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18
OCT
2011

Terrorismo y geopolítica

El presunto “complot iraní” y el veto de Rusia y China a las sanciones contra Irak, más un documento de Vladimir Putin sobre el bloque euroasiático, parecen indicar otra vuelta de tuerca en el complicado paisaje de las relaciones internacionales.

Estados Unidos informó días atrás que había desbaratado un inminente ataque terrorista que incluía la eliminación del embajador de Arabia saudita en ese país y otros atentados, alguno de ellos a realizar incluso en Argentina. En la trama habrían estado involucrados miembros del Quds –la rama de inteligencia y operaciones especiales de Guardia Revolucionaria iraní- y elementos del cártel de los Zetas, en México, la mafia narco más activa y peligrosa de este momento en las Américas.

La historia no es muy creíble. ¿Por qué diablos un operativo encubierto nada menos que en el seno de la capital norteamericana, preparado por una organización de inteligencia iraní, a la que supone eficiente y probada, iba a ser puesta en manos de una banda de narcotraficantes que se sabe infiltrada por la DEA? Aunque los iraníes tengan motivos para fraguar represalias por los asesinatos de sus científicos nucleares –punto que suele ser pasado por algo en los informes de los medios occidentales-, la magnitud del asunto serviría para precipitar una crisis mayor en las ya explosivas relaciones entre Irán y Estados Unidos. ¿No será este el objetivo?

El FBI ha sido siempre eficaz en bloquear conspiraciones, pero también en fraguarlas o inventarlas. En esta ocasión parecería que nos encontramos ante el segundo caso. Una operación tan torpe y provocadora de parte del gobierno de Teherán en un momento en que se ve asediado por todos lados y en que la alianza occidental aprieta las tuercas en todo el Medio Oriente, resulta poco creíble. Pero al poderío comunicacional de las potencias centrales esto le importa poco: para tornarla verosímil basta aplicar una buena dosis de persuasión propagandística. En especial si esta es gradual y se va escalonando hasta llegar a un ápice donde súbitamente ocupa todos los espacios y se justifica a sí misma con una acumulación ingente de mentiras. En muchas partes del mundo esta avalancha no resultará muy persuasiva, pero será suficiente para atontar por un momento a la opinión y paralizar sus reacciones. Estas importan poco, por otra parte, toda vez que no se pueden traducir en actos eficientes que contravengan la ofensiva imperial, y que en los países dominantes, que son los que cuentan, esa opinión está manipulada de tal modo que el lavado de cerebro es un dato que afecta a la mayoría de la población.

Por un tiempo creímos que la “primavera árabe” era el síntoma de un despertar. No estamos demasiado seguros de ello, en este momento. Es verdad que surgió, en Túnez, en Egipto, en Bahrein, de un descontento contra las castas dominantes que se encontraban o se encuentran ligadas a Estados Unidos y a las prácticas de la economía neoliberal, descontento que sigue vigente; pero, como destacamos en su momento, la habilidad del imperialismo para cambiar algo para que nada cambie es enorme y hasta aquí ha funcionado a la perfección. Es más, tomando en cuenta lo que sucede en Libia y Siria, y la presión contra Irán, cabe especular que más que en el aprovechamiento de las sublevaciones populares para engranar un contraataque, el Imperio las ha impulsado desde un principio para crear las condiciones propicias para llevar adelante sus proyectos, madurados durante mucho tiempo, destinados a redefinir la situación geopolítica en África y el Asia menor.

Riesgos

Ahora bien, esto plantea sus riesgos. No sólo porque en esos lugares las cosas pueden salirse de control, sino porque finalmente los rivales estratégicos de la alianza occidental pueden decidirse a relegar al desván de los sueños la posibilidad de una colaboración con Occidente para acceder a la plena sociedad de consumo.(1) La presión de la OTAN en el Cáucaso, en el Asia central y en el Medio Oriente, sumada al incansable impulso a la industria bélica, está poniendo a Rusia y China en una situación que puede hacerse intolerable. El veto de Moscú y Pekín a la condena propulsada por Estados Unidos contra Siria –con motivo de la represión del gobierno de Bashir Al Assad en las zonas de turbulencia étnico-confesional de ese país-, es un síntoma de esa inquietud. El caso libio ejemplifica adónde pueden llegar los aliados occidentales cuando apelan al fomento de los disturbios internos para deshacerse de un gobierno que no les agrada o de un aliado un poco indócil, como era el caso de Muammar el Gaddafi. La estrategia occidental y de Israel (pieza clave en el tablero del poder en el área) no es otra cosa que la puesta en práctica del viejo axioma del “dividir para reinar”, acuñado por los romanos, recogido por los británicos y puesto en práctica a escala planetaria por el “Imperio Americano”.

