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22
ABR
2010

Balada de una gran ciudad

Destrucción en el centro de Berlín, 1945.
Destrucción en el centro de Berlín, 1945.
Walter Ruttmann filmó en 1927 Berlín, Sinfonía de una Gran Ciudad, un gran documental de vanguardia sobre la capital alemana. Después la Historia…

… pasó a hierro y fuego sobre esa urbe, hasta el punto de que, para evocar su papel a lo largo del siglo XX, habría que apelar al registro elegíaco más que al sinfónico.

Hay ciudades emblemáticas de su época. Victor Hugo describía a París, en  El 93 y en Los Miserables, como el foco desde el cual irradiaban los ideales de justicia, igualdad y solidaridad hacia la entera Europa, sin disimularse por otra parte las ferocidades que habían acompañado a ese proceso. Hugo escribía en el siglo XIX. En el XX un papel de similar importancia, aunque de características mucho más sombrías, pudo asignarse a Berlín, la capital de Alemania, meridiano por el que pasaron, por lo menos dos veces en la centuria, las coordenadas de la lucha por la hegemonía global y por las transformaciones sociales. No es que Berlín las haya determinado, desde luego, pero fueron episodios verificados dentro de sus límites los que confirieron el sello de lo definitivo (o provisoriamente definitivo, si se quiere) a los desarrollos que caracterizaron la gran peripecia histórica de un siglo que, de alguna manera, sigue siendo el nuestro.

Fue a mediados de Abril de 1945 –hace 65 años clavados- que los ejércitos soviéticos embistieron al último bastión nazi. Al precio de más de 80.000 muertos y desaparecidos y de cientos de miles de heridos, consiguieron reducir la resistencia alemana, en una batalla que supuso también la muerte de 100.000 de los defensores, de 20.000 civiles y de unos sufrimientos y martirios sin cuento padecidos por la población superviviente, entre los cuales el saqueo y la violación casi sistemática de las mujeres fueron el rasgo más destacado.

Los soviéticos se cobraban así algo del espantoso precio que habían pagado por la defensa de su tierra, elegida por Hitler como el espacio vital o Lebensraum con el que Alemania había de contar para cumplir el sueño del Führer en el sentido de erigir una “Nación continente” equiparable a Estados Unidos y a Rusia, y desde la cual el nacionalismo biológico ínsito en el meollo de su ideología habría de instalar el “Reich de los Mil Años” llamado a gobernar Europa basándose en la premisa de la superioridad aria.

La terrible peripecia de la batalla de Berlín –de la cual la ciudad conservaba hasta hace unos años no pocas huellas- fue el remate de un reordenamiento global que había arrancado con la declinación de la supremacía británica, definida por la primera guerra mundial. De esas ruinas, representativas de una devastación sin parangón en la historia, surgiría el mundo bipolar encarnado por Estados Unidos y la Unión Soviética; mundo mantenido en un difícil equilibrio por la disuasión nuclear y la doctrina de la Destrucción Mutua Asegurada, y estructurado en torno de un conflicto ideológico que tenía en su centro la crisis del capitalismo y la reivindicación del socialismo como herramienta idónea para suplantarlo.

Esa confrontación, fría en los países del Norte industrializado, donde hasta entonces se habían librado los choques más vibrantes, tuvo su correlato en una serie de guerras calientes que se verificaron en los países del mundo en desarrollo, donde se imbricaron con una madeja de reivindicaciones nacionales y sociales imposibles de acallar. Pero en Europa el choque permaneció en suspenso, si bien la expresión de la contradicción insanable entre los dos sistemas encontró otra vez en Berlín el epítome que mejor había de representarla: el Muro que recorría a la ciudad como una fea cicatriz y que le prestaba, sin embargo, un cierto encanto tenebroso y como de película. Vidriera del Occidente consumista en su mitad oeste y exhibición involuntariamente emblemática del gris monolitismo del “socialismo real” en el Este, las urbanizaciones contrapuestas del sector capitalista y del sector comunista no conseguían disipar la presencia de los fantasmas de la Historia: quien haya visto el túmulo en la tierra de nadie entre el Berlín occidental y el oriental, bajo el cual se ocultaban las ruinas del búnker de Hitler, sabrá a lo que me refiero.

