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11
ABR
2012

Brasil y Argentina a la hora del mundo

Dilma Rousseff.
Dilma Rousseff.
Brasil está lanzado a un protagonismo global. Argentina perdió el tren para ello, pero podría aprender de la consecuencia y coherencia con que el país hermano sostiene sus políticas de Estado por encima de las rencillas personales y partidarias.

Uno de los aspectos que más desazón produce a quien se apasiona por el país y se interesa en los desarrollos de su historia contemporánea, es la ignorancia o la superficialidad de los puntos de vista de gran parte de su dirigencia en materia geopolítica y geoestratégica. Nuestros cancilleres y diplomáticos, y los miembros del Poder Ejecutivo y el Congreso no parecen evaluar la gravitación que estos factores tienen en la conformación de nuestro futuro y prefieren, con una persistencia digna de mejor fin, enredarse en un sinfín de intrigas palaciegas y de conflictos de corto aliento que se prolongan indefinidamente. Las rencillas personales y las ambiciones particulares siempre han formado parte de la gestión de la política, pero debe suponerse que ellas en ningún caso deberían configurarse en la meta del paso por la función pública o de la labor parlamentaria. Algún tipo de principio ordenador debería erigirse por encima del batiburrillo democrático. Un proyecto de desarrollo estructural, bien integrado y concebido a largo plazo, por ejemplo, destinado a definir el perfil de la nación. A pesar de que Argentina ha salido de la situación agónica en que la había dejado la década de los 90, dicho proyecto no termina de configurarse.

Por estos días hemos asistido a un reverdecimiento patriótico en torno del tema Malvinas que suscita toda nuestra adhesión; pero también nuestras dudas en la medida en que, de parte del gobierno, parece henchido de una inflación retórica que desmilitariza de forma absoluta el diferendo y lo reduce a un debate ético y a una justa de valores morales. La política internacional no se juega en esos términos, aunque por supuesto siempre es importante estar del lado del derecho. La ética cuenta poco, sin embargo, en este tipo de asuntos y es importante saber que por muy justas que sean las reivindicaciones argentinas, no pueden ser separadas de un contexto no sólo regional, sino también global, que las condiciona. La caracterización del conflicto de Malvinas como un problema regional que afecta a toda la UNASUR, formulada por el gobierno, es un dato progresivo y de gran valor, pero habría que tener conciencia de que no serán sólo los países hermanos los que han de sacarnos las castañas del fuego, sino que en esa acción conjunta pesará decisiva la tesitura moral y práctica del Estado argentino.

Brasil, al revés de Argentina, discierne con mucho acierto las coordenadas del dilema global y su dirigencia actual tiene una noción muy precisa del lugar que su país ocupa en el mundo y, sobre todo, del que puede llegar a ocupar. Su presidenta Dilma Rousseff dijo el año pasado que “un país que aspira a tener dimensión internacional tiene que tener en sus fuerzas armadas un ejemplo de su capacidad”. Y por estos días se ha anunciado un proceso de renovación de estas, que tiene como ejes su reestructuración, la reactivación de la industria de defensa y la recomposición de los efectivos militares. El plan será presentado al Congreso de Brasilia en las próximas semanas. Entre los datos a tomar en cuenta figuran una casi duplicación de los efectivos y un ambicioso programa de construcción y adquisición de material bélico, en el se destaca la repotenciación de la fuerza aérea y la fabricación de cuatro submarinos de propulsión convencional y otro de propulsión nuclear.

El contraste con Argentina no puede ser más flagrante. No disponemos de información precisa acerca del equipamiento de nuestras fuerzas, pero es voz pública que la Fuerza Aérea se ha convertido en un cementerio de elefantes, que el Ejército está dotado de efectivos y de armamento muy por debajo de sus necesidades eventuales y que la Armada (el arma que quizá se halla en mejores condiciones) se encuentra lejos de disponer de los instrumentos óptimos para cumplir su misión. Que consiste en alejar a los depredadores de la fauna ictícola y en constituirse en un elemento disuasivo suficiente para suscitar alguna inquietud a los británicos en Malvinas, forzándolos a acentuar sus gastos para el mantenimiento de esa fortaleza y a repensar el futuro de sus inversiones energéticas. Hay trascendidos acerca de la conversión del submarino Santa Fé en un sumergible propulsado por un reactor atómico de fabricación nacional, pero hasta ahora nada se sabe respecto a una decisión concreta para instrumentar ese proyecto. Lo mismo cabe decir de la adquisición de aviones Rafale para la Fuerza Aérea.

