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20
OCT
2010

Clase media y conciencia nacional

Arturo Jauretche, faro de la conciencia nacional.
Arturo Jauretche, faro de la conciencia nacional.
La nacionalización del estamento medio en Argentina tiene un recorrido atormentado y tortuoso, pero es clave para la victoria del país.

La clase media argentina ha sido siempre un factor oscilante en las luchas por el poder que han señalado a nuestro país a partir de la consolidación del modelo salido de la organización nacional. Es el fiel de la balanza entre un estamento superior (calificado por la oligarquía agropecuaria en un comienzo y por una oligarquía sistémica nutrida con la incorporación de factores empresariales y financieros en la actualidad) y los estratos que han sido esquilmados por este. Es decir, los segmentos del proletariado industrial y rural, que se configuraron como un factor renuente a ese dominio y que han adherido a las experiencias populistas del radicalismo irigoyenista y del peronismo. Las clases medias, por lo general enfeudadas a la visión oligárquica de nuestra historia, cuando han podido liberarse de esa perspectiva y repensar al país desde un enfoque diferente, han sido determinantes para que esos procesos movimientistas alcanzaran un cierto grado de éxito y pudieran, durante algún tiempo, revertir las tornas y neutralizar por momentos el poder del segmento dominante.

Se han producido, y seguirán produciéndose todavía, cambios moleculares en la masa electoral compuesta por los estratos medios, que tanta importancia tiene en nuestro país. Esos cambios aun no parecen tocar, sin embargo, el punto crítico, el que define el desplazamiento del individuo desde una condición de difuso y a veces estéril descontento al nivel de la autoconciencia. Razón por la cual la objetivación de la conciencia política de las clases medias debería ser un motivo esencial del debate de ideas en la Argentina. Fue un asunto abordado en extenso y con profundidad por pensadores como Arturo Jauretche, Juan José Hernández Arregui y Jorge Abelardo Ramos, para hacer unos pocos nombres de una lista larga y significativa. Desde la dictadura 1976-1982, sin embargo, esa polémica se atemperó o, con posterioridad al proceso, fue desviada hacia el campo de las grandes simplificaciones del progresismo, con su énfasis en la vigencia de los derechos humanos y de la moralidad o la inmoralidad de los hechos de la historia. Todo en un ámbito que, aunque se quiere detonante, no deja de ceñirse a los marcos del discurso políticamente correcto. Compárense los escritos de aquellos autores con las generalidades de Osvaldo Bayer sobre la conquista del desierto y su maniquea divisoria entre milicos malos e indios buenos. La trasfusión de un humanismo “ecologista” al campo de los estudios sociales es una detestable manera de aguar la historia y de nublar la visión de las cosas.

La configuración o, si se quiere, la desconfiguración ideológica de nuestras clases medias es compleja. Se trata de un proceso que viene de lejos y que ha experimentado flujos y reflujos. Surge de la traumática experiencia del desarraigo y la desnacionalización que devienen de la liquidación de las resistencias interiores al modelo propuesto por la burguesía portuaria y asimismo del impacto generado por el alud inmigratorio. Este por un momento pareció que iba a sumergir definitivamente la escasa conciencia de patria que había quedado en el país después de la derrota de las montoneras, de la reducción del paisanaje a la condición de paria y del cuasi exterminio de la población paraguaya en la guerra de la Triple Alianza.

Después del huracán devastador posterior a Pavón que cerró un período de guerras civiles que había durado 70 años, la historia oficial intentó socializar a las masas provenientes de la inmigración inculcándoles una visión del pasado que aunaba el cuento de hadas con el de terror: esos caudillos hirsutos y depositarios de una barbarie elemental, devotos del “violín y violón” , eran distintivos de un pasado que convenía abominar.(1)

De manera bastante rápida, en el curso de apenas una o dos generaciones, la nueva población se adaptó al país y se fundió con los remanentes de la patria vieja. El molde con el que se había pretendido forjar su nueva identidad resultó atractivo y capturó la imaginación de los descendientes de los inmigrantes, aunque de una manera un tanto paradójica y que no necesariamente respondía a las intenciones de quienes lo habían concebido. El mármol en el cual se encerraba a los próceres, más que brillar, emitía una luz opaca; por el contrario, los retratos de caudillos como Rosas y Facundo, los malos de la película, marcados por sus detractores con una perversidad o una barbarie innatas, tenían el don de seducir por una intensidad vital derivada de su carácter sanguíneo. Eran hombres y no pálidas estampas escolares. Parte esencial en esta transubstanciación la produjo el arte de Domingo Faustino Sarmiento, a quien “las lanzas se le volvieron cañas”. En efecto, al describir la naturaleza aberrante de esos dos individuos las dotes de escritor del sanjuanino lo traicionaron: se enamoró de las posibilidades dramáticas de sus personajes y al distorsionar su verdadero carácter con el fin de condenarlos los salvó de su petrificación en el santoral de los héroes impolutos… y eviscerados.

