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01
JUL
2008

La fabricación del terror

El terrorismo, en un mundo connotado por el caos y las operaciones clandestinas, tiene como rasgo más problemático la imposibilidad de fijar el origen real de las fuerzas que lo generan.

Hemos dicho en reiteradas oportunidades que muchas de las operaciones terroristas producidas en los últimos años, en especial aquellas verificadas en el Medio Oriente, eran, con toda probabilidad, episodios de provocación generados por los servicios de inteligencia occidentales –léase la CIA, el M16 y el Mossad- dirigidos a atizar el odio entre etnias o grupos religiosos rivales con miras a generar el caos. Divide et impera, el viejo proverbio del Imperio Romano, tiene tanta vigencia hoy como en los tiempos de Nerón.

Se trata de una deducción simple, para llegar a la cual es suficiente recurrir a otro dicho latino: Cui bono (¿A quién sirve?). Un enemigo o alguien designado como tal por la voluntad de un agresor, puede ser combatido con mucha mayor eficacia si se explotan las grietas expresivas de diferencias de carácter en su seno. Los estados plurinacionales o multiconfesionales son ideales para ello. Para avivar esas diferencias los episodios de provocación disfrazados, llevados adelante por individuos que responden a la voluntad del Imperio o que son manipulados por este, resultan ideales. Desde nuestra situación de espectadores a distancia, sin embargo, no contamos con los elementos para establecer cómo se llevan a cabo esas operaciones. Disponemos tan solo de la decodificación de la prensa cotidiana y de la intuición con que puede armarnos el conocimiento de la historia, para imaginar vagamente como se estructuran esos montajes.

Un reciente artículo de Andrew G. Marshall, aparecido en Global Research del 25 de junio, nos permite sin embargo redondear esta imagen y aclarar algunos datos respecto de esa incógnita aparentemente insoluble. La nota resume a través una serie de fuentes periodísticas confiables e incluso a partir de informes desclasificados por el Pentágono, la naturaleza de la doctrina fabricada para provocar el caos y brinda datos puntuales acerca de los procedimientos a los que muchas de esas operaciones recurren. ¿Hasta qué punto, en efecto, la desesperación y el fanatismo de los resistentes de Al Quaeda los induce a inmolarse? ¿Hasta dónde es creíble que sus operaciones suicidas caigan tan puntualmente como para producir reacciones de pánico y contraterror que enfrentan, por ejemplo, a los sunnitas contra los shiítas en Bagdad y otros puntos de Irak, terminando en procesos de represalias y contrarrepresalias que instalan al país en un círculo vicioso?

Una locura oportuna

Los ataques kamikaze dirigidos contra las tropas norteamericanas y británicas es verosímil que se produzcan como reacción contra la presencia de los ocupantes y como venganza a la destrucción y muerte que han sembrado por tierra y aire. Pero esas matanzas provocadas por coches bomba en estaciones de policía en momentos en que estas se encuentran densamente concurridas por civiles iraquíes o por aspirantes a ingresar al servicio (una de las pocas maneras de escapar a la desocupación que recorre al país como consecuencia del shock provocado por la ocupación estadounidense); en mercados o, aun peor, en mezquitas connotadas por su valor sagrado, fragmentan la resistencia y pueden culminar en la “limpieza étnica” de enteras barriadas en Bagdad y otras ciudades iraquíes. Estos hechos surgen demasiado oportunamente, están demasiado milimétricamente previstos para azuzar o incluso generar los odios sectarios como para creer que sean solamente el producto de impulsos de furor confesional. Antes de la ocupación norteamericana estas cosas no sucedían en absoluto.

Episodios de esta laya, por otra parte, agigantan la imagen que el sistema dominante quiere dar del islamismo. Esto es, el de un credo portado por individuos barbudos, alienados de la modernidad e informados por un cerril e inveterado fanatismo, que los hace parecer como provenientes de otro planeta. La imagen es grata a quienes los han elegido como el estereotipo racial al cual se puede y se debe combatir, direccionando así, contra él, el resentimiento y el temor que, de no existir ese espantajo, la gente podría empezar a evaluar de otro modo; es decir como consecuencia del sistema vigente y de su necesidad de propagar el caos para seguir manteniendo su capacidad de control. No de otro modo procedieron los nazis, cuando direccionaron el resentimiento popular ante el estado de las cosas hacia los judíos, en el período intermedio entre las dos guerras mundiales.

Ese tipo de operaciones son designadas como Black Ops, por la doctrina militar estadounidense, pero su articulación intelectual se debe en parte a un organismo denominado algo así como el Consejo de Defensa Científica del Pentágono, que se ha beneficiado a su vez de la abundante experiencia en este tipo de trabajos previamente llevados a cabo por los servicios británicos durante los disturbios en Irlanda del Norte, donde la provocación llegó a un nivel tan exquisito que el jefe de la unidad de seguridad interna del IRA, dedicado a perseguir y ejecutar a los informantes y traidores dentro de la organización, era en realidad… uno de los soldados de élite más dotados del ejército británico. En algunas ocasiones para cubrir su verdadera identidad hubo de consentir operaciones dirigidas a matar soldados ingleses o a asegurar la provisión de armas a los insurrectos del Ejército Republicano.

