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08
MAY
2010

Martínez de Hoz

José Alfredo Martínez de Hoz
José Alfredo Martínez de Hoz
La detención del ex ministro es un dato más que indica que algo está cambiando en Argentina.

Por mucho que la actualidad cotidiana genere polvaredas con disputas rabiosas en las que no se exterioriza lo que en verdad subyace a estas, las tendencias profundas del presente se manifiestan de cuando en cuando con signos inequívocos. Esta semana ha estado marcada por dos acontecimientos de una importancia relevante. Uno de ellos ha sido la reunión de la Unasur y el otro la detención del ex ministro de Economía de la dictadura, José Alfredo Martínez de Hoz.

La reunión de mandatarios de la Unión de Naciones Suramericanas designó por consenso a Néstor Kirchner como Secretario General de la organización. Es un dato importante, no tanto por el perfil de Kirchner –hay quienes dudan de sus aptitudes diplomáticas y de su disposición a consagrarse al cargo “a tiempo completo”, haciendo a un lado sus intereses políticos en Argentina-, como por el hecho de que con esa designación y el refrendo que la misma encontró en Chávez, Lula y Correa el bloque suramericano que desde hace varios años viene perfilándose con miras a construir una entidad unitaria, se ve reforzado por el reconocimiento que recibe nuestro país como uno de los protagonistas esenciales de ese proyecto fundacional. Son Argentina, Brasil y Venezuela, en efecto, los países que por ahora más pesan para profundizar esa línea, mientras que Ecuador, desde una posición menos destacada en razón de su diferente peso específico, se muestra como otro de los puntales de la proyección integradora.

El carácter diferenciado de la organización, tácitamente contrapuesta a la OEA, se puso asimismo de manifiesto en esta ocasión por el hecho de que la mayoría de los mandatarios se negó a reconocer al gobierno de Porfirio Lobo, emergente de un golpe, mientras que la Organización de Estados Americanos, por boca de su secretario general, el chileno José Miguel Insulza, reiteró por estos días que Honduras debe reintegrarse al organismo panamericano antes de la asamblea general que este realizará a principios de Junio en Lima. La crítica de la Unasur a España por haber invitado al presidente hondureño a la VI cumbre Unión Europea y América latina y Caribe, fue otra definición significativa de la independencia de la agrupación de países suramericanos.

Pero el hecho más relevante de estos días fue la detención de Martínez de Hoz. El motivo invocado para echarle mano es lo de menos: el caso del secuestro de los Gutheim, padre e hijo, fue una de las tropelías menores cometidas durante la dictadura, tan pródiga en atrocidades inexcusables. Pero, como lo sucedido con Al Capone, apresado por una evasión de impuestos en vez de por su responsabilidad en los crímenes cometidos durante el imperio de la Ley Seca, se trata de un expediente que puede servir para poner por fin en la picota no sólo al ex ministro, sino, por su interpósita persona, a toda la estructura del establishment que ha regido a nuestro país, con breves intervalos, desde los tiempos de la organización nacional a esta parte.

El golpe de 1976, en efecto, no fue otra cosa que el desempate entre dos modelos de Argentina confrontados a partir del primer peronismo. Uno, el viejo modelo, fincado en la renta agropecuaria y en un limitado desarrollo industrial, concebido para mantener los privilegios del estrato económicamente superior de la sociedad; y el otro un proyecto nacional burgués llevado adelante, vicariamente, por el Ejército y los sindicatos. Cuando la contrarrevolución de 1955 liquidó al ala nacional de las Fuerzas Armadas, el proyecto regresivo tropezó sin embargo con la resistencia de la estructura sindical creada por el peronismo y con las dificultades que se derivaban de querer abolir los logros del Estado de Bienestar. Se produjo así una situación de estasis que resultó en cinco lustros de presiones populares y de golpes de Estado dirigidos a domarlas. Por último la guerrilla brindó a los sectores del privilegio el pretexto que necesitaban para acabar con ese estancamiento: a través de un estrato militar impermeable a una comprensión popular de nuestra historia y erizado por la subversión extremista que lo había elegido como blanco favorito, el establishment y sus socios de afuera procedieron a aplicarle al país lo que Naomi Klein ha denominado “la doctrina del shock”.( 1) Esta doctrina, acuñada por la escuela de Chicago, consiste en aplicar a un país conmovido por un desastre natural o por una convulsión interna, una terapia de choque que remueva cualquier resistencia a las normas del libre mercado. En Argentina ese tratamiento se aplicó de manera inclemente: el exterminio de la guerrilla, practicado fuera de la ley y en un ámbito de secretismo que hacía aun más pavoroso su efecto, se extendió también hacia el sector gremial e inhibió su capacidad para rechazar los expedientes a los que el sistema apelaba. El Estado cambió de carácter: en vez de ser un factor de equilibrio apto para estabilizar hasta cierto punto el contexto social, se transformó en el agente activo del sector privilegiado. El shock paralizó perdurablemente la capacidad de resistir de las organizaciones sindicales, en la medida en que el bombardeo comunicacional en su contra y el temor sembrado por la represión tendió a aislarlas del conjunto de la sociedad.

Incluso después de que los militares fueron arrojados a un lado tras haber cumplido el rol que se les había asignado, el pueblo y sus expresiones políticas más representativas quedaron sometidos a la dictadura del miedo, que hizo posible llegar a la catastrófica década de los noventa, cuando el gobierno de Menem saboteó por dentro al movimiento popular que hasta entonces había sido el confuso pero más persistente obstáculo a la liberalización irrestricta de la economía. El desguace del Estado, la desregulación económica, la libre importación de productos manufacturados, la privatización y extranjerización masiva de la economía, llevaron al desempleo y a la marginación de enormes cantidades de gente, expulsadas hacia la periferia de las ciudades, cosa que dio lugar a un incremento de la inseguridad. Esa misma inseguridad de la cual los sectores que la generaron intentan ahora echarle la culpa al actual gobierno.

Martínez de Hoz fue el padre del genocidio social argentino, más terrible aun, por sus consecuencias a largo plazo, que las barbaridades actuadas durante la represión, que sirvieron para abrirle el camino y para entrampar a la sociedad en una especie de “marketing del miedo”.

Martínez de Hoz es la figura emblemática de la reacción en la Argentina. Doblemente detestable por el hecho de que, al revés de lo ocurrido con sus marionetas militares, no sólo escapó a la vindicta pública y a los tribunales, sino porque sus principios siguieron siendo la fuente de inspiración de la política económica durante las décadas sucesivas al proceso. Tocar a este personaje es, por lo tanto, un dato muy importante, que puede dar la señal para el comienzo de una vigilancia más estricta y tal vez una progresiva nacionalización de los enclaves donde se atrinchera el poder sistémico: la Bolsa, los Bancos, los monopolios de la comunicación y los grupos transnacionales que controlan la agroindustria, la minería y el petróleo.

Por supuesto no sabemos en que va a ir a parar un eventual proceso a Martínez de Hoz. Pero, por otra parte, no se trata tanto de un personaje sino de su significación simbólica. Abolir un símbolo a veces equivale al derrocamiento del tótem que condensa el tabú que protege lo intocable. Y en Argentina es hora de que sea vulnerado el carácter sacrosanto del sistema que la ha aherrojado durante tanto tiempo.

[1] Naomi Klein: La Doctrina del Shock, Paidós 2007.

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