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23
FEB
2011

A beneficio de inventario

Gaddafi y Gamal Abdel Nasser en 1969.
Gaddafi y Gamal Abdel Nasser en 1969.
El proceso desencadenado en Libia es ambiguo y se tiene la sensación de que está siendo aprovechado por la maquinaria mediática con fines no precisamente santos.

Si algo hay que hacer cuando se precipitan acontecimientos de gran envergadura política en el mundo hipercomunicado en que vivimos, es tomar los informes atinentes a esos sucesos a beneficio de inventario. Conviene desconfiar del torrente de afirmaciones y noticias que se desparraman a partir de los medios, hasta que no haya evidencias fehacientes acerca de lo que está sucediendo. Información y desinformación van de la mano y en estos momentos en que sobre el mundo árabe ha empezado a soplar el viento del cambio, toda precaución es poca cuando se deben manipular y evaluar las noticias que fluyen a ese propósito por la televisión y la prensa. Una televisión y una prensa que sabemos están mayoritariamente controladas por los grandes monopolios de la comunicación y que son una sola cosa con el sistema imperial dominante.

Hoy le está tocando a Libia ser sacudida por manifestaciones populares que reclaman libertades democráticas y hostigan al fundador de la Jammairiya, el coronel Muammar El Gaddafi, exigiéndole su renuncia. Junto a noticias que parecen ser creíbles y que ponen en evidencia una crisis de fondo del régimen, como son la de los disturbios callejeros y las renuncias de embajadores y ministros, hay otras que huelen a “carne podrida”, como las referidas a la existencia de francotiradores “negros” y de mercenarios que se aplican a cortar las manos de los manifestantes abatidos por el fuego policial. La versión más gruesa, estremecedora y horripilante del dantesco panorama que los medios se complacen en describir, es el bombardeo del pueblo por la fuerza aérea. Las referencias en que se apoyan esas informaciones suelen ser imprecisas y casi siempre se deben a declaraciones de testigos “que prefieren guardar el anonimato” (¿!).

En el mundo mediático de hoy los criterios de la verdad están minados. De un lado, por el hecho de que la información se ha convertido en una mercancía. Arrancarle el mayor beneficio es primordial, aunque para ello haya que fabricar una verdad virtual. Por otro lado, y esto es tal vez lo más importante, los medios pertenecen a razones sociales que están imbricadas con el sistema de dominación que controla y aspira a controlar, con cada vez mayor eficacia, al entero planeta. En consecuencia, la noticia debe convertirse en funcional a los intereses de ese grupo.

Un caso típico de construcción intencionada de la noticia, producido durante el vertiginoso período que siguió a la caída del Muro de Berlín, fue puesto de relieve por Ignacio Ramonet en su lúcido libro La tiranía de la Comunicación (1). En él Ramonet refería la forma en que los mass-media de Occidente agigantaron hasta extremos grotescos la represión en Rumania, perpetrada por el dictador Nicolae Ceaucescu, en 1989. Puesto en fuga por una rebelión popular, poco después Ceausescu fue ejecutado junto a su esposa tras una parodia de juicio por un tribunal militar formado apresuradamente al efecto. Y bien, como luego quedó demostrado, la represión no había revestido en absoluto los contornos que la prensa occidental le había inventado. Se habló de miles de muertos en la ciudad de Timisoara e inclusive se exhibieron en pantallas imágenes estremecedoras de cadáveres hacinados en la morgue de esa ciudad. Después se supo que eran NN extintos por causas que nada tenían que ver con los acontecimientos políticos que se estaban desarrollando. Y en los mismos días en que se efectuaba ese montaje truculento, Estados Unidos invadía Panamá para expulsar a Noriega y causaba miles de bajas civiles, de las cuales la prensa dio una noticia difusa y más bien distraída.