Fue en este escenario donde, en 1989, tendría lugar otro episodio que volvería a poner a Berlín en el centro de la escena. Fue el episodio que mejor comprimió simbólicamente el final de la era de la guerra fría. El Muro erigido por la RDA para aislar a su población de la tentación capitalista se vino abajo por la acción conjugada de los jóvenes que arrancaron los bloques de cemento que lo componían y por el vacío al que se precipitaron las autoridades comunistas cuando la Glasnost y la Perestroika pusieron de manifiesto las deficiencias del modelo y la falta de voluntad de poder que existía en la cúspide del sistema, inepto no sólo para creer en los principios que debería haber encarnado, sino también para reprimir el descontento, bastante educado después de todo, que se difundía en los países satélites y, en menor grado, en el mismo corazón del mundo comunista, la URSS. Largos años de pensamiento anquilosado habían terminado por paralizar a una “vanguardia” política que se había transformado, en buena medida, en una burocracia estólida, en la cual fermentaban, sin embargo, las apetencias de una oligarquía en vías de transformarse en una burguesía en ciernes.

Berlín volvió a jugar entonces una vez más, por un momento, el papel de meridiano por el que pasaban las grandes coordenadas que habían guiado el siglo. El derrumbe del Muro, la extinción del Pacto de Varsovia y la disolución de la URSS vinieron a rubricar la victoria de Estados Unidos y del capitalismo en la guerra fría. La única superpotencia que había quedado en pie no tardó en aprovechar la situación y lanzar un proyecto hegemónico frente al cual los delirios hitlerianos parecieron un juego de niños. Y esta vez apoyándose en un poder militar sin parangón en la tierra.

Berlín volvió a ser la capital de Alemania. Congelada durante casi medio siglo en un estatus artificial de ciudad ocupada por unos ex aliados que habían devenido en potencialmente beligerantes entre sí, la ciudad del Oso experimentó una modificación espectacular, recuperando las áreas muertas de la “grenze zone” para una transformación edilicia que ha hecho de la Potsdamer Platz un muestrario de la arquitectura de avanzada. Sin embargo, el esplendor recuperado no consigue ocultar el hecho de que la Historia con mayúscula no discurre más por la Europa central y que Alemania, como sus socios de la Unión Europea, no son ya el epicentro del maremoto mundial sino que se están limitando a jugar el papel de comparsas en una pieza teatral que tiene o va a tener como gran protagonista a Estados Unidos, a las potencias emergentes del BRIC (Brasil, India y China) y a una Rusia que va recomponiendo la influencia que poseía en la época soviética, pero que aun se encuentra muy lejos de acercarse a igualarla.

¡Qué de cambios se han precipitado desde la época en que Berlín y Alemania eran el núcleo del equilibrio mundial! Aunque quizá sea más apropiado decir del desequilibrio global… Pues hay que convenir en que, después de la guerra 14-18, un mundo escarmentado por las devastaciones y la sangría significadas por ese conflicto hubiera podido tal vez escapar al destino catastrófico de la segunda contienda. La tan denostada política de apaciguamiento propulsada por la dirigencia conservadora británica poseía virtudes racionales que hubieran podido posponer sine die la guerra. Y se sabe que una guerra indefinidamente pospuesta se parece bastante a la paz… Fue el factor humano, la volición vesánica de Hitler operando sobre un conjunto de circunstancias volátiles lo que terminó anulando el pragmatismo apaciguador y arrastrando al propio dictador alemán a una serie de errores de cálculo que lo arrojaron un conflicto que no lo intimidaba y que incluso deseaba, pero que no pensaba tener que afrontar tan pronto ni en las condiciones en que hubo de hacerlo. El mundo convulso de hoy es de algún modo el precipitado de la violencia incontrolable desatada por aquel “hombre del destino”, que aceleró cambios ya en ciernes pero prodigándoles una torsión extremista y desconsiderada para con los reparos morales que podrían haber morigerado algunos de los extremos de la política contemporánea.

