no y que, con todo el placer y regusto estético que produce su factura, su andadura y la dulzura desesperada que lo habita, no deja de generar la sensación de lo “dejá vu”, de lo ya visto; de un retorno a percepciones y sentimientos que correspondían a otra época y que eran excitados por contextos sociales y morales deleznables, pero no tan catastróficos como el actual. Sin duda cabrá aducir que los datos negativos que informaban a la época en que Fellini o Antonioni rodaban sus películas, se han pronunciado aún más, cosa que hace que la persistencia de esos tipos sea explicable. Pero el contexto ha variado: si en los 60 los filmes de Fellini o Antonioni testimoniaban sobre la parálisis de la intelligentsia en los años de esplendor de la sociedad de consumo, hoy nos encontramos un mundo europeo quebrado en su sueño de plenitud, recorrido por un creciente descontento social y sometido al peso desestabilizador de la inmigración, legal o ilegal; amenazado en sus raíces y expuesto a los vaivenes de un mundo que no es ya el de la disuasión atómica, donde el miedo paralizaba pero también brindaba un marco de contención que evitaba el Apocalipsis, sino que se ha convertido en una selva donde pasa de todo y donde cosas mucho peores pueden acaecer en cualquier momento.

Desde luego se dirá que el arte no está obligado a dar respuestas y que basta con formular –explícita o indirectamente- las preguntas. Sin duda. Pero, ¿es esto suficiente? Quizá lo sea. Pero no por eso dejará de sentirse la necesidad de un planteo más flamígero, menos rendido a la fatalidad de las cosas.

Pero la película es la que es y sin duda se trata de una pieza que, si tuviésemos la perspectiva que da el tiempo, nos animaríamos a calificar de obra maestra. Sin pretender adelantar ese juicio, que pertenece al futuro, sí nos animamos a denominarla como una obra de arte. Hay escenas y personajes inolvidables, como la reunión de los hombres y mujeres, amigos desde su juventud, en la que se explayan puntos de vista categóricos de parte de una escritora ex comunista y se asiste a la ejecución (intelectual) de esta de parte de Jep Gambardella, cumplida como consecuencia de provocación que ha recibido Jep y que este practica desde una desolada distancia; y también el recorrido nocturno por el Museo dei Conservatori. Pero estos son sólo dos momentos de una continuidad de hallazgos que recorren toda la película.”La grande bellezza” tiene mucho de un paseo proustiano en un mundo habitado por el recuerdo. El factor desencadenante de este viaje es la noticia de que la primera novia de Jep ha muerto, dada por el marido de ese primer amor. Un primer amor que nunca ha dejado de recordarlo, según testimonia el diario de ella y en el cual él nunca ha dejado de pensar. La información gatilla una enorme melancolía y un deambular por Roma que la convierte un poco en una suerte “road movie”, de película del camino que nos conduce a la deriva en barca hacia el atardecer que cierra la película.

Alguno de los atributos técnicos del filme, como la fotografía, dada la condición un poco deficiente de las proyecciones en las salas de nuestra ciudad, se percibe mejor en los trailers que pueden observarse en la computadora. Es inmejorable. La banda sonora es impecable y las interpretaciones no admiten reproche. El personaje central, actuado por Toni Servillo, va a quedar grabado en la memoria por mucho tiempo como arquetipo de un desencanto mayor aun que el de Marcello de “La dolce vita”. Allí había todavía protesta y desgarramiento. Aquí la frase consoladora que ofrece a la amiga que acaba de pulverizar por su arrogancia y por su supuesta elevada moral, es un compendio de resignación: “Estamos todos al borde de la desesperación. Lo único que podemos hacer es mirarnos a la cara, cuidar nuestra amistad y bromear un poco. ¿No te parece?”



“Una grande bellezza”. Dirección: Paolo Sorrentino. Guión: Paolo Sorrentino y Umberto Contarello, sobre una idea de Paolo Sorrentino. Música: Lele Marchitelli. Fotografía: Luca Bigazzi. Intérpretes: Toni Servillo, Carlo Verdone, Sabrina Ferilli y muchos más.

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