Más allá de nuestra carencia de información certera en lo que hace a la panoplia argentina, basta sin embargo comparar el nivel de nuestros gastos de defensa con los de los países vecinos para comprender el ahogo en que nuestras fuerzas se debaten. Brasil gasta el 1,6 por ciento de su producto bruto interno (PBI) en sus fuerzas armadas; Chile nada menos que el 3,2 por ciento y Argentina… el 0,9 por ciento.

Los malos consejos del resentimiento

Hay una razón para este desajuste y ella es de carácter tanto político como psicológico: para la generación setentista que ocupa el gobierno, las Fuerzas Armadas –así, en bloque- son poco menos que el demonio, y una de sus principales preocupaciones ha sido la de reducirlas por anemia para aventar cualquier riesgo de golpe de estado que nos retrotraiga a las horribles condiciones de la dictadura. Pero se trata de un cálculo absurdo, equivalente al de “verter al niño con el agua de la bañera” y es hora que esa ecuación se revierta. El país necesita de las fuerzas armadas para defender su soberanía, la opinión está a años luz de volver a tolerar un giro dictatorial en el curso de su historia y a las fuerzas armadas no las integran los mismos hombres que dieron el golpe del 76. Es asimismo más que posible que las FF.AA., como institución, hayan asimilado la experiencia de lo ejecutado en esos años nefastos y el tremendo costo que ello tuvo para el país y para su propio prestigio. La certidumbre en esta materia sería absoluta si el kirchnerismo hubiera dispuesto de una política militar que excediese el tema de la necesaria sanción de la violación de los derechos humanos en tiempo de la dictadura y hubiese acompañado a aquella con una labor educativa de los cuadros, poniendo énfasis en una interpretación revisionista de nuestra historia, o al menos en la compulsa de las versiones antagónicas que se esgrimen en torno de esta.

Es preciso ver a nuestras FF.AA. insertas en un trámite histórico del que han sido también protagonistas, y protagonistas importantes. Esto es, hay que verlas como escindidas dentro de sí mismas, como el país todo, en el cuadro de una discordia por la que han circulado los antagonismos entre porteños y provincianos, entre dependencia y soberanía, entre cipayismo y nacionalismo, entre populismo y elitismo. Son parte de un país que se ha debatido siempre también entre la noción de una patria grande iberoamericana y la del enclave semicolonial dependiente que gobernó nuestro destino durante muchísimo tiempo, impregnando a nuestra cultura a un nivel superficial, pero lo bastante profundo como para complicar o esterilizar la intelección realista de las cosas para varias generaciones de su intelligentsia. Resolver esa dicotomía y objetivar las razones que nos han hecho cometer tantos errores y crímenes, es fundamental para nuestro futuro.

En Brasil, a pesar de que las tendencias que lo han dividido no difieren en lo esencial con las de la Argentina o el resto de los países iberoamericanos, no se percibe igual desajuste. En este sentido es interesante contrastar la actitud de Dilma Rousseff con la de Cristina Fernández. Dilma procede, aun más que Cristina, de los rangos de la protesta setentista de la que surgió la guerrilla de los “años de plomo”. Al revés de Cristina, que se mantuvo dentro del marco de la protesta civil, Dilma participó de forma activa en el movimiento guerrillero y fue arrestada y torturada, debiendo pasar tres años en la cárcel, sin garantías de ningún tipo. Es hija de un abogado búlgaro miembro del Partido Comunista y se casó con uno de los líderes del movimiento guerrillero. Como Cristina, en los hechos evolucionó desde un extremismo juvenil a un pragmatismo que le consintió llegar a la presidencia de la mano de Luiz Inacio “Lula” da Silva. La actitud de ambas respecto del problema de la defensa difiere en forma notable, sin embargo.