La dialéctica de la integración

La incorporación de la conciencia histórica en el melting pot que resultó de la fusión de la población criolla con el aluvión inmigrante llevó tiempo y fue precedido por la adquisición de una conciencia política en las nuevas masas. El radicalismo irigoyenista fue el vehículo de esta dinámica. Se trató empero de una incorporación a la política que no ponía en tela de juicio el modelo ideal forjado por la casta oligárquica. Con todo, ese trasvasamiento implicaba la aproximación a la corriente popular de nuestra historia; no en vano el radicalismo se encontraba ligado al viejo tronco federal a través del tío de don Hipólito, Leandro Alem, hijo de un mazorquero fusilado por Urquiza después de la caída de Rosas.

No fue hasta la crisis de 1930 y la década infame que una visión distinta del pasado de nuestro país comenzó a calar a nivel masivo. Hasta entonces la visión oficial de la historia –la Civilización y la Barbarie, la regimentación y organización del país gracias al Puerto, y la concepción de una Argentina nacida de sí misma, abierta a la Europa ilustrada y desinteresada de América latina- había prevalecido no sólo en las escuelas sino en la conciencia de la pequeña burguesía, que no tenía por otra parte motivos muy fuertes para dudar de ella.

La crisis de la Gran Depresión de la década de 1930 agrietó el patrón agro-exportador que había sostenido los privilegios de la casta dominante al hacer patente la subordinación a Gran Bretaña y la incapacidad de esta para seguir fungiendo a modo de protectora de una semicolonia privilegiada. La crisis rompió el espejo deformante en el que nos mirábamos y nos devolvió a una realidad connotada por la necesidad de construir un nuevo modelo productivo y de incorporar a él a las masas oscuras del interior, que fueron afluyendo a las ciudades.

De la mano de esta imagen recién descubierta proliferaron los estudios revisionistas de nuestra historia, los cuales, a pesar de que en algunos casos adolecían de una orientación aristocratizante, hispanófila o eventualmente filofascista, desbrozaron el camino para la llegada de historiadores y pensadores de raigambre democrática y que no se sentían propensos a idealizar un pasado rudo y pastoril, que tenía a Juan Manuel de Rosas como arquetipo de un paternalismo despótico, sino a hurgarlo para encontrar en él la razón del desarrollo contrahecho de la nación.

El salto del nacionalismo aristocratizante al nacionalismo popular estuvo dado por el peronismo y por la importancia que cobró la figura de su jefe, cifra y símbolo de un movimientismo que resolvía las contradicciones de una sociedad compleja fusionándolas en la figura del líder. Pero cuando este no fue capaz de conjugarlas para sacarse de encima la conspiración que lo asediaba y prefirió abandonar la lucha en 1955, esa condensación de las contradicciones en una persona reveló las dificultades que tal fórmula tenía para resolver los problemas del país.

El papel de la clase media en ese momento decisivo fue determinante. Aunque trabajada por la nueva conciencia de la historia en muchos de sus integrantes, gran parte de ella, en especial en Buenos Aires, seguía atada a una visión marcadamente antipopular, enfeudada a los lugares comunes de la historia oficial y de un progresismo para nada proclive a decodificar los componentes de nuestra realidad a partir de sus datos intrínsecos, sino predispuesto a ver la escena nacional desde el prisma europeo o norteamericano. Siguiendo en esto a la construcción imaginaria del país tal como había sido generada por la clase dominante desde 1810 en adelante, fue presa fácil del discurso opositor. El fenómeno no era muy diferente en el interior del país, aunque en el caso de Córdoba, por ejemplo, esos datos se mechaban e incentivaban por el bullir de un clericalismo muy arraigado todavía y erizado por el torpe manejo que Perón hizo de su conflicto con la Iglesia.

