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11
JUN
2013

¿Izquierda contra derecha o nación contra antinación?

"Nuestro norte es el sur".
Los argentinos no terminamos de fijar un orden de prioridades en los conceptos que deberían guiar el camino al futuro. Lo que es peor, no terminamos de acordar el significado de las palabras que le otorgarían sentido.

¿Cuál es la pregunta en torno a la cual deben organizarse las definiciones ideológicas que orienten la estrategia y la táctica políticas en un país dependiente como el nuestro? ¿Pasa por el enfrentamiento entre izquierdas y derechas o pasa más bien por la antinomia nación y antinación? No es cuestión de reducir todo a oposiciones esquemáticas, por supuesto; pero, admitiendo la existencia de una gran cantidad de matices y aceptando incluso que nuestros rivales pueden parecerse al lector del verso de Baudelaire (“hipócrita lector, mi semejante, mi hermano”), esas diferencias existen y es preciso individualizarlas para poder orientar la marcha hacia el futuro.

Convengamos que aquí la palabra “izquierda” se ha confundido demasiado en los últimos años con la noción de “progresismo”. No son, necesariamente, la misma cosa. El progresismo, que hace de la palabra “izquierda” un fetiche, huele a perfume francés, es elegante, políticamente correcto (aunque lo niegue) y desarrolla un interés desmedido por el garantismo, la diversidad de género y las minorías; cosa que está muy bien, pero siempre y cuando no se vele con esa actitud los problemas que importan a las mayorías, o se perjudiquen los pasos prácticos que es necesario tomar para que estas se proyecten como el basamento de un proyecto nacional en gran escala. La agitación desmedida en torno a cuestiones que pueden herir la sensibilidad del gran público, también puede alejar a este de otros temas más importantes.

Como siempre, todo es cuestión de medida: cabe defender los derechos humanos de las minorías sin hacer tanta alharaca ni enturbiar las que deberían ser las coordenadas de la gran política. Ocurre sin embargo que a veces parece que el ruido que se monta a propósito de esos problemas sirve para disimular la escasa voluntad que se tiene para encarar los datos que de veras importan: la modificación de las estructuras económicas, el modelo social y la potenciación industrial de la república, junto al diseño de un proyecto geopolítico que atienda a las realidades concretas del entorno iberoamericano.

La izquierda tradicional, en su variante menos sofisticada, ha estado siempre preocupada por cosas más duras que los derechos de las minorías. Se ha volcado sobre todo a considerar las necesidades de las mayorías y su reclamo de justicia social, y ha ubicado esta preocupación en una perspectiva internacional. La progresía aparenta también ocuparse de estos datos pero en el fondo no les concede una importancia primordial. Sus miembros provienen preferiblemente de la academia y de los círculos intelectuales y su elección política suele estar orientada por determinaciones personales o reacciones subjetivas antes que por una comprensión histórica de los fenómenos sociales. Su ética se origina en un liberalismo intransigente (valga la contradicción en los términos) que privilegia el papel del individuo, lo cual explica la existencia entre ellos de una gran cantidad de filósofos, sociólogos y psicólogos, pero una escasa presencia de historiadores o de políticos prácticos.

Pero incluso la izquierda en los países como el nuestro a menudo se ha visto también entrampada en las redes del pensamiento oficial, que siempre ha estado teñido de un pseudo liberalismo; eco de su condición dependiente del esquema “civilizatorio” –como contraposición al concepto de barbarie-, propio de la forma en que el imperialismo europeo y norteamericano articuló su penetración ideológica en estas tierras, en combinación con las élites locales que hicieron su negocio con él.

Izquierdas en Argentina

Tuvimos así un auge de la izquierda cipaya cuyos reflejos aun perduran. El partido comunista y el socialismo de los años 40 y 50 fueron encarnizados opositores al peronismo y detractores de la supuesta demagogia de su jefe y su esposa Eva, y no vacilaron en aliarse a lo más reaccionario y antinacional de un frente funcional al interés oligárquico-imperialista. Los errores de Perón y su egotismo no debieron oscurecerles el carácter genuinamente nacional y plebeyo de su movimiento, ni la comprensión geopolítica de que era capaz su jefe. Por fortuna la corriente de la izquierda nacional supo observar el momento desde una perspectiva marxista y a partir de esta dejó sentada una reinterpretación de nuestra historia que venía a completar y perfeccionar a las corrientes del revisionismo –tanto rosista como democrático- que desde hacía más de medio siglo habían puesto sobre el tapete la consideración crítica del pasado argentino. Situaba así al peronismo en el lugar clave que le correspondía: la de ser el primer intento moderno de quebrar el molde del país factoría.