Es posible –o más bien seguro- que la caracterización superficial que se da a este problema en nuestro país no deviene sólo de razones personales, sino de un difundido desconcierto o, peor aun, desinterés, que padecen nuestros cuadros políticos a la hora de levantar la cabeza un poco por encima de la pared del gallinero y hacerse una idea acerca de cómo está el mundo. A pesar de todo lo vivido adolecen de una indiferencia notable por ese tipo de cuestiones y parecen creer que los acontecimientos que están redefiniendo el orden mundial nos pasarán al lado, sin tocarnos. Esto es consecuencia, tal vez, de la buena fortuna que nos brindó una situación periférica y el hecho de que por mucho tiempo vivimos en la condición de una semicolonia privilegiada de Gran Bretaña. Esta situación se hizo añicos en 1930, pero, como decía Marx, la tradición de las generaciones muertas aferra y traba la conciencia de las generaciones vivas. La persistencia en la ilusión de que podría lograrse un regreso a esa situación mediocre, pero –para algunos- confortable, ha trabado el desarrollo de una comprensión clara acerca de la naturaleza implacable del mundo que nos rodea y nos ha hecho añorar el regreso a una edad que no fue dorada ni digna, pero en la cual reinaba una tranquilidad durable.

Las amenazas de la hora

Hoy América latina no es tan solo una presa apetecible para el imperialismo, sino un posible referente, por sí misma, del equilibrio mundial. La comprensión que el sistema capitalista desarrollado tiene del nuevo orden a imponer en el planeta, hace caso omiso de las aspiraciones de los países emergentes, ansía controlarlos y ejercer dominio también sobre sus gigantescos recursos naturales, en un mundo donde estos empiezan a escasear como fruto del despilfarro que caracteriza al capitalismo salvaje. Ese control no puede ejercerse ya sólo por medio de la coerción económica sino que desarrolla cada vez más una punta agresiva de carácter militar. Brasil –o al menos su estamento castrense, Itamaraty y la cúpula política del actual gobierno- tiene una aguda percepción de esta realidad y actúa en consecuencia, más allá de las diferencias ideológicas y de las rémoras psicológicas que la historia reciente puede haber dejado entre quienes se ocupan de la gestión de ese inmenso país.

Los brasileños parecen haber sacado las conclusiones que se desprendieron del conflicto de Malvinas con mucha mayor agudeza que nuestros políticos. Ya nos hemos referido en otras oportunidades a ese conflicto, a los mecanismos de su estallido y a la forma en que impactó en la sociedad argentina. No volveremos sobre este tema. Pero sí es importante precisar que lo de Malvinas representó, más allá de cualquier consideración polémica acerca de la Junta que impulsó la empresa y la forma en que la llevó a cabo, el desafío de un país del Sur a un Norte que controla el juego y entiende que no ha de abandonar los mandos de la evolución global. El castigo para esa subversión de las jerarquías fue implacable. Durante décadas Argentina no sólo fue desarmada militar y desarticulada en su aparato productivo, sino denostada, burlada y cubierta de oprobio por los grandes medios de comunicación internacionales. La prensa local se movió en la misma línea y potenció una desmalvinización que está muy lejos de haber sido revertida.

El imperio no se para en chiquitas, pero no actúa movido solo por el escozor de una “insolencia” cometida a su respecto por un país que debería estarle subordinado, sino por un propósito muy certero acerca del control de los mares y de las áreas estratégicas en lo referido al libre acceso a las zonas del planeta aun inexplotadas y que se entiende son ricas en reservas naturales. La Antártida, por ejemplo. Gran Bretaña es una protagonista muy importante de esta proyección, pero lo hace en definitiva sobre todo como punta de lanza de la OTAN, lo que significa que Estados Unidos y la Unión Europea son partes esenciales de la ecuación.

Brasil ha advertido con claridad el sentido profundo de lo acontecido en Malvinas y desde entonces se ha estado preparando para resistir –de la manera más elástica posible- la presión que se cierne en el horizonte. Hasta ahora las áreas de fricción y el terreno privilegiado donde se ha ejercido el intervencionismo imperial posterior a la guerra fría han sido el medio oriente y el Asia central. Pero el turno de América latina puede llegar en cualquier momento, a poco que se agraven las tensiones internacionales, que surjan dificultades insuperables en el cronograma del predominio sobre el medio y el lejano oriente y que Washington decida que es necesario controlar más de cerca su “patio trasero” y se interese más activamente en este.

