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05
ENE
2012

El rol de Brasil en Iberoamérica

Brasil es ya la sexta economía del mundo. Privilegios, riesgos y deberes de esa condición.

Más allá de la conmoción que causó el tema de la cirugía practicada a la Presidente Cristina Fernández –asunto que, en fin de cuentas, aunque por cierto tiene resonancia política en última instancia pertenece al ámbito privado-, la noticia más significativa de los días iniciales del año que se abre ha sido el ascenso de Brasil a la posición de sexta economía del mundo, desplazando a Gran Bretaña de ese lugar.

Se trata de un éxito que atañe a Brasil, pero que no deja de revelar las potencialidades de Suramérica, instalada ya en una perspectiva que tiene como meta la unificación flexible de sus integrantes hasta constituir una región dotada de autonomía y vuelo propios, autorreferenciada y capaz de navegar en los mares revueltos de un siglo que se anuncia por lo menos como tormentoso.

En la perspectiva de la disputa por el control de las materias primas y los recursos naturales no renovables que ya está en marcha entre las grandes potencias, la capacidad para valernos por nosotros mismos es un dato esencial para la supervivencia. Brasil se ha perfilado como el país de la región que más ha adelantado en este camino, propulsado desde luego por su tamaño y su peso demográfico, pero también, esencialmente, por la consecuencia de su política exterior y por la permanencia de una visión geoestratégica que ha permeado a sus gobiernos a lo largo del tiempo. Más allá de los altibajos sociales, de las disputas entre la oligarquía cafetalera, la burguesía paulista y el populismo getulista y sus derivados; más allá incluso de los gobiernos militares que controlaron férreamente al Brasil desde 1964 a 1985 y compartieron en algún momento los peores rasgos de la represión puesta en práctica bajo el manto de la Doctrina de Seguridad Nacional de matriz estadounidense, más allá de todas estas oscilaciones, decimos, se mantuvo una fuerte continuidad en lo atinente a la defensa y al desarrollo nacional.
Esto ha resultado invalorable a la hora en que se está verificando la quiebra del modelo neoliberal y la emergencia un grupo de naciones capaces de escapar al molde impuesto por la globalización de cuño anglonorteamericano y europeo occidental. El BRIC –ahora BRICS, por Brasil, Rusia, China, India y Sudáfrica- se está proponiendo como un elemento cuyo peso económico y militar contrabalancea e incluso puede superar a la constelación de estados hasta aquí vigente como primer factor de poder en el mundo. Ahora bien, ante Brasil se abren dos caminos respecto de los cuales deberá estar atento para hacerlos confluir en vez de bifurcarlos.

Brasil es la única potencia a nivel global de América latina, pero sería triste que confundiera ese dato objetivo con una fotografía de la realidad. La fragmentación latinoamericana reconoce como principal causa la atracción de los grandes centros de poder mundial, que a la hora de la independencia centrifugaron a estas sociedades y las construyeron de espaldas al continente y volcadas al exterior. El Brasil escapó hasta cierto punto a esa regla, pero de cualquier manera su vinculación con Europa y en particular con el Imperio Británico fue muy fuerte. Gran Bretaña, de hecho, controló los dados en ese juego. Los movimientos de la política exterior brasileña en el siglo XIX se acomodaron al interés británico, aunque en coincidencia con las aspiraciones expansivas que el Imperio luso-brasileño nutría hacia el Sur y el Oeste de la nación.

Esta tendencia encontró su necesario complemento en el peón británico del Plata, Buenos Aires que, asediada por el interior profundo y reteniendo su condición de puerto único y de dueña de la Aduana, prefería desentenderse del mantenimiento de las fronteras del antiguo virreinato para concentrarse más bien en su rencilla intestina contra las provincias. La liquidación de Artigas, la renuncia a la Banda Oriental y la creación del Uruguay como entidad nacional independiente se inscribieron en esa dialéctica, que tres décadas más tarde remataría en la infame guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay.

Esta tendencia no fue contradicha sino reconfirmada por el papel jugado por el Imperio brasileño en el momento del levantamiento de Urquiza contra Rosas, que apuntaba a quebrar la hegemonía porteña. Pues este episodio se inscribía también en los lineamientos generales de la política brasileña contra la pretensión rosista de reincorporar a la Banda Oriental, y en este sentido coincidía asimismo con los motivos profundos de la política británica en el área del Plata. Los desarrollos de la política argentina posteriores a Caseros, lejos de señalar una consolidación de la integración nacional, perfeccionaron el esquema dependiente, apenas alterado (o digamos normalizado) por la federalización de Buenos Aires en 1880, que evitó la desintegración del territorio argentino, pero que ya no pudo modificar el modelo agroexportador para el que había sido tallado el país.

