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14
SEP
2009

Rasgos de la pretensión hegemónica en el presente

La dureza de la actualidad proviene de la falta de opciones frente a una pretensión de dominación global que es tan imperativa como inviable.

Nunca como hoy el mundo ha estado tan apretadamente entrelazado. La tecnología que sostiene a los medios de comunicación de masa en constante expansión, el tramado del poder militar estadounidense que se desparrama por todo el planeta y los proyectos de hegemonía cultural del sistema vigente, son expresivos de un conflicto que no terminará de resolverse en el arco de la vida de esta y la siguiente generación. El futuro se presenta como una enorme incógnita. Este género de interrogante siempre ha estado presente en la historia, pero es difícil que se lo haya percibido de una manera tan angustiante como en esta etapa que estamos viviendo.

El motivo de tal desazón proviene, en parte, de ese fenómeno comunicacional al que aludimos. Es difícil escapar al torrente de información desjerarquizado y caótico, reglado sin embargo de acuerdo a un proyecto de dominación global, que día a día nos exhibe un mundo encapsulado en la locura. La locura está en el seno del “capitalismo senil” que la promueve, pero lo que la exacerba en este momento es la ausencia de un proyecto racional que la reemplace. Pues si es verdad que el discurso único del sistema –disfrazado en una variedad de envases que contienen más de lo mismo- es aplastante, aun más lo es la inexistencia de una propuesta alternativa.

No hay, en este planeta donde todos los gobiernos parecen reivindicar la inexorabilidad de las leyes del mercado, ninguna potencia en posición de disputarle el poder a Estados Unidos, en la medida en que este encarna el súmmum de la evolución capitalista; y esto a pesar de que la Unión exhiba sus pilares económicos carcomidos por la crisis. En el pasado los proyectos de dominación demasiado ambiciosos fueron contrastados por la incapacidad para sostenerlos con dinero y por la tensión que el esfuerzo desmedido generaba al poder que se quería imperial frente a adversarios asimismo interesados en el predominio. El caso de la España de los Austrias fue típico: su atraso económico –su casta dominante vivía del usufructo parasitario de lo producido por los campesinos sometidos al latifundio o a los privilegios de Mesta (1) y de los cargamentos de oro y plata provenientes de América- fue determinante para sumir al país en una miseria perdurable y para terminar de cortarles los pies a los famosos Tercios de infantería que sostuvieron durante un siglo y medio el “prestigio” de la monarquía española.

La incapacidad para lograr un capitalismo digno de ese nombre llevó a la parálisis a una nación que, en nombre de un proyecto universalista, había descuidado sus deberes para consigo misma y arruinado a sus pobladores. El enfrentamiento con dos potencias como Inglaterra y Francia que, bajo el manto del absolutismo, eran cada vez más motorizadas por el dinamismo de la clase burguesa, se hacía imposible en las condiciones semifeudales de la sociedad española. Pese a su excelente bien que abrumador aparato administrativo Felipe II, Felipe III y el conde duque de Olivares no fueron enemigos a la altura de Isabel I y del cardenal Richelieu. Después de un largo período de guerras Inglaterra y Francia derrotaron a España, se hicieron con el predominio europeo y se lo disputaron rabiosamente desde mediados del siglo XVII hasta la segunda década del siglo XIX. A pesar de la levadura vital que significó la Revolución Francesa, Trafalgar y Waterloo sellaron la suerte de ese conflicto a favor de Inglaterra, pero sólo hasta que una nueva ecuación comenzó a formarse en el horizonte con el surgimiento de la nación alemana. Esta se propuso a sí misma como puntal de una expansión imperialista que ponía en jaque el predominio de esas potencias que regían en el viejo continente. Debido al ingreso en liza de dos superpotencias en ciernes, Estados Unidos y Rusia, la aspiración alemana de trastrocar el equilibrio europeo y mundial en su favor fracasó a su vez estrepitosamente.

Estados Unidos y la URSS -los dos “Estados-continente”- se miraron de hito en hito durante medio siglo de una guerra fría que por fin se decidió a favor del primero, que era más moderno, más elástico y más rico, mientras que la URSS se hundía sobre sí misma al revelarse incompetente para resistir la carrera armamentista que quebraba su paralizada economía, y al terminar de desinflarse el globo de una ideología traicionada por una casta burocrática que pronto culminaría su degeneración al transformarse en una suerte de neoburguesía de contornos mafiosos.

Un presente sin opciones

De esta manera llegamos a un presente donde Estados Unidos intenta apoderarse del control del mundo en nombre de un propósito que aúna a las grandes potencias del Occidente capitalista, e intenta reimplantar sin cortapisas un modelo globalizador que reproduce, con características propias y mucho más agresivas, el modelo colonialista que caracterizó al crecimiento y auge del imperialismo. No es una tarea fácil, como lo demuestran varias experiencias. El esfuerzo empieza a revelarse inconducente por la magnitud de las resistencias elementales contra las que tropieza. Por ejemplo, en Irak y Afganistán.