La centrifugación de los estados a los que se aspira a anular, a través de la explotación y, si es necesario, la fabricación, de factores latentes de disidencia interna, se ha convertido en el núcleo de esa estrategia, que aprovecha factores de desigualdad o injusticia en el seno de esas comunidades, para fragmentarlas y convertirlas en sociedades débiles, incapaces de resistir los intereses y los proyectos en gran escala de los países imperiales. Este principio es válido, con diversas gradaciones, para Asia, África y América latina, donde se intenta convertir al indigenismo, a través de la teoría de los “pueblos originarios”, en un factor de división equiparable a los peculiarismos confesionales que se detectan en el mundo árabe.

Hasta el momento el expediente ha funcionado a escala global, en gran medida porque no han existido contrapesos que discutieran las líneas preponderantes de la política exterior norteamericana. El veto al que hacíamos referencia puede ser una indicación de que las cosas estarían cambiando. Pero aun más importante, porque preanuncia el cambio, puede ser un documento del primer ministro ruso, Vladimir Putin, publicado a principios de mes por el diario Izvestia. El premier ruso, hoy en camino a ser reelegido presidente de su país en las elecciones de marzo del 2012, propone la unión paulatina de la Unión Europea con los países que formarán, a partir del 1 de enero próximo, el Espacio Económico Único (ECC), que reunirá a Rusia, Kazijistán y Bielorrusia, dentro de las pautas del libre mercado; bien que, suponemos nosotros, se trataría de un libre mercado no tan libre como lo que se suele entender por tal en Occidente.

Aunque la idea genérica que preside el proyecto de Putin es crear una integración euroasiática de Lisboa a Vladivostok, es evidente que el programa apunta principalmente a generar un espacio resistente a las pulsiones centrífugas a que aludíamos antes. La antipatía que el proyecto ha generado en Occidente, donde se reprocha a Putin la pretensión de querer recrear a la URSS, contrasta con los de analistas rusos, que ven en él un legítimo expediente para fortificar un espacio geopolítico solicitado por la succión de la Unión Europea y China.

Ucrania y los países del Asia central son atraídos, respectivamente, por el fortalecimiento de las posibilidades de crecimiento que la UE ofrece, o por la vertiginosa expansión de la economía china, mientras que el activismo norteamericano funge a modo de catalizador por su ingerencia en las zonas menos desarrolladas, donde fomenta una reconfiguración del Medio Oriente a través de un cambio de regímenes en serie.

Rusia, en el proyecto Putin, desafiaría el dominio global de parte de Occidente al plantear un potente modelo de unidad supranacional que podría convertirse muy verosímilmente en uno de los polos del mundo de hoy, configurándose asimismo "como una conexión eficaz entre Europa y la dinámica región Asia-Pacífico".

El desarrollo de las relaciones entre esa entidad y China (ya bastante fraguada a través del Grupo de Shangai) se convertiría así en un factor importantísimo en el balance del poder mundial y pondría en graves aprietos a la pretensión norteamericana de alcanzar la hegemonía. Esta ambición ha sido la constante característica del sistema capitalista desde sus orígenes. Primero fue la hegemonía europea por la que se luchó, desde Felipe II e Isabel de Inglaterra hasta las guerras napoleónicas; luego la hegemonía a la escala del planeta, desde la pax britannica a las guerras mundiales. Hoy esa disputa está lejos de haber desaparecido. Más bien se ha exacerbado, a medida que el sistema-mundo se resiente y el capitalismo pone de manifiesto el núcleo autodestructivo que siempre lo ha guiado. Este, si en el pasado era compensado en un complejo juego de equilibrios entre la autodestrucción y la construcción revolucionaria, hoy parece haber perdido esa flexibilidad dialéctica y parece fijado –en el núcleo anglo-norteamericano concentrado en Wall Street y la City de Londres- en una actitud que recuerda la obstinada terquedad de Luis XV, cuando declamaba que después de él podía venir el Diluvio.

En este escenario tormentoso vuelven a apuntar las categorías de la geopolítica. El inglés Halford Mackinder sostenía que “quien gobierna el Este de Europa gobierna el Heartland; quien gobierna el Heartland gobierna la Isla-Mundo, quien gobierna la Isla Mundo controla el Mundo”. El proyecto de Putin no es inocente, se pone en esta línea de acción. Lo positivo que tiene es que no lo hace desde una decidida voluntad hegemónica sino a modo de reflejo defensivo ante un efectivo propósito dominador de parte de Estados Unidos. En la medida en que las resistencias a las pretensiones norteamericanas se multiplique en otras partes del mundo, el surgimiento de un polo de poder de esas características y dotado de futuro podrá considerarse como una eventualidad auspiciable.

Nota

[1] Cosa bastante improbable en estos momentos en que el neoliberalismo se saca el antifaz en los mismos países centrales y explaya con impudicia su afán de máxima rentabilidad a costa de los sueños y el bienestar de quienes son víctimas de la especulación desaforada.

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