Punto de inflexión

El ’55 y sus secuelas, sin embargo, representarían un punto de inflexión en la predisposición ideológica de la clase media. Si a partir de entonces se produjo un retroceso nacional que no tendría tregua y que culminaría, tras muchos altibajos, en la desastrosa segunda década infame, la de los años 90, también comenzó a operarse una transmutación que se derivaba de la ascendente ola popular que buscaba resarcirse del daño infligido por el retroceso del ’55. En su estela la generación pequeño burguesa que salía de la adolescencia y se asomaba a la política se sintió cautivada por la originalidad del fenómeno peronista, experiencia multitudinaria inédita en el país a la cual vincularon, de manera imaginativa pero también un poco ilusoria, a la contestación sistémica de carácter radical, individualista y semianárquica propia de la década de los ’60, nutrida de la leyenda heroica de la revolución cubana y de la retórica del Mayo francés.

Fue esa la rebelión de los hijos de los estamentos de la clase media, que se precipitaban con entusiasmo a la política aspirando convertirla en política revolucionaria, estimulados por esos ejemplos y también por la vaga percepción de que sus oportunidades sociales no eran ya las mejores en un país cuyo desarrollo se estancaba. En ese proceso absorbieron las lecciones del revisionismo y se tornaron inmunes al verso liberal de la civilización y la barbarie, pero no terminaron de deshacerse –quizá porque era imposible que lo hicieran en esa etapa de su maduración ideológica- de una comprensión autoritaria y arrogante de la política que invertía, pero no anulaba, los parámetros gorilas de la generación de los padres. Cuando el Perón real se reveló diferente del imaginado por su fantasía y cuando este se rehusó a convertirse en la figura de paja de unos dirigentes jóvenes que pretendían adueñarse del movimiento secuestrando a su cabeza, mucho de la antipatía de piel para con el viejo caudillo que había sido connatural a sus padres, volvió a manifestárseles. Esa inmadurez y esta herencia se revelaron fatales para su trayectoria y convirtieron a esos jóvenes en sujetos susceptibles de una manipulación que terminaría haciéndolos protagonizar una embestida en solitario contra los factores de poder en una sociedad que era, y es aun más hoy en día, sustancialmente conservadora.

Este desajuste respecto de la realidad acabó en un desastre. Una generación que poseía valores, generosidad e inquietud intelectual terminó exterminada por una represión ejercida en primer término contra ella, pero que en el fondo estaba dirigida contra la sociedad y los fermentos que en ella existían en el sentido de retomar la transformación de corte industrialista, popular y de redistribución más equitativa de la renta que se había expresado en tiempos del primer peronismo.

Los horribles procedimientos de la junta militar enajenaron a esta el consenso que en un primer momento le había sido concedido por la vasta capa de los sectores medios, ansiosos de orden y cansados de la violencia y de la turbulencia sin meta de la guerrilla. El desprestigio originado por la estulticia asesina de la represión y la evidente corrupción que la corroyó, la dejó en un vacío que la dictadura intentó colmar, con mala fortuna, a través de la aventura de Malvinas. Empresa emprendida sin preparación y sin una noción cabal de los riesgos que entrañaba, y sin que hubiera, en el gobierno que la propulsó, conciencia respecto de cuál era la naturaleza de la lucha en la que empeñaba al país, y coherencia para apelar a los recursos que requería la situación: la movilización popular y una reversión sincera de todas las coordenadas que en materia de política económica y política exterior habían movido al gobierno militar.

La clase media salió de la larga noche de la dictadura aturdida y persuadida de que la “democracia” –en la acepción más formalista del término- suministraba la panacea para curar las heridas que el cruento período 1955 -1982 había causado. No alcanzaba a discernir las complejas raíces de donde arrancaban los horribles episodios que se habían vivido. La ecuación que la encandiló era simplista: los golpes militares eran la manifestación de la arrogancia de casta de las Fuerzas Armadas y la exteriorización de una brutalidad propia de milicos, afligidos por una especie de fatalidad genética que los llevaba a atropellar las instituciones civiles y a abominar el intelecto. Esta interpretación en cierto modo prolongaba el esquema de civilización y barbarie, y no tomaba en cuenta ni la acción de las fuerzas económicas y ni el diktat imperialista que habían propiciado la desestabilización institucional del país a partir del 55 y el exterminio en que acabó, y sin cuyo concurso nada de eso hubiera sido posible.