A partir de esta reevaluación de la peripecia histórica de nuestro país en la que confluyeron Jorge Abelardo Ramos, Rodolfo Puiggrós, Jorge Enea Spilimbergo, Alfredo Terzaga, Juan José Hernández Arregui, Enrique Rivera, Aurelio Narvaja, Norberto Galasso y muchos más, se estableció la conexión entre los dos polos del eje estratégico por el que pasa la liberación nacional. Esto es, la necesidad de transformar las relaciones de poder que existen en el país, y hacerlo atendiendo al perfil cultural de sus clases y al deseo de incluir esa transformación dentro del encuadre que dicta nuestra ubicación geográfica en el mapa.

Como señalara Arturo Jauretche, se trata de invertir la proyección Mercator: hay que ver al mundo a partir de nosotros mismos y no vernos desde la perspectiva del mundo. Don Arturo comprimió este concepto en una frase contundente: “Lo nacional es lo universal, visto desde aquí”.

El núcleo de toda política liberadora, en efecto, debe partir de la comprensión de las coordenadas que nos son propias. Las nuestras pasan por la inserción en el espacio iberoamericano y por el entendimiento de los matices que existen en este. Nosotros compartimos los datos generales que caracterizan a la cultura del subcontinente, pero también nos singularizamos en algunos aspectos. Más que otros países hermanos, tenemos una composición aluvional, en gran parte de origen inmigrante, lo que suele complicar la percepción de las cosas en grandes sectores de la clase media. El interés por los pueblos originarios y el complejo de culpa un tanto artificiosamente fabricado a propósito de su destino, típico de la progresía, está velando una subyacente antipatía por el pueblo real que ha hecho este país. El gauchaje atropellado con saña por la dictadura del Puerto en el siglo XIX y que devino más tarde en la masa operante de los “cabecitas negras” que estuvieron en la base de la democratización de la sociedad argentina durante el peronismo, aún hoy sigue representando el basamento criollo y mestizado del pueblo profundo. Mucho más que las minorías indígenas puras, que por cierto requieren protección y cuidado para acercarlas al resto del país, pero con un sentido integrador y nacional, y no fundado en el divisionismo y el peculiarismo alentado desde afuera y abrazado con entusiasmo por los adalides del ecologismo étnico…

Del carácter un tanto alienado de nuestra pequeña burguesía devienen muchos de los problemas gratuitos que nos compramos y de los cuales la pelea por la ubicación del monumento a Colón o a Juana Azurduy, por ejemplo, es un testimonio. No es un problema de envergadura, aunque sí de peso y volumen, si se me permite la ironía; pero es un dato que ilustra sobre la necesidad de cobrar conciencia acerca de lo que es cardinal y de lo que es subordinado en el país en que vivimos.

La proposición de la oligarquía fundante

La contraposición nación-antinación es, según nuestro modo de ver, el dato principal que debe tenerse en cuenta antes de efectuar cualquier evaluación de la realidad. ¿Cuál es la nación, sin embargo? ¿Se puede respaldar una opción de desarrollo autocentrada (entendiendo que nuestro centro es Iberoamérica) o todavía se puede forzar la adecuación a los tiempos que corren de la categorización del concepto de nación que elaboró Bartolomé Mitre?

Este último punto de vista fue expresado con una coherencia digna de mejor empleo a Domingo Faustino Sarmiento en una carta que Mitre le escribió para reconvenirle su participación, a título personal, en el Congreso reunido en Lima, en 1862, con la presencia de Chile, Perú, Ecuador, Bolivia, Venezuela, Colombia y Guatemala. Los países organizadores de esa convención querían promover una alianza latinoamericana para oponerse a las injerencias de Europa. Tras calificar al Congreso de “pamplina”, Mitre señalaba en esa misiva privada que no se había invitado ni a Brasil ni a Estados Unidos, “sin los cuales nada podría hacerse”, para luego rechazar al americanismo como doctrina porque “las repúblicas americanas eran naciones independientes… que debían vivir y desenvolverse en las condiciones de sus respectivas nacionalidades, salvándose por sí mismas o pereciendo si no encontraban en sí mismas los medios de salvación. Que era tiempo que ya abandonásemos esa mentira pueril de que éramos hermanitos, y que como tales debíamos auxiliarnos… Que debíamos bastarnos a nosotros mismos, auxiliándonos según las circunstancias y los intereses de cada país, en vez de jugar a las muñecas de las hermanas, juego pueril que no responde a ninguna verdad y que… no responde a ningún propósito serio para el porvenir”. (1)

Todo un programa, cuyo rigor patentiza la razón por la cual Mitre ejerció y ejerce todavía tan fuerte influencia. Sus puntos de vista son suscritos aun hoy por muchos gobernantes o aspirantes a tales en toda Latinoamérica, persuadidos de que estos países no sirven y que la única manera de conservar los privilegios de las clases adineradas es afirmando la conexión externa y cerrando el paso a cualquier proyecto integrador cuya ambición amenace los privilegios que les asegura el mantenimiento del estatus quo.