Ahora bien, ¿hay alguna ciudad que pueda en el presente emular el papel de urbes como París y Berlín en los siglos XIX y XX? Y, sobre todo, ¿hay un factor humano capaz de desestabilizar el planeta hasta el extremo en que lo hicieron Hitler y el nazismo?

A la primera pregunta contestaríamos que no: la dispersión de los focos de poder en el mundo restringe la posibilidad de que sólo en uno de ellos puedan encarnarse los rasgos del cambio. Algunos podrían sostener la candidatura de Nueva York para asumir ese titulo, pero N.Y. no es una capital administrativa. Aunque su representatividad como centro financiero y el carácter multiétnico de su población le otorguen muchos de los rasgos representativos de una época señalada por la mixturación racial y por el capitalismo fundado en la especulación salvaje y la concentración monopólica, y por más que su bohemia del Greenwich Village brinde una atmósfera que equivale en cierta medida al aura libertina y trasgresora del Berlín expresionista, le faltan la profundidad, la universalidad y el empuje catastrófico que informaban a la peripecia alemana durante la época de Weimar. Pese a ser la ciudad más sofisticada de Estados Unidos no termina de deshacerse de ese provincialismo que impregna a la cultura norteamericana. O al menos sus rasgos no parecen transferibles a nivel global. El verdadero motor de la cultura moderna y su vector más poderoso no reside en Nueva York sino en Los Ángeles: Hollywood. Pero Hollywood es más el vehículo de la incultura que el de la cultura.

En cuanto al segundo interrogante –si hay un factor humano capaz de desestabilizar el planeta a la manera del Führer- la respuesta es más bien afirmativa y muy inquietante. Pues si no nos topamos hoy con un dictador dotado de una psicología extremista y de un irracionalismo militante, nos encontramos frente a una crisis sistémica cuyo protagonista principal, la clase dominante en Estados Unidos, no es menos imprevisible que Hitler. La irracionalidad del capitalismo está alcanzando en ese país niveles insólitos, y no se le prevé ningún tope. Persistir en el proyecto hegemónico le pese a quien le pese y caiga quien caiga parece ser su programa, para cumplir el cual el complejo militar, industrial y financiero no entiende renunciar a ningún recurso. Los megapresupuestos militares, la diseminación de bases por el mundo entero –se cuentan no menos de 700 distribuidas por el planeta-, las intervenciones armadas en el Medio Oriente y el Asia central, el estado de alerta amarilla en que el Pentágono y la CIA se han puesto frente a América latina y que ya ha producido un golpe en Honduras y una grave alteración estratégica con la activación de la IV Flota y la implantación de siete o más bases en Colombia, indican que los organismos que dirigen la planificación a largo plazo de la política exterior norteamericana se están ya preparando para el cambio estructural de la economía mundial en lo referido a los recursos estratégicos y a su impacto en la geopolítica. Lejos de procurar consensuar o compartir los expedientes que podrían adecuar el cambio, esos estamentos dirigentes se juegan a todo o nada. Y lo hacen desde una posición de poder que los ciega frente a los peligros que esa sensacional apuesta supone.

La batalla de Berlín en 1945 fue una Némesis que vino a castigar a un orgullo desmesurado. Todavía no se diseña una situación que implique la reedición de ese atroz despertar de la pesadilla del Reich que iba a durar mil años; pero los elementos que la componen están presentes. Con distinto disfraz, pero con la  contundencia del Mane, tekel, phares que cerró el festín de Baltasar.

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