Las acciones de provocación tienen varias configuraciones. Van desde el dejar hacer a los grupos más fanáticos, hasta el montaje de auténticos atentados, a los que se puede realizar a través de agentes encubiertos o utilizando a civiles inocentes y desprovistos de cualquier intención de hacer daño. En algunas ocasiones, por ejemplo, se filtraron a la prensa noticias como la del arresto por la policía iraquí de dos oficiales británicos, mimetizados como árabes, en las inmediaciones de un mercado en Basora en el cual proyectaban insertar un artefacto explosivo. Un batallón inglés no tardó nada en rodear el puesto policial donde los agentes estaban recluidos y liberarlos, a pesar de que habían sido capturados con las manos en la masa.

Terroristas sin saberlo

Otro caso característico que el artículo de Marshall pone en buena luz, es el de un civil iraquí a quien le secuestraron la licencia en un puesto de control de las tropas estadounidenses en Bagdad. Tras interrogarlo durante un tiempo, los soldados lo dejaron ir, instruyéndolo en el sentido de dirigirse con su auto a un campamento militar estadounidense fuera de la ciudad, donde se le devolvería la licencia. A poco de andar, sin embargo, el conductor se alarmó al sentir que su automóvil rodaba más pesadamente, y también ante la presencia de un helicóptero que revoloteaba encima de él y parecía seguirle el rastro. Se bajó del coche y lo inspeccionó con cuidado. Pudo comprobar así que le habían plantado casi 100 kilos de explosivos debajo del asiento trasero y dentro de las dos puertas de atrás. La única explicación de este incidente es que el coche había sido convertido en una trampa cazabobos y que los norteamericanos se proponían hacerlo explotar en el distrito shiíta que debía cruzar, atribuyendo luego el atentado a los sunníes o a “odiosos elementos extranjeros”. Como Al Qaeda, por ejemplo.

El artículo abunda en detalles de este tipo. Así como en referencias a la llamada “Opción salvadoreña”, que reproduce en Irak las tácticas para combatir a la guerrilla en El Salvador, instrumentadas durante la administración Reagan durante la década de los ’80. La creación de los “escuadrones de la muerte” dedicados a cazar dirigentes y colaboradores de la insurgencia y darles muerte en El Salvador y Honduras, así como preparados para actuar en coordinación de los Contras en la guerra contra el gobierno sandinista en Nicaragua, fue coordinada por John Negroponte, embajador en Honduras entre 1981 y 1985. La presencia en Irak de Negroponte en esa misma calidad y su posterior designación como director de Dirección Nacional de Inteligencia, un organismo creado por el gobierno de George W. Bush para coordinar la labor de la comunidad de inteligencia de Estados Unidos, cargo que continúa ejerciendo, dice mucho acerca de la naturaleza implacable y desprejuiciada de los expedientes que el Imperio está en disposición de tomar en las zonas donde estima conveniente ejercer la provocación, los asesinatos y las operaciones encubiertas para obtener sus objetivos.

Nada hay de nuevo en estos procedimientos, por supuesto. Han sido puestos en práctica por todos los sistemas dominantes a lo largo del tiempo. Basta recordar el caso de la Ojrana, el servicio secreto que en la Rusia zarista consiguió infiltrar a sus agentes en las organizaciones revolucionarias. Hasta el punto de que el jefe de la organización de combate del Partido Socialista Revolucionario, la más volcada a la práctica de los atentados, estaba encabezada por Evno Azev, que respondía al servicio secreto del gobierno; y que la jefatura de la bancada bolchevique en la Duma, durante los años anteriores a la guerra del ’14, fue también manejada por un agente provocador, Roman Malinovsky. Estas parecen ser fatalidades de la historia. Pero resultan particularmente repugnantes hoy, cuando hay de por medio tanta verbalización en torno de la democracia y los derechos humanos. 

Existe un consuelo, sin embargo: que, de cuando en cuando, cuando los vientos de la historia se transforman en tormentas, esas estructuras suelen ser barridas de la superficie del suelo. Aunque no tarden en volver a formarse desde sus raíces, una vez consolidado el nuevo poder y apagado el ímpetu revolucionario de las masas, reencarnándose en otras agencias a su vez consagradas a servir al nuevo régimen de acuerdo a ideologías diferentes, pero en base a métodos cada vez más oscuros. La Ojrana fue destruida por la revolución rusa de 1917. Pero su metodología se tornó aun más implacable y eventualmente corrupta, cuando fue asumida por la Checa, la Gepeú, la NKVD o la KGB.

Hoy es la hora de una fementida democracia, colchón político que amortigua los choques propios de la convulsión capitalista en la hora de su triunfo y de su posible ruina. Los mecanismos que utiliza para mantener el control y la sustentación del estatus quo son, alternadamente, sutiles o feroces. Si en algún momento ingresamos de lleno al torbellino habremos de guardarnos muy bien de sus zarpazos. Y para eso habrá que estar conscientes de los instrumentos con que opera.

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