Ahora bien, esto no garantiza la paz sino que, más bien al contrario, es promesa de disturbios permanentes. En el pasado esa concepción estrecha de las marcas geográficas que nos encerraban era ya una renuncia, pero todavía podía no percibirse como una anomalía en razón de las distancias y los obstáculos topográficos que nos separaban.

Entre nosotros el proyecto mitrista se consumó a sangre y fuego al reducir las resistencias interiores y al servir de punta de lanza para aniquilar a Paraguay para mayor beneficio de Brasil, Inglaterra y la oligarquía porteña. Y funcionó en Argentina durante medio siglo porque aquí se gozaba de ventajas como la renta agraria diferencial, mientras que en otros lados proyectos similares se mantuvieron de manera más despótica. Pero incluso aquí era un modelo de patas cortas. A la vuelta de 50 años, cuando nuestra peculiaridad agraria se reveló insuficiente para sostener el esquema, Argentina ingresó a una crisis de la cual todavía no ha salido. Y lo mismo puede decirse, con matices, del resto de Latinoamérica.

La alternativa

La opción por lo tanto es cambiar o cambiar. Pero, ¿cómo hacerlo si no se dispone de las herramientas que son necesarias para aprehender intelectualmente esa situación y nos vemos bombardeados todos los días por el discurso neoliberal? El actual gobierno, a pesar de que está lejos de haberse definido por un cambio de corte revolucionario, ha hecho lo suficiente como para atraerse el odio mortal del sistema. En él, el grupo Clarín es la punta del iceberg. Desde hace tiempo que los medios masivos de comunicación más que como voceros de este son parte del sistema mismo. Su potencia de fuego se ve acrecentada por este hecho. Con todo, el enemigo es el sistema como conjunto y no uno de sus grupos tomado aisladamente. El discurso “progre” tiende a concentrarse en este último objetivo –sobre el caparazón y los tentáculos del fenómeno- y prefiere despreocuparse del núcleo que le suministra su sentido y alimenta su capacidad de maniobra. ¿Es por miopía o por temor a sumirse en un debate que desnude la fundación espuria del sistema y obligue entonces a revisarlo y desmontarlo, lo que por fuerza obligaría a salir del fetichismo garantista y del ámbito de las instituciones establecidas?

No puede haber crecimiento genuino si no se destraba el cerrojo que supone la híper concentración del capital en manos privadas, a través de su control por medio de un sistema impositivo que grave la distribución regresiva de la renta y permita redirigirla hacia proyectos de interés general. Un Estado regido por gobiernos de genuina inspiración nacional y popular será el único garante de esa política, que por supuesto habrá de aplicarse en un campo de donde surgirán llamadas a la corrupción. Pero la activación de cualquier proyecto de cambio siempre genera escorias: la cuestión es que estas no sumerjan al proyecto mismo.

Todo proceso transformador debe apoyarse en el pueblo. En la voluntad de las masas de escapar a la situación sin salida a que las enfrenta el sistema. No tendrán posibilidad de lograrlo si no se vence la batalla por la autoconciencia, que pasa por una jerarquización de las tareas que deben acometerse. Pero para comprometer al pueblo en la empresa liberadora es preciso también reconocerle el papel que él legítimamente detenta. Esto es, que debe ser parte interesada en la lucha. Las proposiciones del nacionalismo y de la izquierda deben formar un solo bloque, y sólo se harán viables si surgen del cuerpo vivo de la nación, volcándose al tratamiento de los grandes temas estratégicos que hacen a su integración y a su supervivencia en el planeta globalizado. En este mismo momento Latinoamérica está cruzada por la contradicción naciente entre la CELAC, la UNASUR y el MERCOSUR, por un lado, y la Alianza del Pacífico por el otro. No es un tema menor. Es un asunto capital. Las luchas por el poder en los países del subcontinente iberoamericano no pueden librarse ya a tontas y a locas, jugadas sobre ambiciones e intereses de parte, sino deberán hacerlo desarrollando una visión comparada, que nos comprenda dentro de ese incipiente pero decisivo movimiento. Lo que implica sopesar las corrientes que hicieron nuestro pasado y la manera en que se engarzan al presente y lo condicionan.

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1) Correspondencia Sarmiento-Mitre, citada en Historia de los Argentinos, de Carlos Alberto Floria y César A. García Belsunce, Larousse 1992, págs. 616 y 617.

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