Necesidad de ganar al estamento medio

La idiosincrasia de la pequeña burguesía tiende a hacerla sobrenadar en la superficie de las cosas. Es una forma de escurrir el bulto respecto de las tareas de fondo que es preciso asumir para promover un cambio que la asusta, pues no suele ver más allá del interés individual. Sus integrantes, sin embargo, son esenciales para promoverlo, ya que en ese estrato se reclutan los cuadros intelectuales y técnicos que son indispensables para administrar la sociedad, y los elementos capaces de motorizarla en uno u otro sentido. Favorecer la capacidad de los mejores de sus miembros para fortalecer su conciencia nacional es un trámite que no puede eludirse. La experiencia de nuestros años de plomo y la aplanadora de la política neoliberal sin duda han generado un sedimento de conciencia entre ellos, que en este momento aflora en el rechazo de parte de la clase media para con el discurso que el sistema dirige contra las iniciativas del kirchnerismo que intentan levantar al país de la postración en que lo dejó el tsunami neoconservador. Pero esa predisposición favorable a una modificación ponderada (demasiado ponderada, tal vez) del estado de cosas, que ostentan ciertos sectores de la pequeña burguesía, no afecta todavía al grueso de las clases medias ciudadanas y rurales. El proyecto de ley sobre las retenciones al campo que soliviantó al establishment agroexportador encontró un sorprendente eco no sólo entre la pequeña burguesía agraria –que ha transformado la aspiración a insertarse socialmente de los primeros inmigrantes en un espíritu de rapiña teñido de racismo-, sino también en amplias capas urbanas que reproducen el fenómeno del desdén social nutrido contra los sectores populares de los tiempos del primer peronismo.

Hay algo duro y consolidado en el seno de los grupos más incultos de ese estrato, que es propio de la inseguridad psicológica característica de la flotación entre las clases. Entre nosotros estos rasgos típicos y muchas veces descritos por la sociología, se enturbian aun más por el efecto deletéreo del lavado de cerebro promovido por los medios masivos de comunicación. Aquí este proceso ha alcanzado niveles que sorprenden, incluso en un mundo donde el deterioro intelectual y la bastardización de la cultura de masas es un fenómeno generalizado.

El discurso único del neoliberalismo y la plasta decadente de los programas televisivos y de un cine que en gran parte está copado por la basura cultural del peor Hollywood, se aúnan al machaconeo de la prensa y de los programas informativos controlados de forma monopólica para mantener a una gran cantidad de gente suspendida en una atmósfera gaseosa, pegajosa, que apunta a neutralizar cualquier capacidad de reacción crítica que eventualmente se pudiera insinuar entre los receptores de ese mensaje.

Romper este encantamiento es una tarea difícil y que no podrá realizarse si no es través de una batalla cultural que ataque sin contemplaciones las prebendas de los escribas al servicio del sistema y al sistema en sí mismo, enquistado en los medios masivos de comunicación, que son su prolongación y su agente más activo. La batalla por la clase media viene a ser algo así como la batalla del Atlántico: sólo después de vencer a los submarinos alemanes los aliados fueron capaces de allegar hasta Inglaterra los efectivos que eran necesarios para proceder a la invasión de Francia y la apertura del segundo frente. Los monopolios periodísticos estrangulan el acceso de la información y mantienen a la población sofocada en un océano de detritus. Mientras tengan esta capacidad operativa o no sean contrabatidos por una campaña que disponga de los elementos comunicacionales capaces de expandir su radio de influencia con un alcance equiparable, el sistema oligopólico que ha condenado al país a la dependencia
continuará disponiendo de una ventaja difícil de anular.

La Ley de Medios es un primer paso en el camino para compensar esta situación; pero hay que fortalecerla y tornarla realmente activa con una mayoría consolidada en el Congreso, que sea capaz de impedir que sus cláusulas se reviertan. Esto torna aun más urgente la necesidad de tener una idea clara sobre lo que estará en juego en las elecciones del 2011. Hay que derrotar la amenaza de un retorno a la década de los ’90, primero. Después habrá que apoyar la eventual victoria del kirchnerismo de la única manera en que se podría hacerlo: apoyándole las manos en la espalda, no sólo para sostenerlo, sino para impulsarlo hacia delante.

Notas

1) Para los jóvenes, que suelen ser poco lectores o no han recorrido las páginas de José Mármol, Esteban Echeverría o Guillermo Enrique Hudson, vale la aclaración: “violín y violón” era la expresión usada por el gauchaje para describir el degüello de un enemigo. El acto de pasar el cuchillo por la garganta de un unitario remedaba el recorrido del arco sobre las cuerdas de un violín. “Le toqué violín y violón”, le corté el pescuezo.

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