Ahora bien, esto no parece disuadir al establishment norteamericano de su propósito. Puesto ante la disyuntiva de continuar en su camino o dar marcha atrás en el proyecto, reconociendo que este se encuentra fuera de su alcance y que debería reformularlo en búsqueda de una distribución más armónica del ingreso, rescatando en vez de querer clausurar las posibilidades de la parte más pobre del planeta, todo indica que las líneas generales del plan son inflexibles.

Barack Obama no ha tardado en poner de manifiesto que su capacidad o su voluntad para modificar la agenda internacional de Estados Unidos no es grande. En el plano interno sus intentos de reforma (en el tema de la seguridad social, fundamentalmente), tropiezan con resistencias que no sólo se encuentran entre los sectores de interés que monopolizan el comercio de los medicamentos y la asistencia sanitaria sino que, como lo demostró la reciente marcha republicana en Washington, movilizan a grandes sectores de la población, intoxicada por la pseudo mística individualista que habría generado la grandeza de Estados Unidos.

Así, pues, el diseño de la gran política exterior neoconservadora encuentra por ahora escasa o nula resistencia, tanto dentro como fuera de Estados Unidos. Fraguada por los sectores dominantes del establishment antes incluso de la ruina de la URSS, en su marco se pronuncian tendencias a la expansión imperial que vienen de muy lejos. La campaña de Afganistán y la reactivación de la IV Flota a las órdenes del Comando Sur son signos inequívocos al respecto. La primera implica continuar con la política que los neocons diseñaran mucho antes del 11/S y apunta a controlar y movilizar el petróleo y el gas desde los yacimientos del Mar Caspio y el Asia Central. Esas materias primas serán una provisión crítica en las próximas décadas. Afganistán y Pakistán son piezas indispensables en un tablero estratégico que busque transportar los raw materials hacia grandes puertos de mar a través de oleoductos y gasoductos que crucen sus territorios. Además, la ocupación y eventual colonización de Afganistán debería servir otros intereses geopolíticos de peso aun mayor. Desde allí los USA pueden infiltrar a Rusia, Irán, Turkmenistán, Tajikistán, China y Pakistán. Este último país, antiguo aliado de Washington, representa un factor inseguro: está muy trabajado por el integrismo musulmán, sus servicios de inteligencia no son fiables para Estados Unidos y es el único país islámico que es una potencia atómica. No habría que descartar, por lo tanto, que en un futuro cercano Estados Unidos, con el apoyo de la India, ensaye generar allí un proceso para desnuclearizar ese Estado, “balcanizándolo” de paso, como se lo hiciera en la ex Yugoslavia, de acuerdo al mosaico de las diferencias étnicas que allí existen.

Obama ha jugado sus cartas a pleno en Afganistán, al sostener a lo largo de su campaña presidencial que ese era el punto clave adonde debía ir el esfuerzo militar norteamericano. El objetivo, una vez más, sería construir allí un régimen que se asemejase exteriormente a los de la democracia occidental. En materia de política exterior, por lo tanto, el presidente Obama no se aparta en nada de las líneas maestras del diseño estratégico forjado por los expertos del Pentágono y del Consejo Nacional de Seguridad antes incluso de la ruina de la URSS.

Sombras sobre el Cono Sur

Aun más preocupante es para nosotros la reactivación de la IV Flota y la implantación de bases militares norteamericanas en Colombia. La primera implica apelar a un expediente que Washington había implementado en un momento álgido de la Segunda Guerra Mundial, cuando se proponía para el liderazgo mundial abatiendo a Alemania y el Japón. Reflotar ese instrumento da a entender que Washington se considera una vez más lanzado a un propósito de gran magnitud, esta vez orientado al control de su “patio trasero” en el contexto de un proyecto de dominación global del cual Latinoamérica no está en absoluto exenta. La fiebre armamentista que ha empezado a recorrer el subcontinente es un síntoma de la desazón que provoca la potencialidad bélica que esas miras tienen hacia el futuro. Colombia fue la punta de lanza de este rearme, seguida por Venezuela, Brasil y Chile. La cuestión de las bases en el primero de estos países representa, sin embargo, la amenaza más tangible. Eufemismos tales como “facilidades de acceso (para Estados Unidos) a las bases militares colombianas”, “lucha contra el narcotráfico” o “ayuda humanitaria” no tienen sentido. Las bases militares están ahí para plantear una amenaza real contra Hugo Chávez, y para proyectarse, si es necesario, como puntos desde donde desplegar apoyo aéreo en un eventual conflicto entre Colombia y Venezuela.

Este es un asunto sobre el que habrá que volver cuantas veces haga falta, pues no es, en definitiva, sino el anticipo de lo que puede llegar a pasar si los países de Sudamérica no forjan una política común y resuelta frente a la amenaza de intervenciones provenientes de potencias exteriores a nuestra región.

 

1) Mesta: poderoso gremio de propietarios de ovejas autorizados por la Corona para hacer pastar sus rebaños por todo el reino, cosa que arruinó la agricultura española y provocó una creciente necesidad de importar granos.

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