Sin dejar de lado en absoluto su propósito de mantener las buenas relaciones con el coloso del Norte, el gobierno brasileño toma en cuenta el principio básico de cualquier política exterior; esto es, considerar que, más allá de las buenas intenciones y mejores propósitos de colaboración entre las potencias, hay datos objetivos que concurren a condicionar sus relaciones. La actual situación fragmentada de América latina la hace una presa fácil para la presión geoestratégica del Norte; pero en la medida en que Suramérica se conjunte y evolucione hacia una unidad, esa debilidad dará paso a una fortaleza que el imperio sentirá si no como una amenaza, sí como un obstáculo para sus planes dirigidos a conseguir la hegemonía. Los teóricos del imperialismo estimarían, cínicamente, que esa evolución “restringiría la flexibilidad del sistema democrático al reducir la posibilidad de combinaciones dirigidas a mantener el equilibrio”, como juzga Henry Kissinger a la unificación bismarckiana de Alemania en el siglo XIX. En realidad, en el caso de América latina, lo que restringiría su unidad serían las posibilidades de manipulación de estos países por parte del eje sistémico que nos ha explotado y fragmentado a lo largo de dos siglos.

Custodiar el desarrollo

Suponer que esta tendencia se suprimirá a sí misma, por obra de un milagro moral, es peor que ingenuo, es criminal. No se trata desde luego de desafiar de forma abierta al Imperio, pero sí de no otorgarle ventajas y desarrollar todas las opciones para sostener una línea autónoma de desarrollo, protegida con eficacia de acuerdo a nuestras capacidades. Brasil, que está solicitado por dos tendencias contrapuestas –la de ser el procónsul imperial en el continente o la de capitanear su integración- no parece tener dudas acerca de lo que se ventila en el fondo. En consecuencia, más allá de las posibles evoluciones tácticas, lo que su estado mayor conjunto y su cancillería tienen en cuenta son las asimetrías a nivel global y las tentaciones que presenta Suramérica para las grandes potencias por sus excepcionales reservas de agua, petróleo, minerales y tierra cultivable. El jefe de ese organismo militar, general José Carlos Di Nardi, lo ha explicado con claridad meridiana: “El Amazonas y la Amazonia Azul (1) son áreas de vital importancia estratégica por sus recursos naturales y nos preocupa lo que pueda suceder con ellas en el futuro. Por eso estamos transfiriendo unidades para esas zonas, creando pelotones de frontera, patrullas fluviales y nuevas bases”(2).

Contrastemos esta conciencia y esas políticas con la ocurrencia del gobernador del Chaco, Jorge Capitanich, que acaba de autorizar la implantación de una base estadounidense en su provincia a los fines de proveer asistencia sanitaria a los grupos más carenciados de la zona y prever la proliferación del dengue… ¿Acaso no sabemos lo que hay detrás de esa clase de iniciativas “desinteresadas” de parte de las organizaciones humanitarias patrocinadas por el Comando Sur ( SouthCom)? ¿No existen posibilidades en el país de concurrir a la asistencia de esas necesidades sin requerir ayudas indeseadas? ¿No está el Chaco en la vecindad de la Triple Frontera y del acuífero guaraní? ¿Y por qué el gobierno nacional no ha dicho nada acerca de esa iniciativa del gobernador?

No es fácil conciliar esta falta de vigilancia y la escasa voluntad de alertar al país sobre los riesgos de la hora, con las propuestas genéricas de un “modelo” de desarrollo que nadie se ocupa en definir. ¿O quizá sí? ¿Es esa indefinición el fruto de la inconsciencia o la expresión de una ausencia de voluntad para trasgredir los límites de una módica propuesta? Brasil nos muestra un ejemplo de ambición, coherencia y continuidad al servicio de sus políticas de Estado. No estaría mal que nos contagiáramos un poco.

Notas

1) La Amazonia Azul son los ricos yacimientos petrolíferos descubiertos hace poco en la plataforma continental brasileña. Contiene unas reservas estimadas en unos 100.000 millones barriles de crudo en aguas profundas del Atlántico Sur. El rearme brasileño en buena medida está determinado por la necesidad de proteger esa riqueza, así como la de ejercer una mayor vigilancia en aguas australes, donde –en las proximidades de Malvinas- se estima muy posible, si no segura, la existencia de unas acumulaciones petrolíferas similares.

2) La Nación, 7.04.12.

 

 

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