La orientación probritánica fue instituida tanto en Argentina como en Brasil a lo largo del siglo XIX. Luego fue reemplazada por la predominancia de la estadounidense. No fue hasta la aparición de movimientos populistas como el varguismo y el peronismo que se rompió con esa tradición –y ambos movimientos hubieron de pagarlo caro. Brasil –quizá por la arraigada conciencia geopolítica de sus fuerzas armadas- se ahorró sin embargo la devastación del Estado y el saqueo inclemente de la economía a que fue sometida la Argentina en especial desde 1976 en adelante. Brasil padeció mucho los procedimientos represivos contra la oleada contestataria de los 70, y fue castigado por las políticas neoliberales a las que hasta cierto punto se adaptó Henrique Cardoso, pero lo sustancial del Estado quedó en pie. Argentina lo pasó mucho peor, hasta casi hundirse en el desguace generalizado que padeció durante el menemato y el delarruismo.

Una evolución positiva

La evolución histórica sin embargo ha sentenciado que las vías tomadas por la ortodoxia neoliberal y sus políticas de ajuste y represión se han tornado de a poco imposibles de recorrer a menos que se acepte un destino mocho y comprometido sin remedio en sus perspectivas de desarrollo para esta parte del mundo. Si bien los estamentos oligárquicos y burgueses dependientes que han prosperado al amparo de esa ecuación siguen detentando grandes porciones de poder aferrados a su vieja composición del mundo, la coyuntura mundial está demostrando que se torna cada vez más difícil sostenerla sin promover estallidos internos que nos acercarían al caos. Por una simple cuestión de supervivencia, por lo tanto, en estas sociedades ha crecido la tendencia al cambio necesario, adelgazándose de forma considerable la resistencia a este en el seno de la opinión pública y de las generaciones jóvenes que comienzan a asomarse a la vida política.

Esto es lo que cabe colegir de las experiencias que se vienen verificando desde la reacción contra las políticas neoliberales paridas a partir del “caracazo” y las revueltas cívico-militares que abrieron el camino al chavismo en Venezuela. Ahora bien, Brasil, bajo el gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva, dio muestras de sabiduría estratégica y desarrolló políticas que resguardaban la seguridad americana a la vez que protegían sus intereses específicos. El respaldo brindado por Lula a Chávez en más de una ocasión no puede ser escindido de la preocupación brasileña sobre el destino de la Amazonia, la ecorregión con la mayor biodiversidad del mundo, que por esto mismo es mirada con codicia por Estados Unidos y las potencias rectoras de Occidente.

La “crisis de opción”

Brasil no puede ignorar este dato y con seguridad sus estratos políticos más ilustrados y el Estado Mayor de sus fuerzas armadas están muy conscientes de la gravitación planetaria de su país, reforzada por su proyección multidireccional hacia el Atlántico, el África y la totalidad del subcontinente suramericano. Esto plantea para Brasil lo que el general Golbery do Couto e Silva habría llamado “una crisis de opción”. Puede convertir esas cualidades en una suerte de subimperialismo bandeirante, orientado a ejercer un patronazgo hacia América latina (lo que a la larga resultaría engorroso y peligroso) o puede hacerlas valer para ayudar a sus vecinos, construyéndose solidariamiente con ellos hasta constituirse en el contrafuerte de un Mercosur ampliado hacia el arco andino, susceptible de un desarrollo que se complemente con el de los países del Caribe y apunte, última instancia, a la recuperación de México y Centroamérica como partes integrantes de un corpus iberoamericano.

Ambas vías son posibles. Es probable que el núcleo más dinámico de la burguesía brasileña, la paulista, se sienta más solicitada por la primera. De ahí que en Brasil –como en Argentina y en otras partes del todavía frágil entramado social latinoamericano-, la presencia estatal resultará indispensable para equilibrar el desarrollo y la política exterior, imbuyendo de lo que podríamos llamar generosidad o grandeza estratégica a las miras de unos estratos que más que dirigentes a veces cabría llamar poseyentes, pues carecen de metas que excedan sus apetitos más inmediatos.

La necesidad de concebir a la nación como un ente ampliado, donde la lealtad se aplique a la comprensión del una patria regional unida tanto por las urgencias estratégicas como por una comunidad de culturas a la cual el elemento luso hispano suministre el substrato aglutinante, será el dato fundante de un porvenir radioso para América latina. Brasil es un elemento esencial para la concreción de esta utopía posible. Y será preciso que esta conciencia que reclamamos para Brasil se vaya forjando a lo largo y a lo ancho de nuestro continente, de esta patria todavía no constituida, pero de la cual está grávido el presente.

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