En el caso de Libia puede estar pasando una cosa parecida. El Gaddafi es un personaje que parece haber cumplido su tiempo y cuya estrambótica personalidad no resulta idónea para cumplir un cometido serio. Pero no es Mubarak ni Ben Ali, y su hoja de servicios tuvo, en el pasado, una militancia antiimperialista que le valió convertirse en una de las bestias negras de la propaganda dirigida a combatir las expresiones del nacional-populismo en el tercer mundo. Se le imputaron graves connivencias con el terrorismo, en parte tal vez ciertas, y se le achacó el atentado de Lockerbie, en el cual una bomba acabó con un vuelo de la Panamerican cuando pasaba sobre ese pueblo escocés, con un coste atroz en vidas humanas. Menos conocido resulta el dato del bombardeo de la casa de Gaddafi en Trípoli, años antes, bombardeo en el que pereció una de sus hijas. Como tampoco se recuerda de la misma manera al avión de pasajeros iraní derribado por un misil norteamericano en el Golfo Pérsico por un aparente “error de identificación”, episodio en el cual perecieron también cientos de personas inocentes.

Pese a los antecedentes registrados por El Gaddafi, Washington y la Unión Europea no tuvieron empacho en relacionarse con él en la década de los ’90, cuando el mandatario libio, en la corriente del tsunami neoconservador, arrió sus banderas, se deshizo de su programa nuclear y decidió convertirse en un miembro respetable del universo neoliberal, utilizando como prenda de cambio para lograr esto las importantísimas y bien situadas reservas de gas y petróleo que Libia tiene en el subsuelo.

El valor de Libia como factor estratégico deviene no tanto de la cuantía de esas reservas –que son grandes pero que no igualan a las del Medio Oriente- como de su ubicación a un paso de Italia y del resto de la UE. Ahora bien, que Gaddafi se avenga a razones y pretenda ser un miembro aceptado por la comunidad de los países dominantes, no lo convierte en un tipo confiable. Las ganancias del petróleo controladas por el gobierno permitieron a ese país multiplicar su crecimiento de forma exponencial desde 1969. Con un millón de habitantes apenas al finalizar la segunda guerra mundial, distribuidos sobre todo en el litoral de un territorio cuya superficie es más o menos igual a la de Europa occidental, hoy tiene seis millones de pobladores, un producto nacional per cápìta que es el primero de África y el nivel de desarrollo humano más alto de ese continente. Invertir en su propio suelo no suele ser un dato muy estimado por los gestores del mundo, que prefieren ver a esos capitales circulando por la red de tráfico que aporta vitalidad a las complicadas finanzas de Occidente.

Atributo de los aparatos del sistema de dominación es su velocidad de reflejos. Confrontados a una explosión árabe que insurge contra la corrupción de los gobernantes, pero también y fundamentalmente contra la explotación social y económica de que son objeto sus pueblos por regímenes entongados con el sistema imperial, este, como primera contramedida, escoge disfrazar esas revueltas populares con la pintura de las “revoluciones de color”, que tanto rédito le dieran en Europa oriental. Y como siguiente paso, cómo no, pueden intentar aprovechar la conmoción para inflar en Libia un proceso ambiguo y, en su estela, sacudirse a un gobernante incómodo, abriendo el camino a una eventual intervención militar dirigida a “salvar al pueblo libio de la matanza” y a salvaguardar la provisión energética de Europa.

Todas las preguntas están abiertas acerca de lo que está pasando en Libia. Puede haber comenzado siendo una espontánea manifestación de hartazgo tras 40 años de gobierno unipersonal, pero también puede terminar convirtiéndose en un globo de ensayo para un contraataque imperialista generalizado, que escoja sucesivos blancos, pasando de Trípoli a Damasco y de ahí a Teherán.

Hay que atenerse a los hechos. Sólo ellos irán clarificando el sentido general en que se mueven las cosas.

Notas 

1) Ignacio Ramonet: La Tiranía de la Comunicación, Temas de Debate, 1998.

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